Estos son tiempos extraordinarios para nuestro país. Enfrentamos una crisis económica histórica. Libramos dos guerras. Encaramos una gama de desafíos que determinarán la manera en que los estadounidenses vivirán en el siglo XXI. No hay escasez de trabajo que hacer ni de responsabilidades que aceptar.
Hemos comenzado a lograr progreso. Apenas esta semana, hemos tomado medidas para proteger a los consumidores y a los propietarios de viviendas, y para reformar nuestro sistema de contratos con el gobierno para proteger mejor a nuestros ciudadanos y gastar nuestro dinero de modo más inteligente. Los motores de nuestra economía comienzan a funcionar lentamente y estamos preparando el terreno para realizar reformas históricas del sistema de salud y el sector de la energía. Acojo con satisfacción la ardua labor que ha llevado a cabo el Congreso en estos y otros asuntos.
Sin embargo, en medio de todos estos desafíos, mi responsabilidad más importante como presidente es mantener seguro al pueblo estadounidense. Eso es lo primero en lo que pienso cuando me levanto por la mañana y en lo último que pienso cuando me acuesto.
Esta responsabilidad se incrementa en una época en que las ideologías extremistas amenazan a nuestros ciudadanos y la tecnología pone al alcance de un puñado de terroristas la posibilidad de hacernos gran daño. Han pasado menos de ocho años desde que se produjo el ataque más mortal en suelo estadounidense en nuestra historia. Sabemos que al-Qaida planea atacarnos otra vez. Sabemos que ésta amenaza estará con nosotros durante mucho tiempo y que debemos utilizar todos los elementos en nuestro poder para derrotarlos.
Hemos tomado ya varias medidas para lograr esa meta. Por primera vez desde el año 2002, estamos proporcionando los recursos y dirección estratégica necesarios para combatir en Afganistán y Pakistán a los extremistas que nos atacaron el 11 de septiembre. Hemos invertido en el ejército y en las capacidades de inteligencia propias del siglo XXI que nos permitan anticipar las acciones de un enemigo ágil. Hemos dado nuevo vigor al régimen mundial contra la proliferación para impedir que las personas más peligrosas del mundo logren acceso a las armas más mortales del mundo. También hemos iniciado actuaciones dirigidas a garantizar la seguridad de todos los materiales nucleares en un plazo de cuatro años. Estamos protegiendo mejor nuestra frontera y hemos incrementado nuestra preparación para cualquier atentado futuro o desastre natural. Estamos forjando nuevas alianzas en todo el mundo con la finalidad de dislocar, desmantelar y derrotar a al-Qaida y a sus afiliados. Hemos renovado asimismo la diplomacia estadounidense para tener una vez más la fuerza y la postura necesarias para ser verdaderos líderes mundiales
Estas medidas son todas esenciales para mantener seguro a Estados Unidos. Pero creo de todo corazón que a largo plazo no podemos mantener seguro a este país a menos que usemos el poder de nuestros valores más fundamentales. Los documentos que preservamos en este salón –la Declaración de Independencia, la Constitución y la Declaración de Derechos– no son simplemente palabras escritas en viejo pergamino, sino que constituyen la base de la libertad y la justicia en este país, y son una luz que guía a todos los que buscan la libertad, la justicia, la igualdad y la dignidad en todo el mundo.
Me presento aquí hoy como alguien cuya vida fue posible gracias a estos documentos. Mi padre vino a este país en busca de la promesa que le ofrecían. Cuando de niño viví en el extranjero, mi madre me obligaba a levantarme antes del alba para que aprendiera sus verdades. Mi propia trayectoria en Estados Unidos fue allanada por generaciones de ciudadanos que dieron significado a esas sencillas palabras: “formar una unión más perfecta”. Como alumno, he estudiado la Constitución; como maestro, la he enseñado y como abogado y legislador me he ceñido a ella. Juré preservar, proteger y defender la Constitución como comandante en jefe, y como ciudadano sé que nunca, jamás, debemos dar la espalda a sus principios duraderos por conveniencia propia.
Digo esto no sólo por idealismo. Defendemos nuestros valores más preciados no sólo porque es lo correcto, sino porque fortalece nuestro país y nos mantiene seguros. Una y otra vez, nuestros valores han sido nuestra mejor ventaja de seguridad nacional, tanto en la guerra como en la paz; en épocas fáciles como en momentos de agitación.
La lealtad a nuestros valores es la razón por la que Estados Unidos pasó de ser un pequeño puñado de colonias bajo el dominio de un imperio, a ser el país más fuerte del mundo.
Es la razón por la que soldados enemigos se han rendido ante nosotros en batallas, sabiendo que recibirían mejor trato de las Fuerzas Armadas estadounidenses que de su propio gobierno.
