La máxima porfirista de “mátalos en caliente” viene a reaparecer en pleno siglo XXI, cuando el Estado ha sido rebasado por la delincuencia organizada y ha demostrado incapacidad para poder contener la ola criminal, que ha invadido a las mismas instituciones policiacas y a las instancias encargadas de procurar y administrar justicia.
La nueva reforma judicial es la nueva licencia que se otorga a las policías, que siguen sin cambiar en sus métodos de investigación, para que sigan usando la fuerza como el único recurso ante la delincuencia organizada. Se le da permiso a las policías que investigan los delitos para colocar a los luchadores sociales fuera de la legalidad, al catalogarlos como delincuentes. Se da por hecho que nuestras corporaciones policiacas están preparadas para asumir esta responsabilidad respetando los derechos humanos. Todos sabemos la precariedad institucional que prevalece entre las corporaciones de policías, el perfil delincuencial de la mayoría de ellas, la falta de capacitación para investigar los delitos y el abuso de la fuerza.
Por otra parte, no existe un sistema de supervisión confiable en el actuar de las policías, las cuales carecen de sistemas de control interno y no cuentan con una formación profesional ni existen mecanismos honestos de evaluación sobre el desempeño de las corporaciones policiacas. Todos sabemos el grado de discrecionalidad con el que operan, su tendencia a generar terror entre la ciudadanía, a someter de manera violenta a los presuntos delincuentes y a denigrar la dignidad y los derechos humanos de la población.
Para un Estado verdaderamente democrático, la reforma judicial aprobada el pasado 26 de febrero por la Cámara de Diputados federal es un paso regresivo a los tiempos de la barbarie política, un intento de refundar un Estado policiaco dentro del sistema de justicia penal mexicano, y constituye una réplica al modelo de Guantánamo implantado de la forma más bárbara por el gobierno Estados Unidos.
Esta reforma, aplicada en estados violentos como Guerrero, lo único que traerá es mayor atrocidad: para nada ayudará a la reconciliación tan urgente que se necesita entre los guerrerenses, luego de la barbarie y la impunidad. Los más de 500 desaparecidos son producto de un Estado policiaco que utilizó la fuerza de los aparatos de seguridad para contener a un movimiento democrático que siempre luchó contra los cacicazgos y todo el guarurismo disfrazado de comandantes. Con la cauda de policías inexpertos y violentos que se encuentran enquistados en un sistema de seguridad pública y de procuración de justicia corruptos, los ciudadanos no pueden esperar resultados halagadores, porque la reforma judicial pone en riesgo las conquistas constitucionales plasmadas en los artículos 14, 16 y 17, dejando al libre arbitrio de las policías y ministerios públicos la inviolabilidad de los domicilios y el principio de presunción de inocencia.
La elevación del arraigo a rango constitucional es una regresión autoritaria, porque les da más facultades a las autoridades encargadas de investigar y perseguir los delitos, en detrimento de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Se trata de una reforma procesal que no resuelve el problema de fondo de nuestro sistema de justicia. Los temas sustantivos para una real reforma de justicia quedan intocados, como la ciudadanización del Consejo de la Judicatura, la profesionalización e independencia (en algunos estados) de la defensoría de oficio, el reconocimiento de las víctimas como parte del proceso penal, igualando sus garantías a las que actualmente tiene el inculpado. Son aspectos centrales que se ignoran y que reducen el estándar de protección constitucional de los derechos de los ciudadanos, por parte de un poder Legislativo que ha actuado con irresponsabilidad y de manera facciosa, al abandonar a su suerte a la población pobre, que de por sí vive en un estado de indefensión.
Los nuevos gobiernos neoliberales, con la complicidad de las cúpulas partidistas, se dan el lujo de tratar como delincuentes de alta peligrosidad a hombres y mujeres que se arriesgan a levantar la voz y a denunciar las injusticias que les impiden alcanzar un modo de vida digno.
El caso de Flavio Sosa es un ejemplo paradigmático de cómo el Estado mexicano usa toda su fuerza para dar una lección a la sociedad oaxaqueña, de que tratará como grandes delincuentes a los que se comprometen con la lucha por la justicia.
Con la nueva ley, los guerrerenses nos distanciamos más del horizonte de justicia y se diluyen las posibilidades de que los casos de desaparecidos se investiguen a fondo y se castiguen a los responsables. No sólo la justicia brillará por su ausencia, sino que se corre el riesgo de que la pesadilla de la guerra sucia se vuelva a reeditar en nuestro estado cobrando más víctimas.
Contrario a la tendencia de las sociedades democráticas que colocan a los ciudadanos en el centro de toda la acción gubernamental, buscando siempre el respeto a sus derechos humanos, con la reforma judicial, el poder y los derechos del ciudadano se supeditan y se transfieren al poder impune de los policías.
La crisis de legitimidad del gobierno federal y el debilitamiento de las instituciones encargadas de procurar y administrar justicia, ha colocado a las autoridades en la disyuntiva de endurecer las leyes para no perder el control político y económico, o para permitir que la sociedad forme parte sustantiva en el diseño de un modelo de nación fincado en la pluralidad política y la justicia social.
Los tres poderes de la Unión le están apostando a la regresión autoritaria, y no miden los costos políticos y sociales de lo que implica violar el espíritu de la Constitución de 1917. Se trata de conquistas del pueblo de México que no pueden quedar al arbitrio de tecnócratas, que sólo se rigen por el criterio de la ganancia y que no tienen la autoridad moral para poder cambiar el rumbo por donde avanza el movimiento social, inspirado en las causas más profundas de la Revolución Mexicana.
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