El sociólogo Alain Touraine ha reflexionado sobre las Izquierdas durante las dos últimas décadas. Las imágenes de la sociedad liberal, del cambio basado en las estrategias organizacionales y empresariales, seducen a muchos de los decepcionados por la acción política revolucionaria, señala.
“Ello explica el júbilo con que tantos ex izquierdistas se entregan a un liberalismo extremo. Hacen el elogio del vacío o de lo efímero, de la liberación de la vida privada y del fin de las limitaciones y coacciones que imponían los modelos voluntaristas de sociedad” (Touraine, Crítica de la modernidad). Se trata de una conversión que viene a complementar el actuar de las viejas derechas. “La derecha ya no defiende a los de arriba, sino más bien defiende a los que avanzan y confía en los buenos estrategas para reducir los costos sociales del cambio”. El neoliberalismo no es ya un pensamiento ni una acción de partido, sino de una clase políticamente transversal identificada con el poder económico.
Las reflexiones de Touraine, escritas hacia principios de la década pasada, no pueden calzar mejor con la realidad chilena, con una Concertación que ha gobernado en perfecta sintonía con el sector privado, que se ha adaptado -y no a la inversa, seamos claros- a la institucionalidad económica generada en tiempos de la dictadura. Durante los primeros años noventa hubo un giro, un salto mortal en la Concertación, una transformación de su habla y su discurso, para convertirse de furiosos críticos del mercado, a oficiantes de él: y todo en un par de años.
Esta fusión nos lleva a plantearnos una pregunta que, pese a no ser nueva, está siempre presente: ¿Es la Concertación el mejor gobierno para el gran capital? El ex candidato a la presidencia del Junto Podemos Más, Tomás Hirsch, afirmó, con ironía, que Ricardo Lagos había sido el mejor presidente de derecha que había tenido Chile. Ante esta afirmación recordamos iniciativas durante su mandato como la empresarial Agenda Pro Crecimiento, los intentos por flexibilizar el mercado laboral, la misma y desvirtuada -por los senadores de la Concertación- reforma laboral, los tratados de libre comercio negociados entre las autoridades y representantes del sector privado a espaldas de la sociedad civil, los cobros de tasas de interés ilegales a vista y paciencia de las autoridades por parte de las casas comerciales, las tarifas de los servicios públicos establecidas sin el conocimiento de los consumidores… En resumen, durante estos últimos seis años el sector privado consiguió beneficios históricos. Si alguien ha resultado satisfecho de este tercer gobierno de la Concertación sin duda que es el gran sector privado, no, por cierto, la pequeña ni la mediana empresa.
Si realizamos un esbozo de evaluación del saliente gobierno lo primero que viene a la mente son las obras de infraestructura, por lo demás muy publicitadas por La Moneda, las que, sin embargo, son obra del sector privado. La red de autopistas, el Transantiago, el mismo Metro, son proyectos guiados por los gestores públicos pero realizados y operados por los privados con criterios de mercado. En cierto modo, ésta ha sido la impronta modernizadora de la Concertación.
Está, por cierto, el crecimiento económico y la inserción internacional, proceso que bien sabemos está acotado a la gran empresa. Y está también la reducción parcial de la extrema pobreza, que responde a políticas asistenciales propias de cualquier gobierno asistencialista de derecha. Se trata de un conjunto de políticas que pese a las críticas le han dado una sólida gobernabilidad a la Concertación, pese a haber mantenido un statu quo en lo que se refiere a la estructura social del país: tal vez menos pobreza extrema, pero una creciente y descarada inequidad en la distribución del ingreso.
Ante este plácido escenario, que ofrece gobernabilidad, estabilidad social y altas posibilidades de buenos negocios para la gran empresa, ¿por qué el empresariado, hoy, tendría interés en apoyar a otro candidato, como es el también empresario Sebastián Piñera? Tal vez porque con aún mayor énfasis desregularía lo aún regulado por el sector público, como lo que queda de normativa laboral, o privatizaría lo que queda del aparato productivo estatal, como Codelco, Enap o el mismo BancoEstado.
Esta es, sin embargo, una respuesta simplista. Como dice Touraine, la certeza que el gran capital halla en los conversos está no sólo en su nueva convicción capitalista, sino también en su capacidad de estrategas para hacer el cambio -que son las llamadas reformas neoliberales- y reducir sus efectos sociales. Un gobierno de derecha, por muy populista que sea, como lo es la UDI, está inhabilitado para interactuar y contener, por carecer de base e historia ideológica, a las fuerzas sociales más duras. Los ex izquierdistas de la Concertación sí están habilitados para seducir, y, en cierto modo, para engañar con mayor convicción.
