“Tuve que salir de mi país para obtener justicia”. Es la declaración de la madre de uno de los desaparecidos, torturados y asesinados por el Estado colombiano: Germán Escué Zapata. Veintiún años después del crimen, a Colombia no le quedó otra opción que acatar la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos: luego de dos años de reticencias, tuvo que pedir perdón por la ejecución extrajudicial de un luchador social acusado de guerrillero
Jambaló, Colombia. Una noche de febrero de 1988, en el territorio indígena nasa de Jambaló, suroeste de Colombia, Etelvina Zapata vio cómo el ejército irrumpía en su casa y se llevaba a su hijo de 21 años, descalzo y casi desnudo, acusándolo de pertenecer a la guerrilla.
Esta mujer de 63 años, madre, abuela y bisabuela, no tuvo descanso desde entonces. Soportando muchas adversidades, como pernoctar en las montañas para escapar de las amenazas de muerte que sufría, ella y su familia denunciaron la tortura y el asesinato de su hijo, Germán Escué Zapata.
Pese a su juventud, Germán Escué era una autoridad del resguardo de Jambaló, en el departamento del Cauca, y uno de los líderes del movimiento de toma de tierras que habían sido ocupadas por terratenientes, iniciado en 1971 con la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca.
Veintiún años más tarde, Etelvina y los suyos recibieron al fin el reconocimiento por el que corrieron tantos peligros. El viernes 21, en la misma aldea de Vitayó donde Germán nació, fue asesinado y enterrado, desenterrado y vuelto a enterrar, el gobierno de Colombia reconoció su responsabilidad en el crimen y pidió perdón.
“Tuve que salir de mi país para obtener justicia”, decía Etelvina antes de que comenzara la ceremonia, apurada por terminar en su patio una gigantesca comida de carne, papas y arroz, preparada para miles de invitados y miembros de la guardia indígena que llegaban en coloridas “chivas” (autobuses).
Cuando ella y su familia hallaron el cuerpo de Escué torturado y con tres impactos de bala en las afueras del poblado, el ejército sostuvo que había caído víctima de fuego cruzado entre uniformados y la guerrilla, activa en este país desde 1964.
Menos de un mes después de su muerte, el caso fue presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El pedido público de perdón no fue un acto voluntario del gobierno colombiano, señaló en la ceremonia uno de los líderes de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC).
Después de cuatro cancelaciones, las autoridades dieron cumplimiento a la orden emitida en agosto de 2007 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como parte de su sentencia sobre el caso.
El fallo del máximo tribunal de derechos humanos del continente determinó la culpabilidad estatal por las torturas y muerte de Germán Escué a manos de militares y dispuso una serie de medidas que el gobierno debía llevar a cabo, como juzgar y castigar a los perpetradores.
Además, las autoridades debían publicar la sentencia de la corte en diarios colombianos en español y nasa, efectuar un acto público de asunción de responsabilidad y contrición, establecer un fondo comunitario en Jambaló a nombre del asesinado, prestar asistencia sanitaria y sicológica a la familia y a la comunidad y pagar la enseñanza superior de Miriam Escué Zapata, quien fue privada de conocer a su padre.
“Desde la noche misma que mataron al compañero, ellos sabían quién fue. Y sólo 21 años después llega la justicia, porque la comunidad internacional ha intervenido. ¿Es ésa la voluntad política del gobierno? ¿Es ése el desarrollo de los derechos de los pueblos indígenas por el que Colombia es alabada ante la comunidad internacional?”, cuestionó en la ceremonia el consejero de Educación de la ONIC, Darío Mejía.
Comencé a filmar esta historia en enero de 2007, cuando Zapata viajó en avión a San José, la capital de Costa Rica, con su nieta Miriam, que tenía nueve meses de edad cuando mataron a su padre, y con Flor Ilva Trochez, la primera mujer gobernadora de Jambaló.
Las tres fueron testigos clave en el caso de Germán Escué Zapata contra el Estado de Colombia, que se ventiló ante la Corte Interamericana, con sede en San José, tras 19 años sin conseguir que los tribunales colombianos impartieran justicia.
Para la cosmovisión nasa, o “ley de origen”, la armonía natural se altera cuando los restos de una persona son retirados de la tierra sagrada en la que fueron enterrados. En su testimonio, Zapata relató a los jueces que habían pasado cinco años desde que la fiscalía colombiana exhumó el cuerpo de su hijo. Pese a sus repetidos viajes a Popayán, capital del Cauca, no había podido recuperarlo.