Es la razón por la que Estados Unidos se ha beneficiado de las fuertes alianzas que han aumentado nuestro poder y marcado un intenso contraste moral con nuestros adversarios.
Es la razón por la que hemos podido sobreponernos al puño de hierro del fascismo y durar más que el telón de acero del comunismo, e incluir a los países libres y pueblos libres de todas partes en la causa común y el esfuerzo común de la libertad.
De Europa al Pacífico, hemos sido un país que ha cerrado cámaras de tortura y que ha reemplazado la tiranía con el estado de derecho. Es lo que somos. Donde los terroristas ofrecen sólo la injusticia de los disturbios y la destrucción, Estados Unidos debe demostrar que nuestros valores e instituciones son más fuertes que una ideología detestable.
Después del 11 de septiembre, supimos que nos habíamos adentrado en una nueva era, que enemigos que no respetan ninguna ley de guerra presentarían nuevos desafíos a nuestra aplicación de la ley; que nuestro gobierno necesitaría nuevos instrumentos para proteger al pueblo estadounidense, y que estos instrumentos tendrían que permitirnos prevenir atentados en vez de solo enjuiciar a quienes tratan de realizarlos.
Desdichadamente, ante una amenaza incierta, nuestro gobierno tomó una serie de decisiones apresuradas. Creo que esas decisiones fueron motivadas por un sincero deseo de proteger al pueblo estadounidense. Pero creo también que, con demasiada frecuencia, nuestro gobierno tomó decisiones basadas en el miedo, en lugar de la previsión, y con demasiada frecuencia ajustó los hechos y las pruebas a ciertas predisposiciones ideológicas. En lugar de aplicar estratégicamente nuestro poder y nuestros principios, con demasiada frecuencia desechamos los principios como lujos que ya no podíamos permitirnos.
Y en esa temporada de miedo, demasiados de nosotros –demócratas y republicanos, políticos, periodistas y ciudadanos– permanecimos callados. Es decir, nos desviamos del camino. Esto no es sólo una valoración mía. Fue la valoración que compartía el pueblo estadounidense, que nombró candidatos a presidente de ambos partidos, quienes a pesar de nuestras muchas diferencias propugnamos un nuevo enfoque, un enfoque que rechazara la tortura y reconociera la importancia decisiva de cerrar la prisión en la Bahía de Guantánamo.
Permítanme ser claro: no hay duda de que estamos en guerra con al-Qaida y sus afiliados. Necesitamos actualizar nuestras instituciones para encarar esta amenaza, pero debemos hacerlo confiando siempre en el estado de derecho y en el debido procedimiento legal; con frenos y contrapesos y con responsabilidad. Por razones que explicaré a continuación, las decisiones que se tomaron en los últimos ocho años establecieron un enfoque legal improvisado para luchar contra el terrorismo que no fue ni efectivo ni sostenible, una estructura que no se basaba en nuestras tradiciones legales ni en nuestras instituciones de eficacia comprobada, y que no utilizaba nuestros valores como guía. Por ese motivo, al asumir el cargo tomé varias medidas dirigidas a proteger mejor al pueblo estadounidense.
Primero, prohibí la utilización de las denominadas técnicas de interrogatorio mejoradas por parte de los Estados Unidos de Norteamérica.
Sé que algunos han argumentado que los métodos brutales como el ahogamiento simulado eran necesarios para mantenernos seguros. Yo no podría estar en mayor desacuerdo. Como comandante en jefe, recibo los informes de inteligencia, tengo la responsabilidad de mantener seguro a este país y rechazo la afirmación de que esos son los medios de interrogatorio más eficaces. Lo que es más, socavan el estado de derecho. Nos aíslan del mundo. Sirven de herramienta para reclutar a terroristas y aumentan la voluntad de nuestros enemigos para luchar contra nosotros, a la vez que reducen la voluntad de otros, de colaborar con Estados Unidos. Arriesgan las vidas de nuestras tropas al hacer menos probable que otros se rindan ante ellos en la batalla, y hacen más probable que los estadounidenses sean maltratados si son capturados. En resumen, no ayudan nuestra guerra ni nuestros esfuerzos antiterroristas, de hecho los socavan, y por eso puse fin a ello de una vez para siempre.
Los argumentos que se presentan contra estas prácticas no se originaron en mi administración. Como dijo una vez el senador McCain, la tortura “sirve de gran herramienta de propaganda para quienes reclutan a gente que lucha contra nosotros”. Incluso durante el mandato del presidente Bush, existía el reconocimiento entre algunos miembros de su administración –entre ellos un secretario de Estado, otros altos funcionarios y muchos oficiales militares y de inteligencia– de que los que defendían estas prácticas estaban en el lado equivocado del debate y en el lado equivocado de la historia. Debemos dejar estos métodos donde pertenecen: en el pasado. No son lo que nosotros somos. No son lo que es Estados Unidos.
