Eclipsado por el torbellino mediático de fines de año, el tema de la tortura reaparece con timidez en algunas tribunas. La mayoría de los medios de comunicación despliegan grandes esfuerzos para analizarlo «con lucidez y sin prejuicios» (como escribe el diario conservador alemán Frankfurter Allgemeine), lo que significa, de hecho, justificar el método. Conclusión general: la tortura es nociva desde el punto de vista moral, pero… Todo radica en ese «pero» y se recurre a la neolengua orwelliana para que el público se trague la píldora.
Eclipsado por el torbellino mediático de fines de año, el tema de la tortura reaparece con timidez en algunas tribunas. La mayoría de los medios de comunicación despliegan grandes esfuerzos para analizarlo «con lucidez y sin prejuicios» (como escribe el diario conservador alemán Frankfurter Allgemeine), lo que significa, de hecho, justificar el método. Conclusión general: la tortura es nociva desde el punto de vista moral, pero… Todo radica en ese «pero» y se recurre a la neolengua orwelliana para que el público se trague la píldora.
En Alemania, la sensibilidad con respecto al tema se ve exacerbada por la herencia histórica. Un artículo de la Constitución prohíbe categóricamente el empleo de la tortura o de informaciones obtenidas por ese medio. Incluso llegó a inventarse una palabra para definir esta tentación, «Shäubeln», apellido del actual ministro del Interior cristianodemócrata Wolfgang Schäuble quien ha justificado en repetidas ocasiones el uso de la tortura a la hora de interrogar a los «terroristas».
Schäuble fue entrevistado por la emisora de radio estatal alemana Deutschlandfunk. A la pregunta relativa a la participación de determinados servicios alemanes en la tortura de ciudadanos alemanes retenidos por Estados Unidos o sus subcontratistas extranjeros y al hecho de que los tribunales alemanes se basen en informaciones obtenidas por este medio para acusarlos, el experimentado político se salió por la tangente al responder: «No es tortura, sólo un método de obtener información». Con mucha más razón por cuanto según el propio Schaüble no se ha demostrado que se practique la tortura en Guantánamo o en cualquier otra de las prisiones secretas de Estados Unidos. «No he visto nunca pruebas dignas de crédito que permitan afirmarlo, la política no se hace basándose en sospechas. No veo entonces por qué no aprovecharíamos informaciones obtenidas por nuestros amigos y aliados norteamericanos».
Aunque menos franca, la actitud de Joschka Fischer, ex ministro alemán de Relaciones Exteriores de la coalición roja-verde, es sin embargo similar. En opinión de Fischer, no hay razones para sentirse ofendido por la situación del ciudadano alemán Mohammed Haydar Zammar, secuestrado y trasladado a Siria por la CIA. Su interrogatorio, conducido por los servicios secretos sirios, era «conforme a los métodos empleados tradicionalmente en ese país», como precisa un comunicado de su ministerio. ¿Por qué protestar entonces, si esta es la tradición?
Florian Röller, filósofo alemán y jefe de redacción del diario Telepolis, muestra su indignación ante esta actitud. Analizando los comentarios del señor Fischer, reconoce con pena que hasta el ex dirigente de un partido que propugnaba los valores morales se somete a la lógica de la «guerra contra el terrorismo» y acepta las violaciones de los derechos humanos. Para Röller, el hecho de que Fischer sea alemán constituye una agravante.
Pero el tema no sólo es centro de debate en Alemania.
En el Reino Unido, el experto en asuntos de seguridad del diario The Guardian, Richard Norton-Taylor, muestra su irritación ante las evasivas del gobierno de Tony Blair sobre el tema del traslado de detenidos. El autor revela aquello que oculta la ausencia de una comisión de investigación británica sobre el tema de los traslados clandestinos, y la tortura de ciudadanos británicos, hacia campos secretos de la CIA: si el gobierno de Blair impide toda investigación judicial y Estados Unidos trata de que el tema sea olvidado por medio de grandes declaraciones de principios es porque en ningún caso debe favorecerse un debate que podría poner en tela de juicio la alianza del Reino Unido y de Estados Unidos. Sin embargo, existe una franca violación del sistema jurídico británico, basado en la prueba y en el habeas corpus, elementos cuestionados por las iniciativas jurídicas, políticas y militares de Washington.
Sin criticar las acciones de los países europeos, el escritor Salman Rushdie denuncia de manera general en The Age la manipulación del lenguaje que hace aceptable la tortura para que se acepte a su vez lo abominable. Se comenzó por modificar las palabras para modificar la lógica y luego la práctica. No se habla de «exportación de la tortura» sino de «traslados de prisioneros», de la misma forma que ayer se habló de «limpieza étnica» para nombrar las «masacres». Dando pruebas de gran lucidez, Rushdie presiente que estas prácticas escaparán a la condena legal y reclama como mínimo la condena moral.
No utilizar la palabra tortura tiene su interés. Múltiples comentaristas rechazan de esta forma la acusación al señalar que Estados Unidos es un país democrático, un Estado de derecho. Ahora bien, la realidad es completamente diferente: Estados Unidos pone en práctica en la actualidad la tortura y no es por lo tanto un Estado de derecho, pero esta verdad es demasiado penosa de soportar como para ser aceptada. Hablemos entonces de interrogatorios justificados por imperativos de seguridad nacional y evaluemos su fiabilidad: el ciudadano libio Ibn al Shaykh al-Libi fue enviado para que los egipcios lo torturaran; no dejó de aportar «pruebas» del nexo entre Sadam Husein y Osama Bin Laden, afirmación que demostró ser totalmente errónea. Pero, como recuerda Robert Sheer en AlterNet, «no debemos prestar atención a las conclusiones de la mayoría de los expertos de la tortura quienes explican que el método es ineficaz porque el torturado sólo dice aquello que quieren que diga. En el caso de al-Libi, la tortura funcionó de manera perfecta para obtener precisamente el tipo de pruebas necesarias para desencadenar una guerra deseada desde mucho tiempo atrás.»
En Gulf News, el cabildero James Zogby amplía la reflexión sobre la tortura a los tratamientos antidemocráticos de los que fueron víctimas en Estados Unidos cientos de miles de ciudadanos estadounidenses originarios del Medio Oriente después del 11 de septiembre. Arrestos arbitrarios masivos, molestias, personas fichadas… una «vergüenza» cuya principal consecuencia fue destruir cualquier relación de confianza entre los servicios estadounidenses y los inmigrantes. Esto no contribuye a fortalecer la seguridad del país.
Por su parte, el ex candidato a las elecciones presidenciales eslovenas, Slavoj Zizek, muestra su preocupación ante la forma en que se condicionan las mentes para que acepten la tortura a través de la propaganda televisiva, enmascarada en series televisadas como 24, que no vacilan en establecer un paralelo entre la propaganda nazi y los héroes presentados en la pequeña pantalla. El público ha sido condicionado para aceptar que algunas situaciones autorizan pasar por alto la ley y torturar en nombre de una causa. Esta serie presenta el caso típico ilustrado por el profesor de derecho de Harvard Alan Dershowitz, por demás asesor jurídico del gobierno israelí, quien ha asimilado el empleo de la tortura a la legítima defensa. La televisión demuestra de esta forma que nuestros criterios éticos han cambiado.
Señalemos que la serie 24, difundida en Estados Unidos por la cadena Fox, propiedad de Ruppert Murdoch, magnate de los medios de comunicación y personaje pro Bush, tomó recientemente un giro ideológico. A partir de su cuarta temporada sigue una línea de guión y política mucho más conforme con la Vulgata neoconservadora para pasar de serial que hacía la apología de las acciones de un presidente demócrata que luchaba contra complots internos en Estados Unidos con el fin de legitimar guerras energéticas a una serie mucho más adaptada a los cánones de pensamiento del gobierno de Bush.
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