Si bien el telespectador actual pone cada vez más atención al tratamiento de ciertas noticias en particular en los noticieros de televisión, lo cierto es que raramente se cuestiona la estructura misma de este tipo de programa. Sin embargo, para Pierre Mellet, la forma es el fondo, en este caso: concebido como un rito, el desarrollo del noticiero televisivo es en sí toda una pedagogía, es en sí mismo una forma de propaganda que nos enseña a someternos al mundo que nos muestran y que pretenden hacernos aprender, pero cuya comprensión tratan de impedirnos al tiempo que tratan de impedirnos también que pensemos ese mundo.
El noticiero de televisión es el corazón de la información contemporánea. Este espacio, que hoy constituye la principal fuente de información de una gran parte de los franceses, comenzó siendo, en la Francia de 1949, un simple subproducto conformado con imágenes que la casa Gaumont y las Actualités Françaises no habían querido proyectar en las salas cinematográficas. Fue, al principio, un simple desfile de imágenes acompañadas de un comentario sonoro. El «presentador» no se sentó ante el telespectador hasta 1954, cuando el noticiero televisivo fijó su horario, a las 20 horas, o sea las 8 p.m. A partir de entonces, la puesta en escena del noticiero de televisión se ha ido incrementando constantemente durante todos estos años mientras que la información ha quedado marginada –si alguna vez estuvo realmente presente– para convertir este teatro no ya en un noticiero sino en un espectáculo ritualizado, en una ceremonia litúrgica. La función del noticiero de las 8 p.m. no es informar, en el sentido de establecer un esfuerzo de comprensión de mundo, sino divertir a los telespectadores, al tiempo que les recuerda aquello que deben saber.
El siguiente análisis se basa en los dos principales noticieros televisivos que se transmiten en Francia a la 8 p.m., el del canal TFI y el de France 2, pero puede, en muchos aspectos, tener muchas similitudes con los noticieros de televisión de otros países, principalmente en «Occidente».
El contexto
Con su horario de las 8 p.m., el noticiero de televisión se ha convertido, como lo fue la misa en su época, en la cita de toda la sociedad (aunque cada uno está en su casa). Se trata, paradójicamente, de un espacio esencial de socialización. Cada cual descubre cada noche el mundo en el que vive, y puede a partir de ese momento hablarle de ese mundo a quienes le rodean, discutir sobre los temas del momento con seguridad en cuanto a la importancia de estos, por el hecho mismo de que fueron mencionados en «el noticiero de televisión». Todo está montado, preparado de antemano, como un ritual religioso: el horario fijo, la duración (unos 40 minutos), el presentador-sacerdote inamovible, o casi inamovible, el tono incómodo, serio, distante, casi objetivo, pero nunca verdaderamente neutro, las imágenes seleccionadas, el orden jerárquico de las noticias. Como en todo ritual, lo mismo vuelve permanentemente, y se integra alrededor de una aparente evolución cotidiana. En los mismos horarios se anuncian las mismas historias, contadas por los mismos reportajes, introducidas y comentadas con las mismas palabras, poniendo en pantalla a los mismos personajes, ilustradas con las mismas imágenes. Se trata de un ciclo sin fin y sin fondo.
En la apertura, la presentación introduce una música abstracta que sugiere la mezcla del tiempo que pasa, la precipitación de los hechos, y una forma de intemporal necesaria en toda ceremonia mística. Mientras se oye la música, un globo antecede a la aparición del presentador, o un travelling hacia éste último lo pasar de la sombra a la luz. Todo sucede como si nos fueran a revelar la verdad del mundo.
El presentador hace el papel de guía y de autentificador. Personaje principal y trascendental, el presentador está en el centro mismo del dispositivo de credibilidad del noticiero de las 8 p.m. La noticia nos llega a través de él, también es él quien la legitima, le confiere importancia y la da como «verdadera». Es también el presentador quien puede tranquilizar al telespectador: si el mundo va mal y parece completamente indescifrable, el presentador es «el que sabe» y el que nos lo puede explicar.