La segunda decisión que tomé fue la orden de cerrar el campamento de prisión en la Bahía de Guantánamo.
Por más de siete años hemos tenido en detención a cientos de personas en Guantánamo. Durante ese tiempo, el sistema de Comisiones Militares de Guantánamo logró condenar en total a tres sospechosos de terroristas. Repito: tres condenas en más de siete años. En vez de hacer comparecer a los terroristas ante la justicia, los esfuerzos de procesamiento encontraron reveses, los casos se demoraron y en el 2006 el Tribunal Supremo invalidó el sistema entero. En el mismo período, durante la administración Bush, se puso en libertad a más de 525 detenidos en Guantánamo. Repito: dos tercios de los detenidos fueron puestos en libertad antes de que yo asumiera el cargo y ordenara el cierre de Guantánamo.
No cabe duda tampoco de que Guantánamo ha constituido un revés para la autoridad moral que es el mayor activo que posee Estados Unidos en el mundo. En lugar de crear una estructura permanente para luchar contra al-Qaida que se basara en nuestros valores y tradiciones más profundamente arraigados, nuestro gobierno defendió posturas que socavaban el estado de derecho. En realidad, parte de la justificación para establecer Guantánamo en primer lugar fue la noción equivocada de que una prisión allí estaría fuera del alcance de la ley, proposición que el Tribunal Supremo [de Estados Unidos] rechazó completamente. Al mismo tiempo, en lugar de servir de herramienta contra el terrorismo, Guantánamo se convirtió en un símbolo que ayudó a al-Qaida a reclutar terroristas para su causa. De hecho, la existencia de Guantánamo probablemente creó más terroristas en el mundo que los que allí detuvo.
Por consiguiente, es evidente que: en vez de mantenernos más seguros, la prisión en Guantánamo ha debilitado la seguridad nacional de Estados Unidos. Unifica a nuestros enemigos y frena la voluntad de nuestros aliados para trabajar con nosotros a la hora de luchar contra un enemigo que opera en muchos países. Como quiera que se lo considere, los costos de mantener esta prisión abierta exceden por mucho las complicaciones que entraña cerrarla. Por eso, durante mi campaña sostuve que debería cerrarse. Por eso, ordené que se cierre en el curso de un año.
La tercera decisión que tomé fue la de ordenar una revisión de todos los casos pendientes en Guantánamo.
Cuando ordené el cierre de Guantánamo, sabía que sería una tarea difícil y compleja. Hay 240 detenidos que han pasado años en el limbo jurídico. Para tratar con esta situación, no tenemos el lujo de empezar desde el principio. Estamos arreglando algo que es —en pocas palabras— un desorden; un experimento equivocado que ha dejado como consecuencia una avalancha de desafíos legales que mi administración está obligada a atender constantemente, y que consume el tiempo de funcionarios del gobierno cuyo tiempo debería estar dedicado a proteger mejor a nuestro país.
En realidad, los desafíos legales que han provocado tanto debate en semanas recientes en Washington tendrían lugar ya sea que hubiese decidido o no cerrar Guantánamo. Por ejemplo, la orden judicial de poner en libertad a 17 detenidos uigures se llevó a cabo el otoño pasado — cuando George Bush era presidente. El Tribunal Supremo que invalidó el sistema de procesamiento en Guantánamo en 2006 fue designado de manera abrumadora por presidentes republicanos. En otras palabras, el problema de qué hacer con los detenidos de Guantánamo no fue causado por mi decisión de cerrar la instalación; el problema existe en primer lugar debido a la decisión de abrir Guantánamo.
No hay respuestas simples o fáciles para esto. Pero les puedo decir que la respuesta incorrecta es pretender que este problema desaparecerá si mantenemos el estado insostenible de la situación. Como presidente, me rehúso a permitir que este problema empeore. Nuestros intereses de seguridad no lo permitirán. Nuestros tribunales no lo permitirán. Ni tampoco lo debe permitir nuestra conciencia.
Ahora, durante las últimas semanas, hemos presenciado el retorno de la politización de estos asuntos que han caracterizado los últimos años. Entiendo que estos problemas despierten pasiones y creen preocupaciones. Deben hacerlo. Enfrentamos algunas de las preguntas más complicadas que una democracia puede encarar. Pero no tengo interés en pasar nuestro tiempo re-litigando las políticas de los últimos ocho años. Quiero resolver estos problemas, y quiero que los resolvamos juntos como estadounidenses.
