Dicen los mal pensados que Federico Nietzsche terminó de volverse loco cuando dijo "Nazareno, te he vencido". Como no podía vivir sin religión, se acercó al budismo y al mito del "eterno retorno" y la historia cíclica.
En Chile el retorno es permanente: en pocos días hemos vuelto a las luchas entre clericales y laicos, tal como a comienzos del siglo XX. Un alcalde boxeador, medio atontado por los golpes recibidos otrora, dice que Ricardo Lagos y Michelle Bachelet son la encarnación del demonio: sólo falta que reviva el famoso Puelma -que se hacía llamar “el enemigo personal de Dios”-, o el pope Julio Elizalde, que predicaba contra los curas pedófilos.
Sólo en Chile los millonarios se golpean el pecho frente al miserable pescador de Galilea. Sólo en Chile se puede espantar a los inexistentes humanistas cristianos con el hecho de que Michelle sea agnóstica y separada. No me extraña que el descriteriado del Papa -como le dice mi madre de 90 años vividos como una auténtica liberal- ande preocupado de los matrimonios homosexuales o de los orgasmos femeninos, cuando hay tantos temas importantes planteados por el Nazareno en su época. Tampoco que calumnie a la pobre Magdalena, apóstol de Cristo, acusándola de prostituta. ¿Acaso Jesús se dedicó sólo a lanzarle piedras a las mujeres adúlteras?
En el “eterno retorno” nos encontramos, de nuevo en 1913, cuando, al igual que hoy, los senadores y diputados eran vitalicios. En el pasado se repartían los cargos en el Club de la Unión; hoy, en la tenebrosa Casa de Piedra. Ayer, como hoy, todos jugaban a la Bolsa y siempre ganaban. La educación era la misma mierda que hoy, a diferencia de que los profesores eran hombres brillantes y respetados, como Valentín Letelier, Alejandro Venegas, Enrique Molina, Diego Barros Arana, entre otros. El Estado educaba, era el Estado docente, y los niños beatos estudiaban en colegios privados, entre ellos los de los padres franceses y de los jesuitas, continuaban en la Católica y, los más revoltosos, terminaban de diputados conservadores. Los laicos estudiaban en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile y cuando salían profesionales, militaban en los partidos Radical y Liberal.
Aunque parezca anticuado, las clases sociales existen y existirán antes y después del barbudo Marx. No se puede hablar de feminismo sin entender que las mujeres pertenecen a distintas clases sociales: hay un feminismo aristocrático, oligárquico, de las capas medias y de las pobres, tanto del campo y la ciudad. Las señoras aristocráticas no sacaban la caca de las guaguas, ni daban de mamar. Lucían sus brillantes trajes en el Teatro Municipal y en el Club Hípico, hacían el amor sólo para tener hijos y, todas las tardes, con empleadas incluidas, rezaban el rosario.
Había algunas rebeldes, como Inés Echeverría de Larraín, que admiraba a los mediócratas Arturo Alessandri Palma y al pavo real Pilo Yáñez. No faltaban las mujeres fatales, como Teresa Wills Montt, que le puso el gorro a su marido, Gustavo Balmaceda, con su primo, el dandy chileno Vicho Balmaceda. Después de estar encerrada en un convento por pecadora, se escapó a Buenos Aires con el poeta Vicente Huidobro. Ya en París quedó choqueada ante el suicidio de uno de sus amantes y completamente drogada apostó por el suicidio.
Había mujeres de clase alta más serias, como Ernestina Pérez y Eloísa Díaz, que se atrevieron a estudiar medicina soportando bromas de los machistas compañeros que, en clase de anatomía, les mostraban el miembro viril de los muertos.
Aparece Belén de Sárraga
Las mujeres proletarias tenían una vida muy distinta: eran, en su mayoría, empleadas domésticas, prostitutas, parejas de mineros, gañanes o cuatreros; otras eran cobradoras de tranvía, en ese tiempo arrastrados por caballos; los jóvenes aristocráticos se solazaban mirándole las piernas. En el enclave salitrero la mujer acompañaba al minero alimentando gallinas y otros animales domésticos. Cada día un obrero caía al ardiente cachucho y la mujer quedaba viuda, con varios hijos guachos y sin ninguna protección. Y había también comerciantes y pequeñas empresarias.
