Con la intensidad de la tormenta y la fuerza del rayo, se descargaron sobre amplios sectores de la opinión pública las denuncias que evidencian el terrorismo de Estado que domina a los colombianos: control del paramilitarismo sobre la policía política (DAS) y sus crímenes de Estado –con sindicalistas y dirigentes sociales como principales víctimas–; corrupción en la repartición de tierras a través del Incóder para favorecer a paramilitares; fraude electoral en las elecciones del 2002. Al tratar de explicar el Presidente algunos de los sucesos en cuestión, se desnudó la intimidación que el gobierno de Uribe Vélez ejerce sobre los grandes medios. Sin duda, el mejor estilo Fujimori hace carne en Colombia.
El resplandor desprendido de la descarga eléctrica es intenso. Algunos quedaron deslumbrados, lo que les impide reconocer que ‘su’ Presidente es el motor de una gestión cruzada por un profundo autoritarismo. Pero para otros –que lograron tapar sus ojos oportunamente e impedir el destello de la descarga, entre ellos importantes agencias de la comunidad internacional–, lo denunciado no es menos de lo supuesto y de lo esperado, toda vez que durante estos años de gobierno se consumó un contubernio entre lo legal y lo ilegal, entre lo civil y lo armado, entre la política y la mafia, resumido todo en lo que se ha denominado parainstitucionalización de Colombia.
Con la intensidad del vapor que se eleva en los días calurosos, desde meses y años atrás se comentaban en corrillos los desmanes del DAS, el poder del paramilitarismo en la Fiscalía, las conspiraciones contra destacados líderes de las regiones y nacionales, como las denunciadas por Gustavo Petro y Wilson Borja en reiteradas ocasiones. No sin sospechas se recibieron las acciones encubiertas contra el Presidente de Venezuela por parte de grupos paramilitares y el asesinato mismo del fiscal de aquel país, Danilo Anderson.
El silencio de los grandes medios o el resplandor que les impedía ver con claridad lo que estaba sucediendo permitió que el interrogante desprendido de los múltiples hechos acaecidos en el país (como los supuestos atentados contra el Presidente, inspirados desde el DAS) no fuera constante, demandando de las autoridades pertinentes una claridad total sobre cada uno de ellos. Así, cuando mucho, los sucesos que ahora se conocen con toda fuerza son presentados como el fruto de las maniobras de unos grupos aislados del poder.
La importancia de las denuncias formuladas por Rafael García radica en que ahora se coloca al Presidente en persona en el centro del debate. ¿Cómo pudo producirse este conjunto de desmanes, manifestaciones de un claro autoritarismo de Estado que se sitúa en las fronteras de la dictadura, sin que nadie se percatara a tiempo? ¿habrá sucedido todo esto como el elefante a espaldas del ex presidente Samper?
El “deber ser” de los candidatos
Sin embargo, lo único grave no son las denuncias en curso. También lo son los fracasos sin balances en limpio. Porque de fracasos se habla en el extranjero, en donde Uribe no quiere ponerle la cara a ninguna entrevista. No ha podido con las drogas ilícitas, el proceso con los paramilitares es un enredo bochornoso, su “operación patriota” en el Putumayo es un fiasco, y el TLC no sólo sepulta a la Comunidad Andina de Naciones sino que asimismo le abre grietas al futuro económico de Colombia.
“Trabajar y trabajar” es para Uribe moverse sin reflexionar. Es ser testarudo y empeñoso en sus quereres, como cualquier dictador de pacotilla. Ese es el gran peligro del aval que le prestan los que no ven –porque están deslumbrados– por efecto de “los noticieros (que) se han vuelto demasiado institucionales”, como diría Patricia Janiot, la entrevistadora de CNN a los candidatos, Uribe ausente. Lo que conlleva el peligro de terminar apoyando, con disimulo o sin disimulo, un autoritarismo irresponsable que se va tornando en una indeseable dictadura civil.
Las elecciones son el punto crucial para que este riesgo no se consuma. Y es necesario decirlo: a quienes cabe la responsabilidad de que Colombia cambie es a los candidatos de la oposición y sus campañas. El gran reto de los candidatos es no dejarse enceguecer por la intensa luz del crucial alboroto. Aquéllos deben esforzarse por poner en marcha acciones de campaña conjuntas que evidencien ante todo el país la dualidad a la cual se enfrenta el pueblo en estas elecciones: democracia vs. dictadura. Renovación o continuidad. Les corresponde sin duda, como aún no lo han hecho, actuar con mensajes claros, imágenes y programas que demuestren que remover arbitrariedades personificadas y fracasos repetidos, además de saludable, es inaplazable. La marcha del Primero de Mayo puede ser la ocasión para que se presenten de manera unitaria y con un solo mensaje a los colombianos.
No es para menos. Sin duda alguna, un gobierno como el que tenemos, sumido en fracasos que no confiesa y el asomo de un inocultable terrorismo de Estado, de ser reelegido tendrá que acudir a formas cada vez más abiertas de arbitrariedad y demagogia para acallar una oposición creciente. El cierre del Congreso –como lo propuso hace años–, meterle más autocensura sutil o abierta a los grandes medios, militarizar lo que le venga en gana, perseguir sindicatos y asociaciones civiles y, en fin, operar con mayor disimulo las listas de líderes por desaparecer. Todo esto, dándoles contentillo económico a los intereses de los Estados Unidos para conseguir su apoyo político. Esta es materia cocinada en muchas experiencias latinoamericanas.
Las campañas tienen el reto de enseñarle al electorado esta peligrosa opción. Hay que indicarle que no podemos continuar cargando ni con el narco ni con una guerra interna que ya suma 58 años, con recetas fracasadas para superarlos. Cerrar las heridas dejadas por estos hechos es una de las más urgentes necesidades que tenemos los colombianos. Y para que así sea hay que levantar un proyecto de país maduro y oxigenado, donde se puedan instalar procesos de negociaciones serios –sin la dilación ni el chamboneo del gobierno Pastrana.
Por fortuna, el país cuenta con un contingente de movimientos sociales de probada dignidad y embriones políticos –históricos–, síntesis de las fuerzas vivas del país, capaces de cerrar la brecha creciente entre campo y ciudad, para que refundemos la nación sobre bases de justicia, soberanía y libertad.
Los vientos del sur soplan hacia una izquierda propositiva, remozada, con proyecto histórico. Esta importante realidad estimula el deseo de no quedar como los sicarios del sur, al servicio del poder del Norte.
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