No nos harán bien algunos de los temores que surgen cuando abordamos el tema. Al escuchar el debate reciente, escuché palabras que tienen la intención de asustar a la gente en vez de educarla; palabras que tienen que ver más con política que con proteger a nuestra nación. Así que quiero aprovechar esta oportunidad para presentar lo que estamos haciendo, y cómo es que intentamos resolver estos asuntos pendientes. Explicaré cómo es que cada medida que tomemos ayudará a crear una base que proteja tanto al pueblo estadounidense como a los valores a los que nos aferramos. Me enfocaré en dos áreas generales: primero, los asuntos relacionados con Guantánamo y nuestra política de detención; segundo, los asuntos relacionados con la seguridad y la transparencia.
Permítanme comenzar por terminar con un argumento en la forma más clara que pueda: no vamos a poner en libertad a nadie si eso pudiese poner en peligro nuestra seguridad nacional, ni pondremos en libertad a ningún detenido dentro de Estados Unidos que ponga en peligro al pueblo estadounidense. Cuando lo exija la justicia y la seguridad nacional, buscaremos transferir a algunos detenidos al mismo tipo de instalaciones en que encarcelamos a todo tipo de delincuentes peligrosos y violentos dentro de nuestras fronteras — en prisiones de alta seguridad que garantizan la seguridad pública. A medida que tomemos estas decisiones, tengan presente el siguiente hecho: nadie ha escapado nunca de una de nuestras prisiones federales de máxima seguridad, donde están encarcelados cientos de terroristas sentenciados a prisión. Como dijo el senador Lindsey Graham: “La idea de que no podamos encontrar un lugar para encarcelar de manera segura a más de 250 detenidos dentro de Estados Unidos, no es lógica”.
Estamos actualmente en el proceso de revisar cada uno de los casos de los detenidos en Guantánamo para determinar la política apropiada para tratarlos. Al hacerlo, estamos perfectamente conscientes de que bajo la administración anterior, los detenidos fueron puestos en libertad sólo para que regresaran al campo de batalla. Es por eso que descartamos la estrategia mal planeada e incoherente que puso a esos detenidos en libertad en el pasado. En vez de eso, tratamos estos casos con el cuidado y atención que la ley requiere y nuestra seguridad exige. Al ir avanzando, estos casos estarán clasificados en cinco categorías distintas.
Primero, cuando sea viable, juzgaremos a aquellos que hayan violado las leyes penales estadounidenses en tribunales federales, que son tribunales dispuestos por la Constitución de Estados Unidos. Algunos han ridiculizado a nuestros tribunales federales como incapaces de manejar los juicios de terroristas. Están equivocados. Nuestros tribunales y jurados de nuestros ciudadanos son los suficientemente fuertes para sentenciar terroristas, y los antecedentes dejan eso bien sentado. Ramzi Yousef llevó a cabo un atentado contra el Centro del Comercio Mundial y fue sentenciado en nuestros tribunales a cadena perpetua en una prisión de Estados Unidos. Zaccarias Moussaoui, que fue identificado como el vigésimo secuestrador de los ataques del 11 de septiembre, fue sentenciado también en nuestros tribunales a cadena perpetua en prisión. Si podemos juzgar a esos terroristas en nuestros tribunales y mantenerlos encarcelados en nuestras prisiones, entonces podemos hacer lo mismo con los detenidos de Guantánamo.
Recientemente, juzgamos y recibimos una declaración de culpabilidad de un detenido —al-Marri— en un tribunal federal después de años de confusión legal. Nos preparamos para transferir a otro detenido al Distrito Sur de Nueva York, donde se le juzgará por cargos relacionados con los ataques a nuestras embajadas en Kenia y Tanzania en 1998, ataques donde más de 200 personas perdieron la vida. Si se impide que este detenido sea trasladado a nuestro país se impediría su juicio y sentencia. Y después de más de una década, es hora de ver que se haga justicia finalmente, y eso es lo que estamos decididos a hacer.
La segunda categoría de casos involucra a detenidos que violaron las leyes de guerra y se los juzgará mejor mediante comisiones militares. Las comisiones militares tienen un historial en Estados Unidos que data de la era de George Washington y la Guerra de Independencia. Son el lugar apropiado para juzgar a detenidos por infracciones de las leyes de guerra. Permiten la protección de delicadas fuentes y métodos de obtención de inteligencia; la seguridad y protección de los participantes; y la presentación de evidencia obtenida del campo de batalla que no se puede presentar bien en los tribunales federales.
Algunos han sugerido que esto representa un cambio total de mi parte. Están equivocados. En 2006, me opuse enérgicamente a la legislación propuesta por la administración Bush y aprobada por el Congreso porque no establecía una estructura legal legítima, con el debido proceso y derechos para el acusado que podría presentar una apelación. No obstante, apoyé el uso de comisiones militares para juzgar a los detenidos, siempre y cuando hubiera varias reformas. Y esas son las reformas que estamos efectuando.