En 1913, Belén de Sárraga, una anarquista española nacida en Puerto Rico, fue invitada a Chile por el apóstol del proletariado, Luis Emilio Recabarren. Los hombres se volvían locos por su inteligencia y belleza. Escritores ácratas como José Santos González Vera y Manuel Rojas dan testimonio de la lucidez y brillantez de sus conferencias. Tanto entusiasmo despertó Belén que los hombres arrastraron su carro, reemplazando a los caballos, como un homenaje de admiración que se había realizado una sola vez en Chile, en 1890, para la visita de Sara Bernhardt. Y no faltó el exaltado que gritó, en plena charla ¡viva el comunismo anárquico! Luis Emilio Recabarren invitó a Belén a visitar Iquique y las minas de salitre de Negreiros. A raíz de esta visita, las mujeres de los trabajadores decidieron fundar los clubes de librepensadoras Belén de Sárraga.
¿Por qué Belén provocaba tanto odio entre los conservadores y los curas? Primero, porque era divorciada, anticlerical, anarquista y liberada: los pacatos no podían soportar a una mujer inteligente que propiciara el amor libre. Los católicos, decía Belén, siempre han despreciado a la mujer. “La mujer es el puente del infierno”, decía San Ambrosio; “la mujer desciende del rabo inquieto de una mona”, sostenía el padre Coloma en su libro Pequeñeces. Para Belén, la mujer es el coto de caza de los curas, es usada por ellos en la confesión para conseguir votos y apoyo para los conservadores; la mujer es la infantería del ejército jesuita; hay mujeres que tienen una fe auténtica y otras que usan la caridad para lucirse delante de los demás. La mujer debe liberarse del yugo de la Iglesia y del marido. Como usted ve, querido lector, la historia siempre se repite.
Escándalos de curas
En 1913 explotó en Santiago un escándalo en un colegio regentado por los curas jacintos, que gustaban manosear a los infantes. Al menos esta vez el Poder Judicial tomó cartas en el asunto y expulsó a los pedófilos. Nada muy distinto al cura Tato, a los implicados en el Pequeño Cottolengo de Rancagua, a los degenerados obispos de Boston o a los curitas de Brasil que, además de gustarle los niños, tenían una verdadera inclinación por el dios dinero. Denuncia Belén que los curas salesianos explotaban a los niños huérfanos en la malhadada Isla Dawson, vendiendo a buen precio el trabajo esclavo de los muchachos.
Los jesuitas eran más hábiles: trataban de amoldar el catolicismo al mundo moderno, conocían la encíclica Rerum Novarum (De las cosas nuevas) y animaban las organizaciones sociales católicas, como los Josefinos y, en un comienzo, la Foch (Federación Obrera de Chile), fundada por el conservador Marín.
Belén volvió en 1915 a Chile, pero su recepción no fue tan apoteósica como la primera vez: Chile estaba gobernado por el macuquero e inmoral Juan Luis Sanfuentes, especulador de la Bolsa y traidor al balmacedismo. Las luchas anticlericales habían pasado de moda. Posteriormente, comienzan a desvanecerse las trazas de nuestra Belén de Sárraga.
Gracias a la capacidad investigativa de mi amigo Jorge Vergara, pudimos difundir un artículo del diario El Tarapacá que da cuenta de la muerte solitaria de Belén, después de haber vivido exiliada por el asesino cruzado-cristiano Francisco Franco. Belén había compartido el destino de los ácratas barceloneses. Tengo que reconocer el aporte del historiador Luis Vitale, de María Angélica Illanes y de Gabriel Salazar en el rescate de la memoria popular, quienes me motivaron a interesarme en esta gran pensadora feminista y libertaria.
El feminismo de clase alta y media es, lamentablemente, más conocido que el de las pobres del campo y la ciudad, porque, obviamente, las primeras tienen la ventaja de poseer el monopolio de la educación y del mundo editorial. Inés Echeverría Larraín fue famosa por escribir libros, luego censurados por la Iglesia. Doña Inés era una feminista un tanto fanática: un día mi abuelo, Rafael Luis Gumucio, acompañado por mi padre, el entonces niño Rafael Agustín, discutía acaloradamente con Iris -seudónimo de doña Inés-, y
sin que mediara ninguna provocación Inés Echeverría le dio un bastonazo al niño, diciéndole: “Para que aprenda a respetar a las mujeres”.
