Las industrias cinematográfica, de televisión o lúdica transmiten símbolos políticos que pueden apoyar o denunciar las acciones de un gobierno. En este último caso se convierten entonces para quienes ocupan el poder en un adversario cuyo impacto debe ser relativizado. En los últimos meses hemos visto aparecer en las pantallas películas de alcance político que contienen de manera voluntaria elementos críticos contra las actividades de la administración Bush. Los círculos neoconservadores o sionistas se han movilizado para tratar de desacreditarlas.
En la edición anterior de Tribunas y Análisis, comentamos la tribuna del ex candidato a la presidencia eslovena Slavoj Zizek, quien en el diario de izquierda británico The Guardian analizaba lo común que se hacía la tortura así como su legitimación en la serie 24. Esta tribuna ejemplificaba el desafío que representa el mundo del entretenimiento en la lucha política.
Las películas y series de televisión transmiten una visión del mundo. Por lo general responden al consenso dominante con el fin de satisfacer a la mayor cantidad posible de espectadores y amortizar por consiguiente los costos de producción. Al hacerlo, refuerzan los presupuestos de los espectadores, pero pueden ir mucho más lejos y servir intereses más precisos, transformándose entonces en herramientas de propaganda, independientemente de saber si son financiadas o no por el Estado.
Tradicionalmente, el poder ejecutivo estadounidense ha reclutado a la industria de Hollywood, incluso en tiempos de paz. El actor y sin embargo presidente Ronald Reagan hizo apoyar su política exterior por las producciones de la Cannon, que fustigaban a la URSS y minimizaban la derrota de Vietnam.
Esta práctica volvió a ponerse de moda a partir del rearme unilateral emprendido por Estados Unidos en 1998. La CIA financió entonces un largometraje: In the Company of Spies (versión en español: Misión de espías). Con la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca se multiplicaron las obras de propaganda: nueve filmes y tres series de televisión (The Agency, Alias y, claro está, 24), fueron financiados por la agencia de inteligencia. El Pentágono, por su parte, sólo encarga películas de forma excepcional (como es el caso de Black Hawk Down, titulada en español Black Hawk Derribado), pero presta a sus hombres y sus materiales para múltiples superproducciones a cambio del derecho de ver y modificar los guiones. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la Casa Blanca movilizó a Hollywood en un gran esfuerzo patriótico para apoyar la «guerra contra el terrorismo». La presidencia estadounidense y Jack Valenti, presidente del sindicato patronal de la industria cinematográfica (Motion Picture Association of America), firmaron el primer acuerdo que se extendió a continuación a la Paramount, CBS television, Viacom, Showtime, Dreamwork, HBO y MGM. A finales de 2002, los actores Harry Bellafonte y Dany Glover trataron de provocar una reacción a favor de la independencia de la profesión, pero no fueron escuchados.
Por el contrario, las industrias cinematográfica, de televisión o lúdica, pueden también emplear un discurso que denuncie los símbolos tradicionales o las políticas de un Estado, convirtiéndose entonces, para quienes aplican estas políticas, en un adversario cuyo impacto debe ser relativizado.
En los últimos meses hemos visto aparecer en las pantallas películas de alcance político que contienen de manera voluntaria elementos críticos contra el desempeño de la administración Bush. Los círculos neoconservadores o sionistas se han movilizado para tratar de desacreditarlos.
Syriana, de Stephen Gaghan, con la participación del actor George Clooney, es así criticada por el propagandista neoconservador Amir Taheri en una tribuna muy bien difundida por el gabinete de relaciones públicas Benador Associates en los periódicos árabes anglófonos Asharq Alawsat, Arab News y Morocco Times así como en la crónica semanal del autor en el New York Post.
El filme, estrenado en diciembre en Estados Unidos y cuyo estreno en Francia está previsto para febrero (por lo que aún no hemos podido verlo), cuenta la historia de un complot de la CIA con el objetivo de asesinar a un dirigente árabe progresista que decidió romper sus vínculos comerciales con una sociedad estadounidense en beneficio de China. La película debe atizar mucho más la cólera de los partidarios de la administración Bush por cuanto ha sido producida por Section 8, la compañía del director Steven Soderbergh y del actor y director George Clooney. Esta misma compañía produjo recientemente el segundo filme realizado por este último, Good night and good luck, que denuncia los errores del macartismo y fuera estrenado en Estados Unidos casi al mismo tiempo que Syriana. El actor y director, que no oculta sus simpatías demócratas y su oposición a la guerra en Irak, utilizó generosamente la promoción de esta película para burlarse de la administración Bush y establecer paralelos entre las actividades actuales de la Casa Blanca y el período representado en el largometraje.
Para Amir Taheri, Syriana narra, por supuesto, una historia por completo inverosímil ya que el objetivo de la política estadounidense es justamente ser testigo de la aparición de dirigentes árabes «iluminados». El autor finge no saber sin embargo que el filme se inspira en una novela de un ex agente de la CIA, Robert Baer, quien ocupó un puesto en el Medio Oriente durante 20 años y quien llega a desempeñar un pequeño papel en Syriana. En opinión del señor Taheri, esta obra no es más que una sarta de sandeces que deforman la realidad para complacer a la población árabe «conspiracionista» y ceder ante la moda estadounidense del «odio a sí mismo».