En vez de recurrir a las fallidas comisiones de los últimos siete años, mi administración fija la conformidad de nuestras comisiones con la ley. El imperio de la ley ya no nos permitirá usar como evidencia las declaraciones que han sido obtenidas por medio del uso de métodos de interrogatorio crueles, inhumanos o degradantes. No impondremos más el cargo de la prueba de que el testimonio de oídas es poco fidedigno en quien opone ese testimonio. Y les daremos a los detenidos una mayor libertad para seleccionar su propio abogado, y más protecciones si rehúsan declarar. Estas reformas, entre otras, harán que nuestras comisiones militares tengan una mayor credibilidad y medios de administrar la justicia, y yo colaboraré con el Congreso y las autoridades legales en todo el espectro político en legislación que garantice que estas comisiones sean justas, legítimas y efectivas.
La tercera categoría de detenidos incluye a aquellos a los que los tribunales han ordenado que sean puestos en libertad. Permítanme repetir lo que dije con anterioridad: esto no tiene nada en absoluto que ver con mi decisión de cerrar Guantánamo. Tiene que ver con el imperio de la ley. Los tribunales han decidido que no existe una razón legítima para retener a 21 personas actualmente detenidas en Guantánamo. Veinte de estas decisiones tuvieron lugar antes de que yo ocupara el cargo. Estados Unidos es una nación de leyes, por lo que debemos acatar estos fallos.
La cuarta categoría de casos involucra a detenidos que hemos determinado que se pueden transferir con seguridad a otro país. Hasta el momento, nuestro equipo de revisión ha aprobado la transferencia de 50 detenidos. Y mi administración sostiene conversaciones continuas con varios países sobre la transferencia de detenidos a su territorio para detención y rehabilitación.
Finalmente, queda la pregunta sobre los detenidos en Guantánamo a los que no se les puede juzgar todavía y que representan un peligro claro para el pueblo estadounidense.
Quiero ser sincero: éste es el asunto más difícil que tendremos que encarar. Vamos a agotar todas las vías que tenemos para juzgar a aquellos en Guantánamo que representen un peligro para nuestro país. Pero aun cuando este proceso se complete, es posible que exista una cantidad pequeña de personas a las que no se les pueda juzgar por delitos pasados, pero que sin embargo representan una amenaza a la seguridad de Estados Unidos. Ejemplos de esa amenaza incluyen personas que recibieron un vasto entrenamiento en explosivos en los campos de entrenamiento de al-Qaida, que comandaron a tropas del Talibán en combate, personas que expresaron su lealtad a Osama bin Laden o que de alguna otra forma expresaron claramente que quieren asesinar a estadounidenses. Estas son personas que en realidad siguen en guerra con Estados Unidos.
Como dije, no voy a poner en libertad a individuos que pongan en peligro al pueblo estadounidense. Los terroristas de al-Qaida y sus afiliados están en guerra contra Estados Unidos, y a aquellos que capturemos —como a otros prisioneros de guerra— se les debe impedir que nos ataquen de nuevo. No obstante, debemos reconocer que estas políticas de detención no pueden ser ilimitadas. Por ello mi administración ha comenzado a dar nueva forma a estos estándares para asegurar que estén de acuerdo con lo que manda la ley. Debemos tener estándares claros, defendibles y legales para aquellos que estén en esta categoría. Debemos contar con procedimientos imparciales para que no cometamos errores. Debemos tener un proceso riguroso de revisión periódica, para que toda detención prolongada sea evaluada y justificada cuidadosamente.
Sé que la creación de tal sistema representa desafíos excepcionales. Otras naciones han tratado de resolver esta cuestión, y lo debemos hacer nosotros. Pero quiero dejar bien sentado que nuestro objetivo es construir una estructura legal legítima para los detenidos en Guantánamo y no evitarla. En nuestro sistema constitucional, la detención prolongada no debe ser decisión de un solo hombre. Si y cuando determinemos que Estados Unidos debe detener a individuos para impedir que lleven a cabo un acto de guerra, lo haremos dentro de un sistema que requiera supervisión judicial y del Congreso. Y mi administración colaborará con el Congreso para desarrollar un régimen legal apropiado de manera que nuestras iniciativas sean compatibles con nuestros valores y nuestra Constitución.
A medida que avanzan nuestros esfuerzos para cerrar Guantánamo, sé que la política en el Congreso será difícil. Estos asuntos alimentan los anuncios comerciales de 30 segundos y los correos que están diseñados para atemorizar. Me doy cuenta de esto. Pero si continuamos tomando decisiones dentro de un clima de temor, cometeremos más errores. Y si nos rehusamos a enfrentar estos asuntos ahora, entonces les garantizo que serán una carga constante en nuestros esfuerzos para combatir el terrorismo en el futuro. Tengo confianza de que el pueblo estadounidense está más interesado en hacer lo que es correcto para proteger a esta nación que en una postura política. Yo no soy la única persona en esta ciudad que prestó el juramento de apoyar la Constitución — así lo hicieron todos y cada uno de los miembros del Congreso. Juntos tenemos una responsabilidad de incluir a nuestros principios en el esfuerzo para asegurar a nuestro pueblo, y dejar el legado que haga más fácil que los futuros presidentes mantengan seguro a este país.
