En ciertos lugares de Buenos Aires algunos niños de padres felices nacen ya bronceados, del mismo modo que en Florencio Varela la mayoría de los hijos vienen al mundo ya tatuados con serpientes o rostros del Che en actitud desafiante: “Me han quitado el don de ofrecerme. Si lo hago, ofrezco la muerte”.
Una nena de 13 años murió el martes 7 de marzo en la localidad correntina de Goya, como consecuencia de un estado de desnutrición de grado cuatro, anunciando como hoja seca suspendida en el aire los faustos del otoño dorado. La madre se fue del Hospital, quizás para hundirse como semilla de dolor entre los surcos de la tierra en la zona rural o para soñar desesperadamente con llanuras verdes y ver subir y bajar el horizonte -como escribe Rulfo- con el viento que mueve las espigas o “con la lluvia de triples rizos”. O tal vez con el color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. La noticia duró un instante no hay nombre de niña ni familia para nombrar.
Pero “vendrá la muerte y tendrá tus ojos” -escribe Pavese- esta muerte que nos acompaña ”insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un absurdo defecto”.
Así como para la dictadura militar de 1976 el dilema fue qué hacer con los cuerpos -esos cuerpos en los que el poder había estampado su testamento de horrores- para la democracia excluyente de estos tiempos, la cuestión es qué hacer con estos niños envejecidos en el horror de otra pesadilla y con nuestras conciencias no quebradas, con esta piel de los que vivimos y sentimos el dolor -aquí- en el espacio vacante de los abrazos rotos donde nuestros compañeros del 70 no acabaron de vivir.
# Agencia Pelota de Trapo (Argetnina)
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