La policía de la provincia de Buenos Aires continúa funcionando con impunidad. La designación de su nuevo jefe demuestra que los recambios son simples fachadas que no llegan al fondo del problema.
Al igual que aquella vez, tras mostrarse gratamente sorprendido por su designación, el superintendente Daniel Rago se prestó a extensos reportajes con el propósito de dar a conocer sus ideas para el nuevo cargo.
Aquella vez fue el 15 de julio de 2002, cuando el entonces ministro de Seguridad bonaerense, Juan Pablo Cafiero, lo puso al frente de la flamante Unidad Especial Antisecuestros.
Ni el propio Rago imaginó lo fugaz que sería su gestión.
Al día siguiente fue desplazado al trascender su estrecha vinculación con el ex comisario Juan José Ribelli, por entonces encarcelado por su presunta participación en el atentado a la AMIA. Su hermano, el subcomisario Jorge Rago, era uno de sus compañeros de causa.
En 1999 comenzó a correr una versión inquietante: Daniel -junto a otros comisarios- habría organizado una colecta solidaria para los policías presos por la voladura de la mutual judía. Se hablaba de aproximadamente 150 mil dólares mensuales, recaudados a través de diversas cajas delictivas.
Por esos días ya era el jefe de la Departamental Lomas de Zamora.
Dos años después, Rago fue trasladado a otra jurisdicción al descubrirse una picana eléctrica en una dependencia bajo su mando.
Semejantes antecedentes malograron su nombramiento de entonces.
Pero este hombre que viste uniforme desde los 14 años -ingresó al Liceo Policial en 1972- supo ser perseverante: tras recalar en las departamentales de Azul y Mercedes en calidad de “refugiado”, fue ungido como jefe de la estratégica Dirección de Drogas Ilícitas y, en agosto pasado, se lo envió a Mar del Plata para comandar el dispositivo de seguridad de la IV Cumbre de las Américas.
Lo cierto es que Rago sobrevivió a su legajo gracias a los buenos oficios del ministro León Arslanián, quien siente por él una verdadera fascinación. Prueba de ello es su reciente nombramiento como coordinador operativo de La Bonaerense, convirtiéndose así en el jefe absoluto de esa fuerza.
Tras su asunción, el polémico policía aseguró ante los micrófonos que su objetivo consistía en revertir la mala imagen de la institución. Al respecto, dijo: Hasta hace unos años, mis hijos tenían vergüenza en decir que yo era comisario. La gente veía un uniforme y se alejaba.
Junto a él había otro oficial; era un hombre calvo, de estatura ruin, que no dejaba de alisar su bigote con la punta de la lengua. Se trataba del poderoso director de Investigaciones, superintendente Osvaldo Seisdedos. Dentro del nuevo esquema de La Bonaerense, éste acababa de quedar como el segundo jefe. Ocurre que el ministro también tiene de él un inmejorable concepto.
Y ello a pesar de que su legajo chorrea sangre.
El señor de los gatillos
Seisdedos hizo su carrera bajo el ala protector del célebre comisario Mario “Chorizo” Rodríguez. Y participó con él en hechos tan sangrientos como la llamada “Masacre de Andreani”, ocurrida el 6 de noviembre de 1996, donde fueron acribillados unos trece delincuentes previamente armados y organizados por el propio “Chorizo”. En esa ocasión también murió el oficial Roberto Félix, baleado desde atrás, al parecer -como se dice ahora- por “fuego amigo”.
No fue el único policía allegado a la patota de Rodríguez que falleció en circunstancias confusas. En este punto también resalta la extraña muerte del oficial Octavio Yezzi, cuyo cadáver fue hallado en su propio departamento con un tiro en la cabeza. Según algunos policías allegados a la víctima, éste habría tenido desavenencias precisamente con Seisdedos y su muerte sería la consecuencia de “haberse quedado con algo que no era de él”.