El segundo grupo de temas que quiero abordar hoy tiene que ver con la seguridad y la transparencia.
La seguridad nacional exige un equilibrio delicado. Nuestra democracia depende de la transparencia, aunque alguna información debe ser protegida y no divulgarse al público en aras de nuestra seguridad, como por ejemplo el movimiento de nuestras tropas, nuestra recopilación de inteligencia o la información que tenemos sobre una organización terrorista y sus afiliados. En estos, y otros casos, están juego la vida de personas.
Hace varias semanas, como parte de un juicio en curso en un tribunal, difundí unos memorandos que había emitido la Oficina del Asesor Jurídico de la anterior administración. No lo hice porque estuviera en desacuerdo con las duras prácticas de interrogatorio que autorizaban estos documentos, ni porque rechazara sus criterios jurídicos, aunque sí estoy en desacuerdo con ambos, sino porque la existencia de esas prácticas de interrogatorio ya era ampliamente conocida, la administración Bush había reconocido su existencia, y yo ya las había prohibido. Carece de fundamento el argumento de que, de algún modo, al difundir públicamente esos documentos les estamos dando a los terroristas información acerca de cómo se los ha de interrogar, puesto que no vamos a utilizar esas prácticas, ya que ahora está prohibido.
En pocas palabras, difundí los memorandos porque no existía una razón primordial para proteger estos documentos. El posterior debate ha permitido al pueblo estadounidense comprender mejor cómo llegaron a autorizarse y utilizarse esos métodos de interrogatorio.
Por otro lado, hace poco me opuse a la divulgación de ciertas fotografías de detenidos tomadas por personal de Estados Unidos, entre 2002 y 2004. Las personas que violaron las normas de conducta en las fotos han sido investigadas y se les ha responsabilizado de sus actos. No hay debate sobre si lo que ilustran estas fotos está mal, y no se ha ocultado nada para absolver a los responsables de los crímenes. Sin embargo, llegué a la conclusión, con datos que me dio mi equipo de seguridad, de que difundir esas fotos exacerbarían el sentimiento anti estadounidense y permitiría a nuestros enemigos retratar a las tropas de Estados Unidos en términos generales, condenatorios e imprecisos, poniéndolas en peligro en los teatros de guerra.
En resumidas cuentas, existe una razón clara y convincente para no difundir estas fotos concretas. Hay casi 200.000 estadounidenses en el servicio en situación de peligro, y como comandante en jefe tengo la solemne responsabilidad por su seguridad. Difundiendo esas fotos nada se ganaría que fuese más importante que la vida de nuestros jóvenes hombres y mujeres que prestan servicio en lugares peligrosos.
En cada uno de estos casos tuve que tratar de encontrar el punto justo entre la transparencia y la seguridad nacional. Eso conlleva una responsabilidad preciosa. No hay duda de que el pueblo estadounidense ha visto cómo se pone a prueba ese punto justo. Con las imágenes de Abu Ghraib y las brutales técnicas de interrogatorio que se hicieron públicas mucho antes de que yo fuera presidente, el pueblo estadounidense se enteró de las medidas que se tomaron en su nombre y que no se parecen en nada a los ideales por los que combatieron generaciones anteriores. Y así se trate de las decisiones que precedieron la guerra en Iraq o la revelación de programas secretos, a menudo el pueblo estadounidense sintió que se le ocultó innecesariamente parte del relato. Ello motiva la acumulación de sospechas. Ello provoca la necesidad de rendir cuentas.
Yo me postulé a la presidencia prometiendo transparencia, y yo cumplo lo que he dicho. Por eso, siempre que sea posible, divulgaremos la información al pueblo estadounidense, para que pueda formarse criterios informados y exigirnos cuentas. Sin embargo nunca he sostenido, ni lo haré jamás, que nuestros asuntos de seguridad nacional más delicados deben ser un libro abierto. Nunca desistiré, y lo defenderé con todo vigor, de la necesidad de clasificar los documentos para defender a nuestras tropas en guerra, para proteger nuestras fuentes y métodos, y para proteger las acciones confidenciales que permiten proteger al pueblo estadounidense. Por ese motivo, cuando no podamos divulgar públicamente alguna información por motivos legítimos de seguridad nacional, insistiré en la fiscalización de mis actuaciones, ya sea por parte del Congreso o por los tribunales.