Esta expresión de «odio a sí mismo» retoma la expresión sionista empleada para designar a los judíos que condenan la política de Israel o el sionismo en general. También es ampliamente empleada o sobrentendida por los círculos que atacan el último filme del director Steven Spielberg, Munich, estrenado a comienzos de enero en Estados Unidos y que lo será a finales del mismo mes en Francia (y que por lo tanto tampoco hemos podido aún ver). Esta obra es atacada por parte de los medios sionistas israelíes y estadounidenses que le reprochan a su director ofrecer una imagen poco lisonjera de la política de asesinato israelí contra los militantes palestinos del grupo Septiembre Negro luego del sangriento secuestro de rehenes en Munich en 1972 y la muerte de 11 atletas israelíes en los Juegos Olímpicos.
Con una destacada presencia en los medios de comunicación por condenar La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, el ex director del US Holocaust Memorial Museum, Walter Reich, afirma en el Washington Post que el grave problema de la película radica en que su director, aunque judío, no se entrega lo suficiente a la profesión de fe sionista. De esta forma, aunque no dice que Palestina pertenece históricamente a los judíos, muestra en cambio a un palestino expresar su dolor luego de perder su hogar. En una palabra, el error del filme es no hacer una cruz sobre 2 000 años de historia y evolución del territorio.
Esta falta de apoyo al sionismo es el eje principal de las críticas emitidas contra el filme. Los ataques se centran en la personalidad del guionista Tony Kushner, autor judío antisionista quien, según sus detractores, habría calificado de «error» y de «calamidad moral e histórica» la creación del Estado de Israel. En el Jerusalem Post, Isi Leibler, director del Diaspora Israel Relations Committee, afirma que el Munich de Steven Spielberg es el ejemplo del desarrollo pernicioso del antisionismo entre la diáspora judía y lamenta que «buenos judíos» se vean afectados por el «odio a sí mismo» difundido por los «enemigos internos». Los traidores son los editorialistas del diario Ha’aretz, los dirigentes israelíes que han querido hacer las paces con los árabes y el guionista Tony Kushner. En el Wall Street Journal, el ex jefe de redacción del Jerusalem Post, Bret Stephens, también lamenta la elección de Tony Kushner en lo que respecta al guión y recuerda, al igual que Leibler, las declaraciones del guionista contra Israel. Y no se detiene ahí, afirma que la película está a dos pasos de caer en el empleo de clichés antisemitas sobre los judíos y el dinero, y ofrece una imagen demasiado hermosa de los palestinos al mismo tiempo que presenta a un personaje central poco creíble que abjura de su fe en el sionismo.
El filme es asimismo criticado por su pacifismo manifiesto.
Judea Pearl, padre de Daniel Pearl, el periodista asesinado, recurre de nuevo en Los Angeles Times a la memoria de su hijo desaparecido para tratar de desacreditar el filme de Steven Spielberg. En su opinión, la película acentúa el relativismo moral al colocar en el mismo plano el asesinato de atletas israelíes y el de los organizadores de su asesinato. Pero Pearl no se detiene ahí. Para él, los asesinatos denunciados por Steven Spielberg en su película constituyen de hecho una forma de justicia. El autor llega a emplear la expresión «llevar a los criminales ante la justicia» para hablar de asesinatos extrajudiciales. ¿Debemos entender que Pearl habla de la justicia divina? Yendo aún más lejos, considera que no pueden compararse las muertes en Afganistán, Palestina o Irak con la de su hijo pues su hijo era inocente. Llegamos entonces a la conclusión de que todos los muertos provocados por las invasiones a Irak o Afganistán, o por los castigos colectivos en Palestina, son culpables y las acciones contra ellos una obra de justicia. Para el autor, no admitirlo equivaldría a dar pruebas de «relativismo moral». Esta tribuna es otro ejemplo del poco caso que presta la prensa mainstream occidental a las vidas árabes y afganas.
Por su parte, el cronista neoconservador del New York Times y del Weekly Standard, David Brooks, se lamenta en el New York Times de las opiniones expresadas por Steven Spielberg durante la promoción de su filme así como del hecho de que el director haya escogido poner en imágenes los asesinatos ocurridos luego del secuestro de los rehenes en Munich. Probablemente temeroso del impacto que podría tener el filme en la visión actual que se hacen los espectadores de la situación en el Medio Oriente, el editorialista afirma que el mundo ha cambiado con relación al de los años 70: es mucho más peligroso ya que locos islamistas (descritos por Brooks como «el Mal») quieren destruir a Israel cuando en cambio este último se muestra menos violento y deja a un lado los asesinatos para dedicarse a las detenciones. Esta última afirmación suena muy falsa cuando el autor concluye rechazando el punto de vista pacifista de Spielberg y exalta la violencia «constructiva» contra la violencia «destructiva».
Víctima del ensañamiento mediático, los resultados registrados por Munich en Estados Unidos son mucho más mediocres que los alcanzados por los anteriores filmes de Steven Spielberg.
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