Menem entregó los recursos nacionales energéticos, de comunicación y transporte a las transnacionales y sus socios en el país; aseguró las ganancias de estos grupos y puso cadenas a toda posibilidad de desarrollo productivo. El país fue sumido en el desamparo y la desarticulación. Este fue el aporte del peronismo del ‘90 a la crisis del sistema capitalista global que todavía hoy existe.
El ferrocarril es una parte de esta trama; por su relación con el desarrollo productivo y social, siempre fue atravesado por los vaivenes de la acumulación capitalista; es entonces que la reestructuración del aparato productivo lo encuentra como una pieza esencial, su recomposición es por ello una cuestión de Estado, más aún considerando la unidad latinoamericana.
En la primera mitad del siglo pasado, se sancionó la Ley Mitre (Emilio) cuyo objeto era “unificar y ordenar” las concesiones ferroviarias ofreciendo a los capitales “reglas fijas y seguras de procedimiento que no las sujeten a ninguna sorpresa ni medida de carácter fiscal que pueda comprometer sus intereses”.
En criollo: las eximieron de pagar impuestos nacionales y provinciales, y de abonar derechos de aduana por materiales de construcción y explotación que introdujeran en el país.
En compensación por estos “estímulos” las empresas pagarían al Estado el 3 por ciento del 60 de las entradas líquidas, este monto serviría para mantener puentes y caminos cruzados por la línea y de acceso a las estaciones; es decir, se lo devolvían. “Seguridades jurídicas”, les llama el imperialismo.
En los ’90 los trenes fueron entregados por Menem y Cavallo a los oferentes que propusieron menores subsidios. Juan P. Martínez, un diseñador de las licitaciones opinó que el subsidio es “un aporte” del Estado que “cubre integralmente el plan de inversiones, el déficit operativo y hasta una ‘rentabilidad razonable’. Todo este aporte estatal se calcula sobre las estimaciones que realizaron los grupos empresarios en el momento de presentar su oferta”.
La reparación, refacción, modificación del bien “alquilado”, los paga el Estado, incluidas aquellas obras iniciadas antes de la concesión y terminadas por los adjudicatarios. (El 11 de mayo de 1998 el diario Página/12 denunció sobreprecios de entre 3000 y 4000 por ciento en los materiales para acondicionar trenes).
La veta en el riel
Los trenes urbanos-suburbanos y los subtes quedaron en manos de consorcios de empresarios de colectivos, ex-proveedores del Estado, amigos de Menem y operadores transnacionales como Burlington Notherm Railroad, Japan Railwals Technical Service y Ransurb.
“El aporte del Estado hoy al sistema ferroviario en forma directa duplica el antes llamado déficit de la Empresa Ferrocarriles Argentinos, y se triplica si consideramos la desinversión en infraestructura”, dicen Veschi, Silva y Nievas, ingenieros de APDFA (Asociación Personal Dirección de Ferrocarriles). “El trasporte ferroviario de pasajeros sufrió tras el proceso privatizador y hasta 1998 un incremento tarifario en valores constantes del 95 por ciento”, agregaron.
Pero los ferrocarriles están colapsados.
El Auditor General de la Nación, Leandro Despouy, declaró el 2 de noviembre pasado a la Agencia de Noticias “La Vaca”: “Las empresas concesionarias no hicieron las inversiones obligatorias para la reparación y mantenimiento de los trenes, en varios casos hemos recomendado la rescisión de los contratos”.
Despouy agregó que el Estado no los controla: “En lugar de penalizar a las empresas, las subsidia (TBA cobra alrededor de siete millones de pesos mensuales en subsidios)”.
La historia es la misma, la cuestión central: la dependencia
Los Estados de países dependientes cumplen su rol de reproducir la estructura económico social, pero los que dictan las políticas o modos de acumulación que se cumplirán, son los países capitalistas centrales.