Hemos iniciado un análisis de las políticas vigentes en los organismos responsables de la clasificación de los documentos, para determinar donde se puede realizar reformas, y para asegurarnos de que los demás poderes del gobierno puedan analizar las decisiones del poder ejecutivo en estos asuntos, porque en nuestro sistema de pesos y contrapesos alguien siempre tiene que vigilar a los vigilantes, especialmente cuando se trata de información confidencial.
Según los mismos criterios, mi gobierno también encara desafíos relativos a lo que se conoce como el privilegio del “secreto de Estado”. Esta doctrina permite al gobierno impugnar casos legales relacionados con programas secretos. Muchos ex presidentes, tanto republicanos como demócratas, la han utilizado durante décadas. Si bien este principio es absolutamente necesario para proteger la seguridad nacional, me preocupa el hecho de que se haya utilizado en exceso. No debemos proteger información simplemente porque revele la violación de una ley o perjudique al gobierno. Por ese motivo, mi gobierno está a punto de concluir un análisis exhaustivo de esta práctica.
Nos proponemos adoptar varios principios para la reforma. Aplicaremos pruebas legales más estrictas con respecto al material que pueda ser protegido con el privilegio del secreto de Estado. No plantearemos el privilegio ante el tribunal sin primero seguir el procedimiento formal, lo cual incluye su revisión a cargo de una comisión del Departamento de Justicia y luego la aprobación personal del secretario de Justicia. Finalmente, cada año informaremos voluntariamente al Congreso cuando invoquemos ese privilegio, y el por qué, porque debe existir una fiscalización adecuada de nuestras actuaciones.
En todo lo relacionado con el asunto de la revelación de información confidencial, me gustaría poder decir que existe una fórmula simple, pero no la hay. Son decisiones difíciles que entrañan preocupaciones antagónicas y que precisan un enfoque minucioso, pero el hilo conductor de todas mis decisiones es sencillo: tomaremos las precauciones necesarias para proteger al pueblo estadounidense, pero también garantizaremos la rendición de cuentas y la fiscalización que caracterizan nuestro sistema constitucional. Nunca ocultaré la verdad porque me resulte incómoda. Trataré con el Congreso y con los tribunales como poderes co-iguales del gobierno. Le diré al pueblo estadounidense lo que sé y lo que no sé, y cuando divulgue algo públicamente, o guarde algo en secreto, les diré por qué.
En todos los asuntos que he abordado hoy, las políticas que propongo representan una nuevo camino con respecto a los últimos ocho años. Para proteger al pueblo estadounidense, y nuestros valores, hemos prohibido las duras técnicas de interrogatorio. Vamos a clausurar la prisión de Guantánamo. Estamos reformando las comisiones militares e implantaremos un nuevo régimen jurídico para detener a los terroristas. Estamos desclasificando más información y adoptando la idea de una mayor fiscalización de nuestras acciones, así como limitando el uso del privilegio del secreto de Estado. Estos son cambios drásticos que colocarán nuestro enfoque de seguridad nacional en una posición más segura, a salvo y más sostenible, y aplicación llevará tiempo.
Existe un principio básico que aplicaré en todas las medidas que tomemos: al mismo tiempo que limpiamos el desorden de Guantánamo, reevaluaremos constantemente nuestro enfoque, someteremos nuestras decisiones al análisis de los demás poderes del gobierno y trataremos de encontrar el marco legal más firme y sostenible para resolver estos temas a largo plazo. Al hacerlo, podemos dejar un legado que sobreviva a mi administración y que le sirva al próximo presidente y al que le siga; un legado que proteja al pueblo estadounidense y que goce de amplia legitimidad en nuestro país y en el extranjero.
Esto es lo que quiero decir cuando digo que tenemos que mirar al futuro. Reconozco que muchos tienen todavía el fuerte deseo de enfocarse en el pasado. Cuando se trata de las medidas que se tomaron en los últimos ocho años, algunos estadounidenses se enojan, otros quieren volver a librar debates que ya se han resuelto de la manera más clara en la urna de votación en noviembre. Sé que estos debates conducen directamente a la exigencia de una rendición de cuentas más exhaustiva, tal vez por medio de una comisión independiente.
Me he opuesto a la creación de semejante comisión porque considero que nuestras actuales instituciones democráticas son lo suficientemente fuertes para realizar la rendición de cuentas. El Congreso puede investigar el abuso de nuestros valores y en la actualidad está llevando a cabo investigaciones sobre asuntos como las técnicas de interrogatorio mejoradas. El Departamento de Justicia y nuestros tribunales pueden ocuparse y castigar cualquier violación de nuestras leyes.
