En las circunstancias actuales no hay nada que esperar de la literatura. La literatura es una mercancía como cualquier otra, sujeta al modo de producción, distribución y consumo impuesto por la industria capitalista, y dotada —desde los dispositivos de la Institución literaria— con ese “aura” de excelencia que tiene la función de un valor añadido dentro de los circuitos de intercambio.
A esta situación responde la bagatela conformista que hace furor en los últimos años (esa literatura insulsa, apática, escrita por buenos chicos, complaciente con todo y con todos: una literatura sin esperanza). Pero también desde aquí cabe abogar a partir de ahora no exactamente por una literatura del afuera, como por la escritura misma en tanto afuera de la literatura. Es decir: una escritura que la Institución literaria tenga que expulsar de sí, igual que el organismo expulsa un cuerpo extraño.
Lowry perseguía la iluminación
Proust, la rama dorada del tiempo.
Dostoievsky consumió su vida en la defensa militante de una quimera absurda a la que él denominaba “el Cristo ruso”...
El Grial que persiguen los escritores de hoy puede nombrarse con sólo dos palabras: fama y dinero. Su deseo es un deseo cutre, de tonadillera o de paleto; y da la medida exacta de la riqueza y la profundidad de su experiencia, como también —sobra decirlo— de su lamentable catadura moral.
Hoy la nómina de los escritores está compuesta mayoritariamente —y a partes iguales— por imbéciles y por canallas, sin que haya que excluir en absoluto que estas dos notas definitorias puedan darse a la vez en un mismo sujeto.
La literatura, en sus momentos más afortunados, era un campo de expresión y de conocimiento de lo humano, así como una exploración de sus posibilidades y de sus modos de experiencia inéditos. Para que esto pueda ser así, obviamente, resulta imprescindible que haya una sociedad que lo necesite y lo reclame… Y estaría de más recordar que el capitalismo de guerra funciona precisamente sobre el trasfondo de la represión sistemática y el “docto” desconocimiento de lo humano (consumados por el discurso de la ciencia y la invasión totalitaria de los dispositivos de la “comunicación”), como también sobre el cierre programado de cualquier horizonte de posibilidad, y el control y la monitorización crecientes de las formas de la experiencia. A fecha de hoy, pues, este panorama de pesadilla orweliana se traduce en un estado de narcosis generalizada (apuntalado sobre lo que la psiquiatría de Janet denominaba un “descenso del nivel mental”); con lo cual todo llamamiento a la responsabilidad y la transformación por parte de la conciencia artística no puede sino hundirse en ese territorio profundamente gelatinoso de la opacidad social. Esta sociedad, en suma, no es sólo que no necesite ni reclame el núcleo excesivo —pasional, crítico y/o utópico— que cierta literatura vehiculaba en el pasado, sino que se defiende positivamente de él, a través de la represión (en todos sus modos), la asimilación (cuando le es posible), la producción y difusión masiva de falsificaciones y sucedáneos, la indiferencia y el silencio.
El divorcio entre escritura y sensibilidad, escritura y experiencia, escritura y saber ha alcanzado tal grado de acuidad, que cuando los autores de hoy intentan escapar a la rúbrica del “entretenimiento” ponen en boca de sus narradores el tipo de sutilezas filosóficas que se puede leer/escuchar en los artículos de los dominicales, los programas de radio de medianoche, los magazines de divulgación científica o los telefilmes de corte dramático. Ahora bien: denunciar esto es perfectamente inútil, puesto que no se trata tanto de que la Institución literaria no lo sepa como de que no lo quiere saber, o —lo que es lo mismo— de que es precisamente la legitimación a gran escala de esta impostura lo que avala su status de privilegio en la trama de la dominación.