Es riesgoso comparar el ferrocarril del siglo pasado con el de hoy, pero poner el foco en las políticas a que fuerza la dependencia, es interesante.
En agosto de 1946, el ingeniero R. Ortiz defendía la “Ley Mitre”. Entre 1880 y 1890 -decía- el desarrollo del ferrocarril fue “agitado”; de 1906 al 1915, “vertiginoso”; pero “a partir de entonces, el crecimiento de la red ferroviaria en la Argentina, considerado como iniciativa privada ha entrado en la misma penumbra que caracteriza su desarrollo en casi todo el resto del mundo; el progreso de nuestra red a partir de la Primera Guerra Mundial y particularmente desde el comienzo de la década de los treinta, ha estado exclusivamente a cargo de las líneas del Estado”.
Ni fomento ni inversión de capital inglés, ni nacional privado, el dinero fue del Estado (ver V. García Costa, “Los Ferrocarriles”).
El imperio inglés, según sus necesidades nos puso en país periférico productor - proveedor de materias primas, desplegó un abanico ferroviario con vértice en el puerto. Se llevaban la materia prima e introducían los productos elaborados de su industria. Se instalaron en frigoríficos, explotaron bancos, empresas de transporte, tranvías. La incipiente “industria” nacional fue asfixiada.
La “penumbra” del ingeniero Ortiz, era la sombra del imperialismo norteamericano. Ya vendrían el plan Larkin del Banco Mundial y el Fondo Especial de las Naciones Unidas.
La consigna sería: ¡beneficiar el transporte automotor, corte y erosión para los rieles!
Menem convirtió al árbol de fierro de los ferrocarriles en un pequeño muñón, un agujero capitalino por donde se van dineros del país, que ya no tiene ferrocarril.
El presidente Kirchner no ha mencionado nunca la intención de reestatizar ferrocarriles; pero en el texto denominado “Plan de gobierno” dice: “Pese a que la privatización tuvo como uno de sus objetivos aliviar al estado de ciertas cargas y riesgos, no cabe duda que las consecuencias de esta situación han vuelto a colocarlo en situación de actor preponderante, con los riesgos que ello implica, ya que de no ser así las compañías se verán en situación de quebranto, y el estado indefenso para salir en auxilio, para lograr mantener esos servicios(...)El Estado debe asegurar una infraestructura que recorra todo el país manteniendo su unidad como condición indelegable”, y elegir la tecnología que incorporará a su patrimonio “con el objetivo de la adecuada participación de la industria Argentina y su óptima complementación dentro del Mercosur”; designa además “potencialidad del Estado como motor del desarrollo tecnológico e industrial del país” (ver Juan Carlos Cena, “El Ferrocidio”).
El plan expresa la voluntad de “reconstruir el estado con fuerza de ley” creando un organismo de control global del patrimonio. Estamos a la espera.
Todavía se pagan subsidios y se han comprado vagones en deshuso en España y Portugal.
Consideramos que los ferrocarriles deben ser estatales; de todos modos, el “plan”, de ser ejecutado, es un avance. Pero creemos que es un error considerar al ferrocarril como “lo que está”, no como parte fundamental de un sistema integral de transporte, industria y comunicación a reconstruir, y coherente con la proyección del país al MERCOSUR.
En algunas de sus mejores intervenciones, el presidente Kirchner ha dicho que el suelo argentino es rico en petróleo y gas, pero que esa riqueza no nos pertenece; podríamos agregar comunicación, energía eléctrica, el transporte a sus palabras interrogantes.
Esteban Echeverría decía: “La riqueza, o la industria que la produce, debe seguir leyes especiales en cada sociedad y estar subordinada en su desarrollo a las influencias locales, a las costumbres a la organización social de cada pueblo”.
A doscientos años de la Revolución de Mayo seguimos teniendo un país de fragmentos, que no logra unidad para salir de la dependencia. Ahora existe esa oportunidad y una tenue esperanza de lograr hacerlo, no podemos dejarla pasar.
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