(En otros casos, los presentadores son dos. La relación con el telespectador se hace entonces muchos menos profesoral y paternalista, pero más parecida a la conversación, y puede parecer más frívola. Claro está, no tendremos nunca dos presentadoras, o dos presentadoras, sino siempre un dúo heterosexual. El asunto es no asustar a la representación de la familia burguesa cristiana. Como ese tipo de puesta en escena resulta poco frecuente en Francia, no abundaremos en ese sentido).
Credibilidad e información
«Señoras y señores, veamos los titulares de la actualidad de este lunes 6 de agosto», nos dice el presentador al principio de cada noticiero. Por consiguiente, no se trata de un sumario, de una selección que la redacción ha hecho entre la información del día, sino de los «titulares de la actualidad», o sea que se trata precisamente de lo que hay que saber sobre el mundo en este día. No hay nada que entender, el «periodismo» no busca más que enseñarnos el mundo [en el sentido de aprender]. El presentador no da ninguna clave, él no descifra nada, solamente nos dice lo que es. No se nos presenta una «visión» de la actualidad sino la Actualidad misma.
A partir de ahí, lo importante para el presentador es «aparentar». Su credibilidad no está basada en su calidad de periodista sino en su carisma, en la empatía que logra crear, en su manera de tranquilizar y su apariencia de hombre honesto e inteligente. David Pujadas puede perfectamente anunciar que Alain Juppé se retira de la vida política y Patrick Poivre d’Arvor nos puede presentar una falsa entrevista de Fidel Castro [El autor menciona aquí dos incidentes que realmente sucedieron. Nota del Traductor.]. A pesar de ello, los mantienen en el mismo puesto, con el apoyo de sus superiores, y sin perder por ello su estatus como «periodista» [1] ni su credibilidad ante el público. Todo sucede como si las noticias que nos entregan finalmente no tuvieran importancia. La noticia está ahí únicamente para justificar el ritual, como la lectura de los Evangelios en la misa, sin ser nunca la razón central, el núcleo, que en realidad está siempre en otra parte, en la repetición constante de las consignas morales, políticas y económicas del momento. «Este es el Bien, este es el Mal», nos dice el presentador.
La jerarquía de la información es por tanto inexistente. Aunque una de las primeras cosas que se hace en todo «diario» es determinar los temas que parecen más importantes para tratar de establecer un desarrollo (específico en cada redacción) de la información en orden decreciente, de lo importante a lo insignificante, en el noticiero no es así, ni en lo más mínimo. Nos llevan de los restos mortales del cardenal Lustiger al accidente de la Feria des Loges, y después viene el desenlace del caso del secuestro del pequeño Alexandre en la isla de la Reunión, seguido del suicidio de un agricultor ante las acciones de los militantes antiOGM, para pasar después al subsidio de inicio del curso escolar, a la espeleóloga belga atrapada en una cueva, la campaña electoral antiestadounidense entre los demócratas, la intervención de Reporteros Sin Fronteras que denuncia la falta de libertad de expresión en China, la propia China como destino turístico, el despido de Laure Manaudou, un accidente durante una carrera en Estados Unidos, el festival Fiesta de Sete, el fallecimiento del periodista Henri Amouroux y, para terminar, el del barón Elie de Rothschild [2]. No existe ni la más mínima coherencia, en ningún momento. Los temas parecen haber sido escogidos únicamente en función de su insignificancia casi generalizada, o de su aparente insignificancia. Todo aparece mezclado, amor y odio, risas y llantos, la empatía se mezcla con la grandilocuencia, las imágenes espectaculares o risibles con los dramas patéticos, y la omnipresencia de la fatalidad nos recuerda constantemente el predominio de la muerte sobre la vida.
El reportaje
Después de los «titulares» anunciados, el presentador pasa a la introducción del reportaje. El reportaje es el ejemplo que nos demuestra lo que el presentador nos dice. En efecto, todo lo que será dicho y demostrado en el reportaje aparece ya en la introducción del mismo. El presentador resume constantemente, en vez de limitarse –como debiera hacerlo– a presentar. Esto crea una redundancia. Lo que ya se ha dicho una vez en forma de introducción se repite después sistemáticamente en el reportaje. Se enuncian las mismas informaciones, resumidas la primera vez y la segunda alargadas para la elaboración de la historia que se cuenta. El reportaje agrega muy poco a lo ya dicho por el presentador, no hace más que desarrollar los detalles anodinos que sirven de contrapeso a «la objetividad» del presentador creando el «acercamiento». A los elementos iniciales, mencionados en la introducción, se agregan después en la historia los detallitos románticos necesarios para concretar su enseñanza lúdica.
