En el mundo globalizado cada ocasión de cambio de la gente porta un drama no siempre explícito: niños y adolescentes ajenos a los planes de los mayores.
Una treintena de jóvenes, asociados en el proyecto Escritores Públicos para la Integración Regional de América Latina (Espiral), está próximo a publicar un libro de sesenta relatos de vida de gente común y corriente que vive y lucha en América Latina con un solo propósito: no desaparecer en una sociedad sumergida en la atmósfera letal de la competencia y la globalización de la economía. Espiral apareció en 2004 como un proyecto apoyado por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) y la empresa consultora franco-chilena Almedio, con apoyo financiero y acompañamiento de la fundación franco-suiza Charles Léopold Mayer para el Progreso Humano (FPH). Los recolectores de las narraciones son estudiantes de entre 20 y 30 años de edad, de universidades públicas y privadas y de carreras como periodismo, ingeniería civil, sociología, ciencia política, antropología, comunicaciones, economía, estudios latinoamericanos, administración pública, relaciones internacionales, comercio e historia.
Según los editores, “En su primer año de existencia (2005-2006) el trabajo de Espiral ha consistido en sistematizar y difundir información a través de la recolección de experiencias humanas de cada país, caso por caso. Ante la inmensa cantidad de temas susceptibles de ser abordados, iniciamos la elaboración de tres diagnósticos nacionales en México, Chile y Colombia. De ellos surgieron muchas coincidencias a la hora de identificar una serie de problemas: pobreza, desempleo, desigualdad, narcotráfico, corrupción, degradación ambiental, debilidad del Estado de derecho, etc.(…) El análisis nos dejó como resultado visible el gran vacío analítico de los “expertos latinoamericanistas” en temas de vital importancia, como la identidad y la cultura y su relación con el fenómeno fronterizo y migratorio del continente (...) Por tal razón, nos propusimos identificar un número significativo de casos y experiencias sobre las transformaciones que están ocurriendo en estos temas. Con ello pretendemos ayudar a entender de qué manera la gente del continente afronta los retos de integrarse a pesar de las dificultades que derivan del modelo de desarrollo inhumano imperante (…) nos planteamos responder a dos interrogantes íntimamente relacionadas entre sí y que nos parecían fundamentales para aproximarnos de manera más sistemática a lo observado en nuestros tres países: ¿cómo afecta el fenómeno migratorio la percepción de lo latinoamericano? y ¿qué está pasando con la cultura y la identidad de la gente?”.
Los relatos de vidas y luchas recogen asuntos tan diversos como las autonomías indígenas, la mundialización de los parajes naturales, el impacto cultural de las semillas transgénicas, la recaptura de las técnicas artesanales perdidas, las nuevas alianzas editoriales para escapar del anonimato, la construcción colectiva de viviendas para pobres, la defensa de los nevados y las fuentes de agua, el sincretismo de lo sagrado y lo profano en los mercados populares, la lucha contra la invasión de McDonald’s en la vida urbana latinoamericana, la cooperación latinoamericana para rescatar las rutas históricas aborígenes, la historia sangrienta de los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, la experiencia de los comerciantes informales foráneos, la vida en las fronteras colombianas con Brasil y Perú, la suerte de los Wayú en medio de la exclusión de Venezuela y Colombia, los trabajadores temporeros, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías en manos de jóvenes audaces, la narcocultura, las pequeñas empresas exportadoras de cine latino, la integración radial latinoamericana, la integración de los profesionales, la batalla latinoamericana por una Internet sin censura y para todos.
Algunos relatos traen a nuestra memoria la experiencia de las jóvenes adolescentes antioqueñas que en los primeros decenios del siglo pasado llegaban a Medellín e ingresaban a trabajar en Fabricato, y de cómo toda la familia quedaba pendiente de lo que su hija ganara en la gran fábrica. Esa fue como su escuela formal: aprendieron a alimentarse mejor, vestirse mejor, apreciar el valor de su trabajo y sus conocimientos, enriquecer su personalidad y ganar expresión ciudadana y libertad. Así se calificaron y se convirtieron en las trabajadoras textiles más importantes y desarrolladas del país. Hasta hace dos o tres décadas, no pocas familias proletarias tenían al padre en una gran empresa, y él gozaba de estabilidad e incluso abría espacio laboral a sus hijos, como constaba en no pocas convenciones colectivas de trabajo.
Hoy los jóvenes ya no tienen una fábrica o una oficina que los espere. Solo empleos esporádicos y míseros sueldos, o las barriadas del rebusque, la delincuencia y prostitución. Las fábricas y las fuentes directas de calificación de mano de obra se acabaron y todo empleo garantizado desapareció. Ya no hay competencia entre las empresas de cada país; cada intento de hacer empresa, micro, pequeña o mediana, encara el desafío de la eficacia y la eficiencia que impone la competencia internacional. Si no cumple las normas exigidas no puede jugar, y, según dicen las encuestas empresariales, entre el ochenta y el noventa por ciento de los intentos de crear núcleos de trabajo de pequeña escala desaparece del escenario después de un año de esfuerzos.
Las relaciones laborales se transformaron en relaciones de servicio y el trabajo asalariado se tornó tan invisible como el de las mujeres en el hogar, porque no tiene cabida en la sociedad productora de valores intercambiables. Así se ataca al núcleo vital de las expectativas de los trabajadores: crear sociedad de productores. Hoy, del río Bravo hacia el sur, da la impresión de que solo aparece un semáforo siempre en verde que dice: emigrar. Ese es el tipo de joven que aparece contando su historia en este libro.
Son en realidad tres tipos de jóvenes, y todos quieren cambiar su situación actual por otra mejor: los acosados por el desempleo, la persecución política y la carencia de servicios que migran de las pequeñas poblaciones a los centros urbanos más próximos; los que salen del hogar para mejorar de alguna manera su calificación laboral, educativa o artística y regresar a sus pueblos; los que, sin plan de vida futura, migran porque quieren vivir otras circunstancias, ajenas a su entorno familiar y social.
En América Latina formar familia de emigrantes se ha convertido ya en una forma de ser, de tener existencia social y de trabajar. Si las remesas valen más, también pesan más sobre la vida de la gente, que quiere carro y aparatos domésticos eléctricos más que cultura o educación. Es mejor ser rico que pobre, dijo un boxeador perdido en el mundo ciego de la mercancía.
En México, por ejemplo, las familias que ascienden socialmente gracias a las remesas del exterior no están pensando en términos de educación o cultura; apenas en los que dicta el modelo del consumismo incontrolado y letal. Lo más impactante de los relatos de emigración de población joven es que en ellos los viejos que se quedan siguen esperando inútilmente que exista una familia que ya está enterrada. Nadie piensa en revolución social o cree en partidos políticos o movimientos sociales y todos se atienen a la voluntad divina. “Lo que Dios disponga”.
Pero de uno y otro lado de las fronteras sigue imperando la valentía del trabajo, bajo cualquier condición y para cualquier género. El trabajo y el deseo de surgir en algo, que puede ser el arte o la riqueza personal. En esos relatos nadie quiere parecerse al artista, al intelectual, al científico o al dirigente popular. Solo se salva el sueño ineluctable de crear una familia y vivir en ella y para ella. Nadie quiere morir fuera de su patria. Ninguno habla una palabra de orden universal. Muy pocos parecen interesarse en una lucha política por un nuevo orden internacional. Todo se reduce a una preocupación local, enorme y pesada pero reducida a la felicidad personal de alcanzar el derecho de seguir respirando sobre la tierra dura.
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