En los años 30, su hija Rebeca fue asesinada por su marido, el “señor” Roberto Barceló, quien pertenecía a las fascistas milicias republicanas; gracias a la acuciosidad del juez Rivas, Barceló fue el primer aristócrata que enfrentó el pelotón de fusilamiento por un delito común.
La Iglesia disponía de muchos recursos para mantener su dominio sobre las mujeres: por ejemplo, editaba un diario católico, El Chileno, algo similar a La Cuarta, que contenía novelas en series, en las cuales se enamoraba la enfermera del doctor, estilo Corín Tellado. Esta publicación era llamada el “diario de las cocineras”; sin embargo, fue uno de los diarios que en 1907 se atrevió a denunciar la matanza de Santa María de Iquique. Las damas aristocráticas fundaron también clubes de señoras y clubes de lectoras, donde leían por primera vez a Víctor Hugo, Emilio Zola y Pierre Loti. Y no faltó la dama un poco más audaz que leía a Gustavo Flaubert, que narra los adulterios de la famosa madame de Bovary, incluida en el Index, libros prohibidos por la Iglesia.
La conquista del voto femenino
Posteriormente, el movimiento feminista se organiza en el Memch, dirigido por Elena Caffarena. Se centra en la lucha por el sufragio femenino, logrando el derecho a voto para las mujeres en las elecciones municipales de 1936, y para las de presidente, diputados y senadores en 1948, cuando el sambero presidente Gabriel González Videla perseguía a los comunistas.
En la primera elección presidencial las mujeres se inclinaron por el padre castigador, el general Carlos Ibáñez quien, a los 80 años, estaba más gagá que el asesino y ladrón Daniel López Pinochet. La senadora María de la Cruz era la líder femenina del ibañismo y quería ser la versión mapochina de Evita Perón, pero los padres conscriptos que la odiaban descubrieron que estaba involucrada en un contrabando y consiguieron su desafuero, haciéndola desaparecer de la política.
Cada partido político tenía un departamento femenino. No se sabía mucho para qué servía: ¿Para hacer cocteles? ¿Para visitar a las mujeres pobladoras? ¿Ser una especie de asistencia social? ¿Cuidar a los mocosos de los líderes? Por ejemplo, en la Falange la líder femenina era Graciela Lacoste; en el Partido Comunista eran mujeres proletarias; en el Partido Socialista las líderes eran María Elena Carrera y Carmen Lazo. En todos los casos, las líderes eran minoritarias y dominadas por el mundo masculino.
Después, la mayoría de las mujeres siguió votando por la derecha: primero por un papá avaro y rico empresario, el derechista Jorge Alessandri; después, por un papá narigón y de misa diaria, Eduardo Frei Montalva. Y remataron con el padre cruel y castigador, Daniel López Pinochet. En la democracia recuperada, las mujeres siguieron votando por la Democracia Cristiana: el papá sonriente, un tanto falsete, Patricio Aylwin y el monosilábico “Lázaro” Frei.
Posteriormente, vino el normativo profesor Lagos.
De repente, aburridos los chilenos de tanto papá empezaron a buscar a la mamá: Michelle Bachelet era la perfecta mamá chilena, una especie de Virgen del Carmen, sonriente, carismática, cercana, auténtica, abierta, comprensiva, médica pediatra, cualidades que embobaban no sólo a las mujeres, sino también a los machos tristes chilenos. Ese fue el secreto del 60 por ciento de apoyo en las encuestas. Pero el aflautado macho político chileno no puede soportar mucho tiempo la hegemonía de sus hembras. Como las conoce, sabe muy bien que entre ellas se odian tiernamente. De las brujas Lily Pérez, Evelyn Matthei y la Jacqui salieron, como dardos, palabras insultantes: “Es una gorda, de pocas ideas, no da el ancho para presidente de la República, es simpática, pero tontuela...”. La pobre Michelle comenzó a perder confianza en sí misma y sus asesores comunicacionales se aprovecharon para esconderla en Tunquén; los teóricos de la no comunicación se negaron a que Michelle participara en debates y, finalmente, los diputados y senadores de la Concertación sacaron más votos que la candidata presidencial.
El feminismo de las seguidoras de Michelle no tiene nada que ver con el espíritu libertario de Belén de Sárraga. Por desgracia, sólo quedan sus recuerdos y cenizas.
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