El reportaje se compone de dos cosas: la imagen y el comentario de la imagen. Si quitamos el sonido, la imagen pierde todo su significado. Todo tendría que estar basado en la imagen, pero lo que se produce en la televisión es precisamente lo contrario: el comentario nos cuenta lo que la imagen no hace más que ilustrar. Esta última está ahí solamente para realzar el comentario. Es una sucesión de paisajes similares, de rostros y gestos intercambiables, pegados uno detrás del otro y sin vínculo alguno entre sí. En la televisión, la imagen sólo sirve para justificar el comentario, para autentificarlo. La imagen permite que el comentario parezca «verdad». Y se lo permite precisamente porque, al no decir nada la imagen por sí misma, el comentario la transforma en aquello que nos dice el comentario. Y es ahí precisamente donde reside el verdadero peligro de este medio. Al tener la imagen una fuerza de convicción muy importante, es más fácil convencer cuando, luego de haber despojado la imagen de todo su sentido, usted la convierte en prueba que autentifica el discurso. A partir de ahí, todo se basa en el comentario, y en el carácter creíble de la historia que nos van a contar.
«En el reportaje, señala el antropólogo Stephane Breton, el comentario es lo que nos soplan desde los bastidores, ese submundo prohibido al telespectador (…) y del que brota, como una revelación, un sentido que se impone a la imagen. La significación no aparece en la escena sino fuera de ella, cuando la dice alguien que sabe» [3]. El periodista no aparece sino muy raramente, al final del reportaje. Oímos, por tanto, una voz despersonificada. Se trata de una palabra divina que se nos impone para explicarnos aquello que no entenderíamos mirando solamente las imágenes. Al no haber interlocutor, no hay contradicción. El reportaje es como un hilo que se desenrolla siguiendo una lógica propia, la que el periodista quiere que nos aprendamos, aquella en la que los «testigos» aparecen uno detrás de otro únicamente para acreditar la palabra que de todas maneras ya nos dijo lo que ellos han de explicarnos. Como mismo sucede con la introducción, la redundancia es constante en el reportaje. Todo «testigo» es presentado no según su función, ni con el objetivo de justificar su lugar en el reportaje en ese preciso momento, sino en dependencia de lo que va a decirnos. Y la palabra del «testigo» acredita el comentario dando un punto de vista necesariamente «verdadero». «Si él lo dice, así debe ser». Y muy a menudo, el «testigo» no tiene absolutamente nada que decir, pero de todas maneras lo dice porque el periodista tiene que dar prueba de su objetividad y de la autenticidad de su reportaje, de su investigación, demostrando que realmente estuvo en el lugar y que por tanto puede hacer que veamos lo que es.
El reportaje, en el noticiero de televisión, no es la realización de una investigación que explora diferentes pistas sino el relato de un hecho cualquiera mostrado como algo fundamental. Es una visión del mundo sin otra alternativa, que trata de dar una apariencia de objetividad. El presentador dice lo que es, y el reportaje lo muestra. Y es ahí precisamente que la imagen peca por su falta de sentido, y que el comentario parece convertirse en palabra divina. «He aquí el mundo», nos dice el presentador, «y he aquí la prueba», continúa el reportaje. Y ¿cómo poner en duda la prueba si nos la ponen ante nuestros asombrados ojos? La realidad se construye entonces sobre la anécdota, en vez de construirse sobre un conjunto de hechos más o menos contradictorios que permitan mirar una situación en un intento de tener de ella una visión global para poder dar después un análisis.
