La historia de los ferrocarriles era la crónica de la dependencia con Gran Bretaña y con sus socios menores, funcionarios estatales y empresarios locales que vendían las tierras y la suerte de los pueblos a muy bajo costo a cambio de un buen pasar individual. Eso lo demostró un gran intelectual argentino, Raúl Scalabrini Ortiz.
También demostró que el tendido de las vías férreas armaba una telaraña que convergía en la ciudad de Buenos Aires, succionando las fuerzas productivas del interior y concentrando casi todo en la ciudad puerto.
Sin embargo, el pueblo se las ingenió para hacer de aquellos ferrocarriles hechos a imagen y semejanza del imperio del siglo diecinueve, un puente existencial que ocupó para buscar algo mejor en las grandes urbes que de a poco se hicieron industriales.
Pero el sueño duró poco. La nacionalización de los ferrocarriles terminó en una entrega casi vergonzosa y las vías dejaron de llevar y traer esperanzas de vida mejor para convertirse en venas por donde se escapaba la riqueza del país y no había espacio para las familias.
Las vías, entonces, quedaron como símbolo de la nostalgia de lo que alguna vez pudo ser. Y en sus costados amanecieron los barrios forjados desde el corazón mismo de los empobrecidos. Sin ningún plan previo, mujeres, niñas, niños y hombres empezaron a transitar alrededor de los rieles que valían mucho más que ellos mismos. Simplemente porque el nuevo país que había privatizado los ferrocarriles desplazaba a la gente y transportaba riquezas que podía medirse, mientras que los excluidos no importaban en las contabilidades de fines de siglo veinte y principios del tercer milenio.
Vías muertas para la gente. Vías que podían producir la muerte de la gente.
Así fue que Víctor, de diez años; Iara, de once meses; y Mario Gelvez, de ocho años; murieron en las vías del ferrocarril San Martín.
Ellos crecían, como podían, en las villas levantadas entre Warnes y Jorge Newbery, en el Gran Buenos Aires.
Dicen las crónicas que “las madres del caserío viven atentas a cada uno de esos ruidos: saben que cuando se oye una bocina ronca, significa que todavía hay tiempo. Se asoman para comprobar que sus hijos no estén en las vías. Pero cuando es como de cuchillas, de los agudos alaridos de las ruedas, es que el tren tomó la curva sin dar aviso”.
Nadie se hace cargo de proteger a las familias que intentan vivir a los costados de las vías.
Porque sus vidas valen menos que las cargas que trasladan los trenes, máxima prioridad del país que mal vendió los ferrocarriles y que sigue intacta en estos primeros años del siglo veintiuno.
La villa está en terrenos que no son ni de la nación ni de la ciudad de Buenos Aires, no tienen valor para los Estados, solamente vale la mercadería que transportan los trenes.
Como sostienen los diarios, “la precariedad es doble: se levantan en terrenos que, si bien están en la ciudad, no pertenecen a ella y la policía y los funcionarios porteños reconocen no tener autoridad sobre esas personas. Es decir que sobreviven en tierra de nadie y en la órbita de nadie. Por si fuera poco, el gobierno porteño no las cuenta en su mapa de villas”, explican los periodistas.
Pero los culpables no son los trenes, sino aquellos que eligieron cuidar las cosas y despreciar la vida. Ellos son los culpables.
# Agencia APE (Argentina)
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