Un delicado recuerdo de Julio Cortázar trazado por el poeta Alberto Szpunberg, deja a la vista la gran humanidad del escritor que adhirió fervorosamente a las revolcuiones latinoamericanas.
La memoria hace suyo el juego que Cortázar propone al lector de Rayuela: renovada lectora de sí y del otro que siempre nos habita, la memoria sigue libremente diversos itinerarios y acomoda los recuerdos de distinta manera para recorrerse a sí misma y descubrirse siempre igual y siempre otra. Ese es el “amor más allá de la muerte”. La lectura que hace la memoria de sí es también un renovado descubrimiento del otro. Por eso, siempre es diálogo: a veces, muy íntimo; a veces, multitudinario, aunque, en realidad, siempre íntimo y multitudinario a la vez.
¿Qué se hizo de Cortázar –me pregunto– en medio de estos derroteros de la memoria? Acaso un profundo extrañamiento, cada vez más fuerte, que me agarra cuando algo importante ocurre de pronto: como hoy, en el subte, un chico que vendía estampitas de la Desatanudos, al que le saqué la lengua y se sonrió... ¿A quién contarle, con quién comentar los grandes acontecimientos de la historia? Ahora mismo, por ejemplo, me sentaría con Cortázar en un café, en la mesa de la ventana, y lo pondría al tanto:
-¿Sabés, Julio?, hoy en el subte, había un chico… Le saqué las lengua y se sonrió... ¿Vos no sos devoto de la Desatanudos?
Conocí a Cortázar en la Agencia Nueva Nicaragua, en París, donde yo trabajaba: un día tocó el timbre, le abrí la puerta y nos quedamos charlando horas. En la charla, Nicaragua era ese chico, el de hoy en el subte... A la nochecita, al irse, Cortázar se llevó las manos a la cabeza y me preguntó: “¿Para qué era que había venido? Ah, claro, ya me acuerdo: es que pasaba por casualidad...”
Ahí nomás le conté a Cortázar que mi historia con él también había empezado por casualidad. Me acababa de comprar Los premios, en El Ateneo de Florida, iba para casa y entré en el London, Perú y Avenida de Mayo, y me puse a leer y ahí descubrí que, sin saberlo, por pura casualidad, me encontraba en el mismo café que frecuentaban los personajes de su novela.
Cortázar se rió: “¡Fijate, che, qué casualidad! Yo también conocí a mis personajes del London en el London…”
Entonces, le conté que no era broma: un día, en el mismo London, yo entré y, también casualmente, encontré a un compañero que hacía tiempo que no veía y le dije: “¡Flaco, qué casualidad!”. Y el Flaco se puso de pie, no para saludarme, sino para citar a Hegel: “La casualidad no es ausencia de causalidad, sino de una causalidad inmediata”. Cortázar se impresionó: “¿Hegel? –me dijo– Eso sí que yo ni por casualidad…”.
Ni por casualidad le conté a Cortázar que el Flaco ya no está. ¿Para qué si todas esas cosas Cortázar las sabía? Por eso, la memoria sigue libre sus asombrosos caminos, como ahora, casualmente. Y también por eso, por ser el otro de nuestra memoria, no hay, nunca habrá una causalidad inmediata para recordar a Cortázar, como tampoco al Flaco, excepto ese chico, sí, ese chico, el de la Desatanudos, al que hoy le saqué la lengua y se sonrió... Es que no hay otro “amor más allá de la muerte”...
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