Las consignas
Todo esto se relaciona con la lógica de difusión de la moral. El noticiero de televisión, como casi todos los medios, es un órgano de difusión de las consignas del momento. Nunca discute el sistema, parece como si ni siquiera conociera su existencia, pero destila constantemente las órdenes de la clase dominante. El noticiero de televisión forma parte de ese «servicio público», al que se refiere Guy Debord en sus Commentaires sur la société du spectacle[Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Nota del Traductor.], «que [administra] con un “profesionalismo” imparcial la nueva riqueza de la comunicación de todos mediante los medios masivos de difusión, comunicación que ha alcanzado al fin la pureza unilateral, en la que se no obliga a admirar pasivamente la decisión ya tomada. Lo que nos comunican son órdenes; y, muy armoniosamente, quienes han impartido esas órdenes son precisamente los mismos que nos dirán lo que piensan de ellas» [4] .
El noticiero de las 8 p.m., surgido de una sociedad en la que se ha destruido la memoria, transmite las consignas, como en toda forma de acondicionamiento, mediante la repetición permanente y cotidiana. Las historias que nos cuentan parecen diferentes entre sí, cuando en realidad son todas similares. Todo en ellas se repite, noche tras noche, constantemente, y a todos los niveles. Sólo cambian los nombres y los rostros. Pero la película es siempre idéntica. Nos muestran un presente perpetuo y que permite ocultar todos los movimientos del poder. Si ya no se muestran las evoluciones, es porque ya no tienen vigencia. El noticiero de televisión divulga por tanto la moral burguesa (cristiana y capitalista) en un bloque compacto. Es un vómito largo y lento que se escurre, diluido y diseminado durante toda la duración del noticiero de las 8 p.m. Y que comprende varias formas de difusión:
– La acusación. Es constante, y generalmente la enuncian los «testigos», lo cual permite hacerle creer al periodista que ha mostrado una «opinión» y que por tanto ha presentado una visión objetiva de la situación. Un incendio destruye una casa, y es porque los bomberos deberían haber llegado antes. Un violador ha salido de prisión porque tenía derecho a una reducción de la condena, y es porque la justicia no funciona bien. Un gobierno se niega a plegarse al ultimátum de Occidente, y se trata de una dictadura, de un país subdesarrollado donde se mezclan la estupidez y la barbarie, y, mejor aún, donde la censura amordaza a los opositores, que a su vez están necesariamente de acuerdo con los puntos de vista de Occidente pero no lo pueden decir. El objetivo es siempre encontrar alguien a quien condenar para recordar lo que está «bien» y lo que está «mal» y poder aplicar toda la semántica cristiana del «perdón», de la «decadencia», etc.
– La evidencia. Utilizada sobre todo para zanjar sin discusión las cuestiones económicas, esta consiste en divulgar los dogmas o las decisiones gubernamentales sin ponerlas jamás en tela de juicio. Este es el caso, por ejemplo, del «crecimiento», que constituye siempre la vía necesaria para la supervivencia que nunca se pone en tela de juicio y cuyas cifras nos anuncia el presentador con cara de catástrofe: «el crecimiento será sólo de 1,2% este año, según los expertos»...
– La hagiografía. Al igual que la misa, el noticiero de televisión tiene que hablar de sus santos. Así nos ofrecen el retrato de alguien que «ha triunfado», ya sea porque acaba de fallecer, porque «ha ganado en todo», porque «se hizo a sí mismo», etc. Es el prisma de la excepción que establece el modelo a seguir suscitando admiración y respeto. «Esto es lo que usted no ha logrado ser, lo que usted debería ser, lo que usted nunca llegará a ser y lo que usted por consiguiente debe adorar», nos repite constantemente el noticiero de televisión.
– El vecindario. Particularmente eficaz. El objetivo es decir que «Francia es el último país de Europa en abordar este asunto». Es el mecanismo que rige la sociabilidad de base, la pertenencia al grupo mediante la imitación, mediante la reproducción de lo que parece hacer o de lo que parece ser. El presentador nos dice entonces: «Ellos hacen esto. ¿Por qué nosotros hacemos otra cosa?», presuponiendo que nuestra manera de actuar es necesariamente menos adecuada. «En Estados Unidos, trabajar después de los 65 años no representa ningún problema». No se hace nunca el más mínimo análisis de los puntos positivos y negativos del sistema del vecino. Se nos ofrece únicamente una mirada «objetiva», que nos dice: «Esto es lo que hacen allá, y por eso es mejor que aquí».