En marzo de 2007, tres meses después de la audiencia en Costa Rica, los líderes espirituales de Jambaló emplearon ramas para esparcir agua sagrada, en un ritual comunitario, para dar la bienvenida, restaurar la armonía y sepultar los huesos de Germán una vez más en su tierra natal. Y Etelvina pudo volver a honrar a su hijo en su tumba.
La investigación inicial de la muerte estuvo a cargo de un tribunal militar colombiano que extravió el expediente. Pero en 2008, tras el fallo de la Corte Interamericana, tres miembros del ejército fueron condenados a 18 años de prisión por el asesinato, un periodo menor al que la familia dedicó a buscar justicia.
Este mes, entre las laderas montañosas de los Andes cultivadas con coca, tres anillos de guardias indígenas desarmados registraron a unos miles de personas que asistieron al histórico acto, vivido como una victoria de los pueblos nativos de este país y del movimiento nacional de víctimas de crímenes del Estado.
Viajé a la región, que es escenario de guerra, para filmar esta última escena de To be dust in our land (Ser polvo en nuestra tierra), un documental que sigue el caso de Germán Escué Zapata y de la búsqueda de justicia de su familia.
Esta historia vincula la persecución, pasada y presente, que sufre el movimiento indígena cuando se organiza para reclamar sus tierras ancestrales.
La familia Escué Zapata ha dado guerreros al movimiento de toma de tierras desde que éste comenzó en el Cauca, en la década de 1970, para contrarrestar el avance terrateniente que empujaba a los nativos a las zonas más altas y escarpadas de las montañas.
Hoy, esas acciones continúan en el Sur del país, así como continúan las ejecuciones extrajudiciales de sus líderes.
El fallo de la corte requería la presencia de altos funcionarios en el acto público. El vicepresidente Francisco Santos envió una carta. La viceministra del Interior y de Justicia, Vivian Manrique, efectuó en persona el pedido de perdón.
“Éste es un acto simbólico del Estado para reconocer sus errores, pese al tiempo transcurrido”, dijo a la multitud Manrique, flanqueada por dos guardias indígenas. “Hoy, en nombre del gobierno de Colombia y del presidente Álvaro Uribe, pedimos perdón por actos que nunca debieron ocurrir, actos violentos que condujeron a la muerte de un miembro de una comunidad indígena”, agregó.
En su visita a Colombia en junio, el relator especial de las Naciones Unidas sobre las ejecuciones extrajudiciales, Philip Alston, sostuvo que ésta es una práctica sistemática empleada por la fuerza pública, que afecta “de forma desproporcionada a poblaciones rurales y pobres, pueblos indígenas, afrocolombianos, sindicalistas, defensores de derechos humanos y líderes comunitarios”.
“Lo que no se ha dicho es que esta práctica no es de ahora, es histórica, y el caso de Germán Escué es uno de muchos que siguen clamando justicia”, aseveró el consejero Mejía, de la ONIC, en la ceremonia.
En los últimos dos años, el ejército, paramilitares de extrema derecha y la guerrilla izquierdista han matado a 156 indígenas, 68 sólo en lo que va de 2009. En septiembre pasado fueron masacrados 11 awás, entre ellos cuatro niños y tres adolescentes, en el sureño y fronterizo departamento de Nariño.
“Debemos conseguir que el Estado nos respete. Dicen que éstos son errores, pero no podemos aceptar la impunidad”, dijo por su parte Mario Escué, padre de Germán.
Miriam Escué, de 22 años, optó por no hablar en la ceremonia, en parte porque el gobierno no ha cumplido aún con el pago de sus estudios universitarios. Pero ella sí hablo con IPS: “Mi familia puede descansar un poco después de este acto, pero debemos seguir luchando por otros líderes asesinados”.
Sobre el final, Etelvina, luciendo un vestido azul pálido, pronunció palabras de madre y de anciana sabia: “Esto es un trozo de historia que enseñamos, no sólo a nuestra familia, sino a toda la comunidad y también a otras. Esto es lo que quería, que se hiciera público”, dijo ante los delegados del gobierno, algunas cámaras de televisión y los invitados, la mayoría nasas, congregados bajo un toldo de plástico negro. “Esto fue lo que busqué en memoria de Germán”.