La estrategia más frecuente entre los intelectuales colaboracionistas consiste hoy en un mecanismo de defensa que Zizek, tras las huellas de Lacan, ha llamado “atenuación”. Se explica muy sencillamente: la atenuación se basa en constatar un hecho de la realidad, y acto seguido disociar esta misma constatación de cualquier posible consecuencia en el plano de la conducta práctica. Su fórmula sería: “Sé perfectamente que esto es así… (pero me sigo comportando del mismo modo que si no lo supiera en absoluto)”. Ni que decir tiene que no hay que apresurarse a asimilar la atenuación a las prolijas justificaciones del cobarde o al intrincado fariseísmo del trepa. La atenuación no se sitúa exactamente en el plano de la labilidad moral. Su dimensión propia es aún más profunda, pues con ella, con el acto de disociación que la funda —y en el que se evaden la culpa subjetiva y el displacer de la contradicción—, es el propio sujeto lo que resulta disociado, son en realidad áreas enteras de percepción y sensibilidad las que terminan secuestradas, devastadas, por esta forma tan contemporánea de la conciencia sierva.
Es la atenuación la que hace posible que en los últimos tiempos estemos escuchando a los escritores “de éxito” hablar contra la mercantilización de la literatura, o viendo cómo algunos escritores que se reclaman “de izquierdas” firman contratos —sin que se les mueva un músculo de la cara— con los más reputados “padrinos” del medio, o con las más voraces y destructoras multinacionales de la edición. Por efecto de la atenuación, la necesidad de ser consecuente se olvida, se forcluye; un corte, un hiato se desliza entre mi saber, por una parte, y mi coherencia y mi responsabilidad como sujeto por otra… con lo que quedo convertido —irremisiblemente— en rehén del Amo que desea por mí, en objeto entregado al deseo del Otro. Los traidores, los lacayos, los vendidos de siempre, son figuras casi entrañables puestos al lado de esta nueva inconsecuencia abismal, de esta denegación de todo efecto vinculado a lo Simbólico, de esta anulación/extinción de sí que tiene un pie hundido en el cinismo, y el otro pie en las puertas de la psicosis.
Eso que amo apasionadamente en la literatura (es decir: lo que en la práctica institucionalizada de la escritura aún conseguía sobrevivir —contra viento y marea— de la poesía y del mito), ni tiene modo de alojarse ya en los recientes productos editoriales, ni puede articularse —de no ser como estorbo y anomalía— con las nuevas condiciones de producción y reproducción de lo social.
La literatura nació con el ascenso de la burguesía y morirá con ella, ahogada en una misma espiral de agotamiento, banalidad, zafiedad, delirio narcisista, indecencia y mentira.
La poesía y el mito, en cambio, son —mucho más allá de lo que nombraría la palabra “actividades”— modos de lo humano.
La práctica consolidada por la burguesía del siglo XVII bajo el nombre de “Bellas Letras”, “Literatura”, etc., era ya una acomodación de la fecundidad poética y mítica (de la relación esencial de esta misma espontaneidad con el desbordamiento y el gasto) a las condiciones de producción intensiva, reglada, sometida a control, económica y acumulativa que el capitalismo en auge empezaba a proyectar sobre el conjunto de la existencia social. De ahí que a medio plazo comportara —bajo el nombre de “realismo”— la promoción al rango de paradigma de las formas de percepción y representación del mundo de los nuevos amos o, dicho de otra manera: una idealización de la sensibilidad que distingue a los funcionarios de abastos, los dentistas y los tenderos.
Esto hace que la muerte de la literatura —a la que estamos asistiendo en los últimos años— no sea sino el advenimiento final de un origen, la realización de una latencia; y tenga mucho menos de “traición” o “fracaso” que de consumación de un proyecto, a saber: el de la transformación de la poesía y el mito en un dispositivo de producción (asistido por las “técnicas” que le son propias), el de la expropiación de lo humano en cualquiera de sus formas de surgimiento, para su conversión en beneficio.
La literatura, pues, se realiza hoy abiertamente como una instancia más del beneficio (y se dedica a apuntalar con todos los recursos a su alcance la preeminencia mítica del capital); con lo cual es este mismo cumplimiento de su proyecto histórico —el advenimiento de su verdad última—, lo que vuelve a dejar en franquía su núcleo “traumático”, excesivo, a-histórico (aquello que en la obra literaria era siempre más y otra cosa que “literatura”)… a condición de que la poesía y el mito no intenten realojarse en los salones de una casa en ruinas, a condición de que acierten a dotarse, por si mismos, de nuevos territorios y nuevas vías de realización.
Fuente: Rebelión, 18-05-2007.
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