Otras fuentes destacan las virtudes de Seisdedos en el arte de interrogar. Al respecto, en algunos juzgados del oeste bonaerense se apilan denuncias en su contra por “apremios ilegales”. Y la culata de su pistola estaría llena de muescas; estas no solo se refieren a las bajas producidas por Seisdedos en tiroteos sino a otras efectuadas fuera del campo del honor, en el que las víctimas siempre serían soplones con, digamos, fecha de vencimiento.
Por todas estas razones, al superintendente se lo conoce en la fuerza por un simpático mote: “El Desnucador”.
Tras la caída en desgracia de su emblemático padrino, supo ingeniárselas para sobrevivir en medio de la discreción y el bajo perfil. Desde 1996 a 2002 estuvo en La Matanza, cumpliendo diversos destinos en seccionales y brigadas, donde siempre se destacó como un eficaz recaudador. Hasta el 20 de mayo de ese año, cuando fue nombrado subjefe de Investigaciones de esa Departamental. Su siguiente salto se produjo al año, cuando “Juampi” Cafiero lo puso al frente de la Dirección de Delitos contra la Propiedad Automotor. De allí -ya en la era Arslanián- catapultaría su figura hacia la Dirección de Investigaciones. Era el comienzo de sus días de gloria.
Por increíble que parezca, todo indica que Seisdedos era el hombre que el ministro necesitaba para completar la cúpula de La Bonaerense. Y ello, con el propósito de actuar sobre la corrupción uniformada y a la vez reducir los elevados índices delictivos que sacuden al territorio provincial.
Blues del terror azul
Tras el paso a retiro del superintendente Héctor Iglesias -el antecesor de Rago-, Arslanián había hallado una razón para vanagloriarse: era la primera vez en casi tres lustros que un jefe de La Bonaerense renunciaba por causas naturales. Y también se ponderaría por otra circunstancia: los escándalos -por lo general, sembrados de cadáveres- que animan la vida cotidiana de la agencia de seguridad más importante del país habían prácticamente desaparecido de la agenda periodística.
En tal sentido, el ministro destacó que el episodio más resonante sucedido en esa esfera durante el año en curso -el asesinato del ex comisario Oscar Beauvais- no fue fruto de una interna policial sino un asunto cometido por delincuentes comunes.
Claro que no reparó en un detalle: el malogrado comisario -que había sido nombrado jefe de la Departamental La Matanza por el propio ministro y luego echado por éste debido a una declaración periodística y no por un acto de corrupción- tenía varias cajas fuertes con casi un millón de dólares en billetes de baja denominación, además de fotos, filmaciones y escuchas que comprometerían a figuras políticas y policiales del ámbito provincial.
Estas se encuentran actualmente en poder del fiscal Guillermo Morlacchi, quien tiene esas pruebas guardadas bajo siete llaves, pese a la insistencia de algunos comisarios por acceder a las mismas. En la madrugada del sábado 26 de noviembre, el fiscal fue baleado por desconocidos y salvó su vida por milagro.
Y en la mañana del 2 de diciembre, el ex policía federal Cristián Bulasio -un testigo clave del caso- corrió una suerte idéntica.
Al mismo tiempo, otras pequeñas delicias sacudían el universo policial.
Tal es el caso de una banda integrada por policías de La Matanza que, para no detener a capitalistas de juego, les pagaban a desocupados por ir presos, con el propósito de hacer figurar operativos que en realidad no existían. Y también trascendía el derrotero de algunos suboficiales de la comisaría 1ª de Quilmes que habían armado una banda de presos para asaltar jubilados.
Lo cierto es que el esquema diseñado por Arslanián -conformada por 96 Policías Comunales y 48 Policías de Distrito- descentralizó la estructura piramidal de la fuerza y, por lo tanto, la forma verticalista de la recaudación obtenida a través de arreglos, peajes y extorsiones. Tal vez, el ministro no haya podido prever que esa recaudación no tardaría en adquirir un formato horizontal. Y lo que bajo el imperio de la Maldita Policía fue una empresa perfectamente aceitada, ahora es sólo un mosaico de hordas autónomas que canibalizan el delito el territorio provincial. Al fin y al cabo, La Bonaerense es como el agua: toma la forma del envase que la contiene.
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