Sábado por la mañana. El sol cegaba mis ojos. Una mañana perfecta pensaba yo, hasta que me dio por bajarme los pocos pelos que me crecen en la cabeza, y pedir una cita en la peluquería del barrio más cercano, la cual es muy popular por sus bajos precios y por la atención que allí prodigan.
Miro mi bici, le reviso todas las partes que podrían ocasionarme el quiebre de la crisma si alguna de ellas falla en estas atiborradas calles de Medellín y salgo con mis oscuras gafas y mi gorro azul, el cual es de nacionalidad costeña. Me disfrazo regiamente pretendiendo que ese sol mañanero no fuera a ser el causante de quemaduras innecesarias en mi piel por eso del agujero de la capa de ozono que tanto ha calado en mí como profesor de materias técnicas en la universidad. Enseño, efectivamente, que los aerosoles, los refrigerantes y otro centenar de productos de esta sociedad de consumo han dado al traste con la defensa de nuestra piel y nuestros ojos, por esa radiación ultravioleta que deja pasar el famoso hueco del que todos hablan hasta en los programas culinarios y por el que nadie hace nada. En fin, salí con los audífonos puestos, escuchando canciones de la prosapia latinoamericana y me dirigí a mi tradicional peluquería, con los tres mil pesos en el bolsillo.
El primer síntoma de que iba a suceder algo inesperado esa mañana, fue el encuentro con un tremendo derrame de pestilentes aguas negras en las calles aledañas al negocio. Por un momento me sentí en Barranquilla: tremendo sol, tremendo olor y tremendo desorden. No le puse mucha atención a ese incidente aunque me dejó un tanto preocupado ese hedor que se le agregó a mi bici.
Arribé al negocio, me quité las gafas deportivas, me bajé de gorra y le eché el respectivo candado a las llantas para evitarles a los cacos cualquier tentación non sancta. Saqué muy pausadamente mi pañuelo, me sequé el sudor que me mortificaba y pregunté por don Jairo, el dueño de la peluquería, señor muy respetable y que siempre me ha atendido muy bien, pero con tan mala suerte que se disponía a peluquear a otro cliente. A todas estas apareció una graciosa joven, de unos treinta y cinco años, un poco pasada de kilos y con una cara simpática. Ya la conocía, sólo que nunca antes me había hecho el trabajo de bajarme la mota.
En vista de que don Jairo estaba a mi lado haciendo su labor respectiva, le comenté del caso del DAS y de la terrible situación que ello representaba para el país, y me respondió que sí, que ese escándalo mostraba de lejos la convivencia del régimen de Uribe con el paramilitarismo. Don Jairo se distingue por ser una persona democrática, tanto, que en pasadas peluqueadas habíamos hablado del oro y del moro, en eso de la política, sin que nuestra sangre haya ebullido. Me fui animando y hablé del TLC, de la privatización de la educación y de la salud, es decir, consideré pertinente sacar los diablos de la tristeza que genera este país venido a menos por el régimen uribista, y hablar de Gaviria como una perfecta alternativa a ese oscuro poder.
Un cliente, costeño para más señas, oyendo lo que estábamos hablando, a viva voz, dijo:
–Viste Gloria, y tú tan uribista que eres.
Gloria era mi peluquera y yo no sabía que era una furibunda seguidora del jefe de la Casa de Nariño. Me asusté un tanto porque estaba en la fase final de mi corte de cabello.
– ¿Y eso qué? –contestó con evidente ira–. Llueva o truene, Uribe ganará las elecciones.
–Depende. Si el pueblo reacciona ante tamaño adefesio de gobierno, lo derrotaremos– dije yo, pero con la debida mirada puesta en las afiladas tijeras que estaba usando en mi cabeza.
–Gústele al que le guste, y así no le guste a nadie, a Uribe lo subimos. ¿Ustedes es que no oyen la radio, no han oído hablar de las encuestas? –nos lo dijo con sus ojos puestos en mi cabeza y con un raro brillo en ellos.
– ¿Así sea tumbando helicópteros? –le pregunté yo, casi con tono de gatito, es decir, no muy alto para que no se asustara mucho puesto que me estaba puliendo el corte en la parte posterior del cuello, que para entonces lo hacía con una barbera muy afilada.
–Lo que sea. Uribe se tiene que sacar las piedras del zapato, puesto que esas malditas estorban mucho para caminar–rezongó con un casi aullido, mientras manoteaba temblorosamente la barbera.
A estas horas, don Jairo me miraba con un cierto dejo de tristeza, el costeño había enmudecido hacía dos minutos y yo me estaba echando un vistazo en el espejo para estar seguro de que no me faltara nada. Alcancé a pasar mi mano por la cabeza y palpé, con un cierto respiro de tranquilidad, las dos orejas. ¡Estaba completo!
La peluquera, con esa rara espuma en la boca que identifica a los uribundos cuando están molestos por cualquier debate, me invitó a pasar a la siguiente operación, o sea a la lavada del cabello, la cual se realiza en la pieza adyacente a donde se hace el corte. Mi corazón se agitó, creí desmayarme pues me imaginé que allí me estaban esperando con una motosierra para pulirme el motilado. Le agradecí sinceramente, le pasé una servilleta para que se limpiara esa espuma que ya le estaba cayendo al piso, pagué y salí montado en mi bicicleta con un raro temblor en mis piernas. Creo que no me despedí de don Jairo pero sí recuerdo que pedí clemencia y perdón para las vidas de todos los que en este país pensamos en contravía del régimen uribista.
Les confieso que salí mirando para atrás, esperando que no me siguieran, de pronto, unos cuantos despistados, de esos que andan regados como vigilantes, antiguos “paras” y a los cuales todo les huele a guerrilla. Llegué sano y salvo y de nuevo me revisé minuciosamente la cabeza y pude observar un pequeño agujero sin cabello, un trasquile no muy estético que digamos pero, mis amigos, estoy bien de salud y para terminar no temo contarles que quedé un tanto azarado con aquel bello rostro que habló de barrer a quien le estorbe al presidente que acabó con la guerrilla y que puso a viajar al pueblo todos los domingos por las militarizadas carreteras, según sus propias palabras.
Buscaré otra peluquería, ese es mi próximo objetivo de supervivencia en estos aciagos días.
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