Durante más de una década, Washington estuvo profundamente dividido en cuanto a la política a desarrollar con respecto a Haití. En 1994, la administración Clinton, en contra de la virulenta oposición republicana, envió tropas a Haití para devolver al poder al presidente Jean Bertrand Aristide. En 2004, en una iniciativa condenada por los demócratas, la administración Bush envió a Aristide al exilio fuera de Haití y tropas estadounidenses intervinieron nuevamente en el país para apoyar a la facción opuesta a Aristide.
Durante estos diez años, las señales contradictorias enviadas por Washington por lo general han agravado las divisiones políticas endémicas en Haití. Aún recientemente, representantes del International Republican Institute, institución financiada con fondos del gobierno federal, realizaron acciones en Haití que, según el embajador de los Estados Unidos allí, eran opuestas a sus propios esfuerzos de reconciliación entre Aristide y sus opositores. Cierto o no, la impresión que quedó en Puerto Príncipe es que en Washington las opiniones divergen y que hay un grupo muy activo para impedir la reconciliación y que apresuró el fin de la presidencia de Aristide.
La elección de este mes en Haití quizás haya quebrado por fin esta mecánica. La administración Bush, que sin lugar a dudas habría preferido un resultado diferente, apoyó sin embargo el proceso electoral a fin de favorecer un resultado que identifica claramente la opción de los haitianos.
Las bases para un acuerdo bipartidista en lo referente a Haití existen en Washington. Aristide se fue y no debería regresar. Electo por la misma base popular de haitianos pobres, incultos y desesperados, Preval ha obtenido un mandato político claro. Los cascos azules de la ONU tendrán que permanecer aún por años en la isla para permitir el fortalecimiento de las instituciones haitianas, el mantenimiento del orden y el respeto al derecho. Estados Unidos, los vecinos más cercanos a Haití, deberían tomar la dirección del movimiento de ayuda que debe permitir a Haití construir sus instituciones y combatir la miseria que desde hace largo tiempo sufre la población.
Debe estimularse a Preval para que sea abierto y plural en la elección de sus ministros y asesores, y a la oposición para que acepte los resultados de las elecciones y colabore con el nuevo gobierno. Nadie en Washington debe apoyar a los disidentes en Haití que buscan impugnar los resultados electorales. No se debe dejar que personalidades pagadas con fondos federales en Puerto Príncipe contrarresten las políticas implementadas por el embajador estadounidense.
La longevidad de tal acuerdo estadounidense dependerá en gran medida de la forma en que Preval gestione sus nuevas responsabilidades. Durante su mandato de 1996 a 2001, los funcionarios estadounidenses reconocieron que Preval es esencialmente un hombre honesto, accesible y deseoso de actuar contra los abusos dentro de su propio régimen. Por el contrario, le falta dinamismo y es reticente a llevar a cabo reformas económicas indispensables. Sin Aristide a sus espaldas, quizás Preval sea más incisivo esta vez.
Los partidos de oposición entonces en el parlamento también deben asumir una parte de la responsabilidad de las oportunidades frustradas debido al bloqueo de la mayor parte de las medidas necesarias para la obtención de miles de millones de dólares de ayuda internacional. Ahora bien, existe la posibilidad de que el parlamento haitiano que surge de estas últimas elecciones sea dominado por las mismas figuras de la oposición.
Únicamente si las dos fuerzas políticas en Washington presentan un frente unido se puede tener una oportunidad para convencer a las diversas facciones haitianas para que trabajen juntas por el bien de su país.
«Give Haiti united message from D.C», por James Dobbins, Miami Herald, 26 de febrero de 2006.
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