Los más grandes conversos
El giro de los hoy conversos lo conocemos muy bien pero nunca está demás recordarlo. No vaya a ser cosa que de tanto verlo nos parezca algo natural y lo olvidemos. Los tres gobiernos de la Concertación no han hecho otra cosa que administrar un modelo político y económico iniciado por la derecha y los grupos empresariales a partir de septiembre de 1973. La transformación de la economía chilena a partir de aquel año, desde un esquema de gran intervención estatal hacia uno de libre mercado, no tuvo un quiebre con el traspaso, en 1989, del régimen político. Los gobiernos democráticos de la Concertación no alteraron de forma sustantiva el modelo económico instaurado con la dictadura militar.
Durante la primera mitad de los noventa el primer gobierno de la Concertación se las batía entre fuerzas contrapuestas: las intenciones, apoyadas en ciertos principios éticos, se estrellaban ya sea con la institucionalidad heredada del gobierno militar como con poderes de facto, que se extendían desde los mismos militares a los empresarios. Los años iniciales de esa década modelaron una forma blanda, errática y temerosa de administración apoyada en el espejismo del consenso político, que significaba ajustar cualquier decisión a la censura previa de los poderes tras bambalinas. La política de los consensos fue también el inicio de la aniquilación del original discurso ético, el que se fragmentaba, disfrazaba y ocultaba ante sus eventuales interlocutores. Un ejercicio de travestismo político, como lo denominó poco más tarde el sociólogo Tomás Moulian. La sibilina ruta del pensamiento y las acciones de esa administración ha quedado retratada en aquel discurso que buscaba justicia “en la medida de lo posible” para los millares de casos de violaciones a los derechos humanos. Si se recomendaba una moralidad parcial a la justicia, en esos años la herencia más brutal de la dictadura militar, el resto de las demandas sociales también podían cubrirse con el mismo manto. Lo que tenemos hoy es un efecto de aquellas políticas basadas en el mero pragmatismo, que no es otra cosa que el consenso, el empate o la simple comodidad.
Lo cierto es que así fue en las políticas económicas. El modelo que habían iniciado veinte años atrás los funcionarios del régimen militar durante los albores de la corriente neoliberal ya estaba engarzado en la institucionalidad económica, por cierto vigilada por el sector privado y sus centinelas militares. El modelo de libre mercado se incorporó en los nuevos gobiernos como una pieza más del aparato del Estado. Había que administrarlo, acaso mejorarlo.
Aun cuando durante la primera mitad de los años noventa hubo una sensible reducción de los índices de pobreza -que pasaron de un 45 a un 27 por ciento-, a partir de 2000 los niveles se han estancado. Lo mismo ha ocurrido con la tasa de desempleo: entre 1985 y 1989 registró un promedio de 14,2 por ciento, bajó al 7,6 entre 1990 y 2000 y, posteriormente, ha vuelto a subir, aunque amortiguada con planes de empleo de emergencia de muy baja productividad y rentabilidad social. Durante el último año ha habido una nueva baja en la desocupación, pero se trata más de un logro estadístico que real: hay más empleos informales -que simplemente se suman a los números oficiales- lo que es una mayor población con remuneraciones mínimas y en condiciones de empleo muy precario.
Decimos que las afirmaciones de Touraine no pueden ser más precisas para la experiencia chilena. Hay un cruce que hoy se hace casi natural entre funcionarios y ex funcionarios de los gobiernos de la Concertación y el sector privado. Los mejores lobbistas están entre ex políticos de la misma Concertación. Han cruzado el Rubicón ideológico de sus propias conciencias y se han instalado como hombres modernos, desideologizados, de éxito económico y también social.
Si ello es lo que ha ocurrido en las cúpulas de los partidos otrora de Izquierda, en el empresariado, tradicionalmente de derecha, ocurre otro síndrome, que tiene sus orígenes en sus bolsillos. Tras algunos años de desconfianza ante estos nuevos capitalistas, finalmente el sector privado ha logrado establecer una gran y sagrada comunión con los conversos. Juntos avanzan hacia el altar del progreso, que no es otra cosa que el arca sacra del capital que, de una u otra manera, a todos beneficiará.
Esta comunión podemos simbolizarla en un gran evento ocurrido a comienzos de 2000, denominado Agenda Pro Crecimiento. Como el lector recordará, esta fue una iniciativa de la Sociedad de Fomento Fabril acogida con beneplácito por el gobierno. En términos más o menos simples, era allanar el camino al accionar del sector privado. En otras y más claras palabras: instalar los mecanismos para que la empresa privada logre más beneficios.
Otro evidente ejemplo del sesgo proempresarial del actual gobierno y de la Concertación, se observa en la naturaleza de los proyectos aprobados. Un estudio realizadorencia de tiempos en la aprobación de proyectos de ley de contenido económico y favorables a la gran empresa, respecto a pro hace unos meses por la Fundación Terram reveló la enorme difeyectos de carácter social.
Y eso es lo que se ha logrado: los resultados al tercer trimestre de este año reflejan de forma bastante clara lo que ha sido el diseño del actual modelo económico. Sólo el 19 por ciento de las grandes empresas que cotizan en la Bolsa obtuvieron grandes ganancias, que fueron las más altas desde enero-marzo de 2004. En tanto, para otras grandes empresas la utilidad fue bastante superior a la media histórica de los últimos diez trimestres. Lo que hay es una concentración de las utilidades, un trasvasije de la riqueza, fenómeno que ocurre en toda la estructura económica nacional.
No es sólo un asunto de genes
Bajo estas circunstancias, tremendamente favorables para la gran empresa, ¿cómo entender un interés por parte del sector privado por cambiar a los administradores políticos, como se ha visto en las millonarias campañas de Sebastián Piñera -quien tiene recursos propios- y de Joaquín Lavín? Intentaremos responder esta interrogante.
Partimos de la base de un empresariado nacional de derecha, lo que no quita en las actuales circunstancias su pragmatismo comercial. El gran empresariado aporta recursos no sólo a los candidatos de derecha, también lo hace a los de la Concertación, actividad que no cambia necesariamente sus creencias o intereses políticos atávicos.
Pese a las similitudes en materia económica entre la Concertación y la derecha, y a las diferencias en cuanto a capacidad de administrar los conflictos sociales, el sector privado chileno, sin perder su pragmatismo en materia comercial, puede optar y apoyar a un eventual gobierno de derecha. No es el mundo al revés, como se podría pensar: es simplemente por la nivelación, por el aplanamiento social y cultural -que es también desmovilización y miedo a perder el empleo- generado por la consolidación de un modelo económico.
El modelo económico neoliberal tiene aires totalitarios. “Esa extraña dictadura”, dice Viviane Forrester. Marcos García de la Huerta también vincula las denominadas modernizaciones económicas con la destrucción de la institucionalidad democrática, lo que lleva, o apunta, a la legitimación de los autoritarismos. El discurso económico neoliberal, que se ve a sí mismo como técnico, puro, ahistórico, apolítico y objetivo “se impuso a través de la liquidación de los organismos civiles y la proscripción más o menos violenta de los otros proyectos hasta entonces coexistentes con él. El discurso modernizador, en este aspecto, se asocia con la antipolítica de las dictaduras, que articula el discurso modernizador, el ‘imperialismo de la economía’ y la imposición de un solo modelo de crecimiento y pensamiento”, dice en Pensar la política.
En cierto modo, lo que el poder económico ha logrado en estos largos años de consolidación del neoliberalismo es la consolidación de una nueva institucionalidad (de mercado), la que cruza todas las esferas nacionales, desde el sector público, las relaciones comerciales y productivas a, incluso, la vida privada. Podemos decir que es ésta nuestra definición como Estado-nación, característica que no se alterará con el actual statu ni con una eventual oscilación entre la derecha y la Concertación. Las bases del modelo seguirán inalteradas.
Alguien mueve el piso
En este escenario, mover el péndulo hacia la derecha no es riesgoso para el sector privado. Pero otra cosa es la alteración de las bases, como, por ejemplo, es el proyecto que busca desarmar el sistema electoral binominal. El consenso se quiebra y saltan de la noche a la mañana atávicas diferencias políticas. A la propuesta legal levantada por el gobierno de Ricardo Lagos, que intenta cautivar a una masa desencantada y abúlica de la Concertación y su flanco izquierdo, el candidato-empresario Sebastián Piñera, de manera casi instintiva, impugnó la idea pese a haber elogiado durante años una iniciativa de esta naturaleza. Un cambio al sistema binominal permitiría el ingreso futuro al Congreso de fuerzas críticas, las que no sólo podrían bloquear ciertos proyectos, sino también generar un discurso que desprestigie y desinstale -como ha sucedido y sucede en la mayoría de los países latinoamericanos- el actual modelo económico.
En diciembre de 1999, cuando calificaron para el balotaje Ricardo Lagos y Joaquín Lavín, el gobierno del entonces presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle envió al Congreso un proyecto de ley de reforma laboral, que otorgaba o devolvía poder a los trabajadores mediante mayores facultades de sindicalización, como era la asociación por ramas de actividad. La iniciativa fue resistida con tesón por el empresariado y la derecha política, que colmaron sus medios de prensa con intervenciones catastrofistas para la economía en un período, por cierto, de virtual recesión derivada de la crisis asiática.
Cuando retomó el proyecto de ley el gobierno de Ricardo Lagos, que lo reenvió al Congreso con ciertas modificaciones, la iniciativa fue prácticamente desmontada en el Senado. Llegó a convertirse en una ley que, finalmente, no recogía los aspectos originales del proyecto.
No sin cierta tristeza podemos observar hoy el envío del proyecto que pone fin al sistema binominal. Podríamos decir que la historia es cíclica, y que el 15 de enero volverá a ganar la Concertación. Pero la verdadera tristeza surgirá cuando tras aquel triunfo volvamos a ver que todo vuelve a ser como ha sido desde hace quince años
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