– El folklore. Aquí es cuando nos presentan, con una sonrisa en los labios y con la indulgencia con la que se mira al artista que puede parecernos un poco loco pero que a fin de cuentas no le hace daño a nadie, a la gente que vive de forma un poco diferente. Es única y exclusivamente en este tipo de tema que el presentador subraya el carácter «excepcional» de las personas que nos van a presentar, como para disuadirnos de actuar como ellas.
Esto no son más que algunos ejemplos.
Anécdota y fatalidad
Dos formas de representación del mundo caracterizan principalmente el noticiero de televisión, y constituyen los dos movimientos principales de difusión de las consignas: la anécdota y la fatalidad.
La anécdota aparece al principio de cada tema. Todo parte del hecho en particular, del hecho específico del día, y se extiende hacia el problema más amplio que este parece contener en sí mismo, o que los periodistas hacen como si creyeran que lo contiene. Es una retórica particular que encontramos hoy en la base de todo discurso político o periodístico, una inversión de la lógica, del desarrollo efectivo de la demostración y del análisis del mundo: ahora es la excepción lo que explica la regla, lo que la construye. Todo parte del hecho particular para prolongarse, como si este último contuviera en sí mismo todas las causas y todas las consecuencias que han dado lugar a la situación más general que se supone que demuestra. El noticiero de las 8 p.m. no se preocupa jamás por describir fenómenos endémicos, o los saca siempre de la cadena de hechos que los han llevado a la situación actual. Es una necesidad dialéctica lógica para quien quiere transmitir las consignas sin tomarse el trabajo de explicarlas, lo cual lo obliga a complicar todavía más su propia demostración y lo lleva a darse cuenta de que las cosas son menos simples de lo que él trató de hacer creer. Para que las consignas sean divulgadas eficazmente, no se puede dejar abierta la posibilidad de contradecirlas. Por tanto, más vale no explicar nada. De todas formas, como ya dijimos anteriormente, el objetivo no es que la gente entienda, sino que aprenda.
La fatalidad, por su parte, mece el conjunto del noticiero de televisión. Los hechos suceden por causa de una desgracia fortuita, de un azar distraído que por desgracia afecta siempre a los mismas (personas, naciones…). Es un lamento constante: «si los bomberos hubieran llegado antes», «si el violador no hubiese salido de prisión», «si África no fuera un continente pobre y corrupto», etc. La fatalidad es el basamento de toda religión ya que permite no tener nunca nada que justificar y porque recuerda el deber de sumisión ante la trascendencia, ya que siempre estamos «por debajo». La fatalidad equivale a repetir permanentemente una especie de condena, y agrega con amargura (aunque no siempre): «las cosas son así». El sistema se regula a sí mismo y es «el mejor sistema posible», el hombre es un ser «malo» y se pasa la vida «cayéndose» y «volviéndose a caer» a pesar de todos los intentos por «perdonarlo», el pobre es responsable de su propia situación porque es demasiado perezoso para buscar soluciones y aplicarlas, incluso hasta cuando se le da la solución, etc. Es un suspiro constante, un llamado permanente a la impotencia y a la sumisión ante el sufrimiento. El mundo gira y nada podemos hacer…
Una vez terminada la transmisión de las consignas, el mensajero divino se despide de nosotros, concluyendo el sermón del día y sin olvidarse nunca de citarnos para el día siguiente a la misma hora. Y luego, desaparece. Mientras recoge los papeles que demuestran su seriedad, la cámara se aleja de él, la penumbra se hace más intensa y se funde poco a poco con el mismo tipo de música que dio inicio a la ceremonia.
[1] Patrick Poivre d’Arvor, reconocido como la estrella del periodismo francés, no tiene el carnet de periodista porque sus principales ingresos no provienen del periodismo sino de sus actividades como consejero y de sus escritos.
[2] informaciones mencionadas en el noticiero de las 8 p.m. del canal France 2 correspondiente al lunes 6 de agosto de 2007.
[3] Stephane Breton, Télévision, Hachette Littérature, 2005.
[4] Guy Debord, Commentaires sur la société du spectacle, Gallimard, Folio, 1996.
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