Sé que no es ningún secreto que en Washington existe la tendencia de perder el tiempo lanzando acusaciones. Nuestra cultura mediática también alimenta los impulsos que generan una buena pelea. Nada contribuiría más a eso que la prolongación de los litigios de los últimos ocho años. Ya hemos visto como ese tipo de esfuerzos terminan por enfrentar a la gente en Washington y ambos bandos terminan echándose la culpa, y nos puede distraer de enfocar nuestro tiempo, esfuerzos y políticas en los desafíos del futuro.
Lo vemos, sobre todo, en la manera en que los debates recientes se han visto oscurecidos por dos fines opuestos y absolutistas. Por un lado, están quienes le asignan muy poco valor a los desafíos singulares que plantea el terrorismo y casi nunca colocarían la seguridad nacional por encima de la transparencia. Por el otro lado están aquellos cuya perspectiva se puede resumir en pocas palabras: “todo está permitido”. Sus argumentos indican que los fines para combatir el terrorismo pueden utilizarse para justificar cualquier medio y que el presidente debe tener autoridad plena para hacer lo que quiera, siempre que sea un presidente con el que estén de acuerdo.
Es posible que ambos lados sean francos con sus criterios, pero ninguno tiene razón. El pueblo estadounidense no es absolutista y no nos eligen para imponer una ideología rígida para nuestros problemas. Saben que no necesitamos sacrificar nuestra seguridad en nombre de nuestros valores, ni sacrificar nuestros valores en nombre de la seguridad, siempre que podamos resolver las cuestiones difíciles con franqueza y atención, y una dosis de sentido común. Ese es, después de todo, el genio de Estados Unidos. Ese es el desafío que plantea nuestra Constitución. Esa ha sido la fuente de nuestra fortaleza a lo largo de los tiempos. Eso es lo que hace a Estados Unidos de Norteamérica diferente como país.
Puedo presentarme hoy aquí, como presidente de Estados Unidos, para asegurar sin excepción ni equivocación que nosotros no torturamos, y que protegeremos decididamente a nuestro pueblo a la vez que forjamos un marco legal estricto y duradero que nos permita luchar contra el terrorismo al mismo tiempo que respetamos el estado de derecho. Que quede bien claro: si no conseguimos pasar la página del enfoque que se impuso durante los últimos años, entonces no seré capaz de afirmar esto como presidente. Si no podemos abogar con firmeza esos valores fundamentales, entonces no estamos ateniéndonos a los documentos que están consagrados en este salón.
Los autores de la Constitución no podían haber vaticinado los desafíos que han surgido durante los últimos 222 años. Pero nuestra Constitución ha resistido la secesión y los derechos civiles, la Guerra Mundial y la Guerra Fría, porque proporciona principios fundamentales que se pueden aplicar con pragmatismo, es una brújula que nos puede ayudar a encontrar nuestro camino. No siempre ha sido fácil. Somos un pueblo imperfecto. De vez en cuando hay quienes piensan que la seguridad y el éxito de Estados Unidos nos exige abandonar los principios sagrados consagrados en este edificio. Esas voces también se escuchan hoy en día. Pero el pueblo estadounidense ha resistido la tentación. Y aunque hayamos cometido errores y hecho correcciones en el camino, nos hemos mantenido firmes con los principios que han sido la fuente de nuestra fortaleza y una guía para el mundo.
Ahora, esta generación hace frente a una prueba importante con el espectro del terrorismo. A diferencia de la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, no podemos contar con una ceremonia de rendición que dé por terminada la jornada. Actualmente, en lejanos campos de entrenamiento y en ciudades atestadas, hay gente que urde tramas para segar vidas estadounidenses. Esa será la situación dentro de un año, dentro de cinco años, y con toda probabilidad de aquí a diez años. Ni yo, ni nadie más presente aquí hoy puede decir que no habrá otro atentado terrorista que se cobre vidas estadounidenses. Pero lo que sí puedo decir con certeza es que mi administración, junto con nuestras extraordinarias tropas y los hombres y mujeres patriotas que defienden nuestra seguridad nacional, haremos todo lo posible para garantizar la seguridad del pueblo estadounidense. Sé con certeza que podemos derrotar a al-Qaida. Puesto que los terroristas sólo pueden tener éxito si crecen sus filas y separan a Estados Unidos de sus aliados, nunca lo lograrán si seguimos siendo quienes somos, si forjamos enfoques firme y prolongados, arraigados en nuestros ideales eternos, para combatir el terrorismo.
Esto debe ser nuestro propósito común. Yo me postulé a la presidencia porque considero que no podemos resolver los desafíos de nuestro tiempo a menos que los resolvamos juntos. No estaremos seguros si consideramos que la seguridad nacional es una cuña que divide a Estados Unidos. Puede y debe ser la causa que nos una como pueblo, como un solo país. Lo hemos hecho así en momentos más peligrosos que el nuestro. Lo volveremos a hacer otra vez. Gracias, que Dios los bendiga y que Dios bendiga a Estados Unidos de América.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter