Tras el derrumbe de las Torres Gemelas, la administración norteamericana se erigió en garante de la seguridad mundial, para lo cual elaboró, entre otras, una estrategia basada en el miedo y la calzó con expresiones tan tremendistas como: “Cualquiera en cualquier parte tiene ahora que tomar una decisión o está con nosotros o está contra nosotros".
Poco más de cuatro años después del inicio de la colosal cruzada antiterrorista anunciada por George W. Bush, el resultado es evidente: el mundo resulta cada día más inseguro y paradójicamente el miedo comienza a perderse.
No puede ser otro el saldo cuando los abanderados de esa política coercitiva son los principales y únicos beneficiarios de los trágicos sucesos del World Trade Center.
Ello explica todo cuanto hacen con el fin de promover un clima de violencia oficial como vía expedita para mantener la imagen de policía internacional, y justificar el injerencismo con el pretexto de exterminar a los “malos”.
Cada vez queda más claro que el equipo instalado en la Casa Blanca, asociado al complejo militar industrial y a las grandes transnacionales del petróleo, se alimenta de la guerra.
En tal dirección no se detienen, y si no hay enemigos reales, se encargan de emplear a fondo su bien engrasada maquinaria mediática, y los inventan.
Afganistán e Irak devienen ejemplos clásicos de terrorismo de estado realizado con pretextos absolutamente absurdos y comprobadamente falsos.
Los ideólogos de tal política erradicaron hace mucho tiempo del discurso imperial toda referencia a la paz y la coexistencia pacífica, considerados obstáculos a las pretensiones imperiales para alcanzar el dominio hegemónico a nivel planetario.
Ello explica cómo, a pesar de ser tan obvio el mensaje sobre el modo eficaz de combatir el terrorismo, los halcones de Washington han hecho caso omiso a quienes, todavía humeantes los escombros de las Torres, señalaron que solo el camino de la colaboración internacional más decidida podía hacer frente a tal flagelo.
Y es que el expansionismo, en todas las épocas, ha estado basado en la violencia, y este de ahora, sustentado desde la Oficina Oval, no resulta la excepción.
Muy fresco está el recuerdo de Adolfo Hitler y el fascismo que condujo a la ocupación de gran parte de Europa y llevó al mundo a una conflagración mundial.
No se debe olvidar que entonces, como en la actualidad, el promotor de esa genocida doctrina decía estar inspirado en ideas mesiánicas, en cuyo nombre actuaba e intentaba captar adeptos.
Sin duda Bush ha llegado más lejos que Hitler, pues este último fue capaz de controlar sus impulsos y se abstuvo, al menos en público, de hablar de sus contactos directos con Dios.
El resultado no puede ser peor: Cogido en sus mentiras, golpeado en Irak, envuelto en una decena de escándalos por corrupción y violación de la legalidad y esfumada la inflamada popularidad alcanzada después del 11 de septiembre, W. no tiene alternativa.
Nada indica que el análisis conduzca a su mesura. El ha demostrado, desde su época de gobernador en Texas, poseer una formación ideológica fundamentalista y eso solo lo lleva a no bajar el tono de su discurso y a endurecer posiciones.
Se trata de una fiera golpeada, a la que es preciso mantener, como nunca antes, bajo la más estricta y cuidadosa vigilancia, sin dejar de denunciar sus desmanes que lo tipifican como el más peligroso terrorista.
AIN
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