“Tuve que salir de mi país para obtener justicia”. Es la declaración de la madre de uno de los desaparecidos, torturados y asesinados por el Estado colombiano: Germán Escué Zapata. Veintiún años después del crimen, a Colombia no le quedó otra opción que acatar la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos: luego de dos años de reticencias, tuvo que pedir perdón por la ejecución extrajudicial de un luchador social acusado de guerrillero
Jambaló, Colombia. Una noche de febrero de 1988, en el territorio indígena nasa de Jambaló, suroeste de Colombia, Etelvina Zapata vio cómo el ejército irrumpía en su casa y se llevaba a su hijo de 21 años, descalzo y casi desnudo, acusándolo de pertenecer a la guerrilla.
Esta mujer de 63 años, madre, abuela y bisabuela, no tuvo descanso desde entonces. Soportando muchas adversidades, como pernoctar en las montañas para escapar de las amenazas de muerte que sufría, ella y su familia denunciaron la tortura y el asesinato de su hijo, Germán Escué Zapata.
Pese a su juventud, Germán Escué era una autoridad del resguardo de Jambaló, en el departamento del Cauca, y uno de los líderes del movimiento de toma de tierras que habían sido ocupadas por terratenientes, iniciado en 1971 con la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca.
Veintiún años más tarde, Etelvina y los suyos recibieron al fin el reconocimiento por el que corrieron tantos peligros. El viernes 21, en la misma aldea de Vitayó donde Germán nació, fue asesinado y enterrado, desenterrado y vuelto a enterrar, el gobierno de Colombia reconoció su responsabilidad en el crimen y pidió perdón.
“Tuve que salir de mi país para obtener justicia”, decía Etelvina antes de que comenzara la ceremonia, apurada por terminar en su patio una gigantesca comida de carne, papas y arroz, preparada para miles de invitados y miembros de la guardia indígena que llegaban en coloridas “chivas” (autobuses).
Cuando ella y su familia hallaron el cuerpo de Escué torturado y con tres impactos de bala en las afueras del poblado, el ejército sostuvo que había caído víctima de fuego cruzado entre uniformados y la guerrilla, activa en este país desde 1964.
Menos de un mes después de su muerte, el caso fue presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El pedido público de perdón no fue un acto voluntario del gobierno colombiano, señaló en la ceremonia uno de los líderes de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC).
Después de cuatro cancelaciones, las autoridades dieron cumplimiento a la orden emitida en agosto de 2007 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como parte de su sentencia sobre el caso.
El fallo del máximo tribunal de derechos humanos del continente determinó la culpabilidad estatal por las torturas y muerte de Germán Escué a manos de militares y dispuso una serie de medidas que el gobierno debía llevar a cabo, como juzgar y castigar a los perpetradores.
Además, las autoridades debían publicar la sentencia de la corte en diarios colombianos en español y nasa, efectuar un acto público de asunción de responsabilidad y contrición, establecer un fondo comunitario en Jambaló a nombre del asesinado, prestar asistencia sanitaria y sicológica a la familia y a la comunidad y pagar la enseñanza superior de Miriam Escué Zapata, quien fue privada de conocer a su padre.
“Desde la noche misma que mataron al compañero, ellos sabían quién fue. Y sólo 21 años después llega la justicia, porque la comunidad internacional ha intervenido. ¿Es ésa la voluntad política del gobierno? ¿Es ése el desarrollo de los derechos de los pueblos indígenas por el que Colombia es alabada ante la comunidad internacional?”, cuestionó en la ceremonia el consejero de Educación de la ONIC, Darío Mejía.
Comencé a filmar esta historia en enero de 2007, cuando Zapata viajó en avión a San José, la capital de Costa Rica, con su nieta Miriam, que tenía nueve meses de edad cuando mataron a su padre, y con Flor Ilva Trochez, la primera mujer gobernadora de Jambaló.
Las tres fueron testigos clave en el caso de Germán Escué Zapata contra el Estado de Colombia, que se ventiló ante la Corte Interamericana, con sede en San José, tras 19 años sin conseguir que los tribunales colombianos impartieran justicia.
Para la cosmovisión nasa, o “ley de origen”, la armonía natural se altera cuando los restos de una persona son retirados de la tierra sagrada en la que fueron enterrados. En su testimonio, Zapata relató a los jueces que habían pasado cinco años desde que la fiscalía colombiana exhumó el cuerpo de su hijo. Pese a sus repetidos viajes a Popayán, capital del Cauca, no había podido recuperarlo.
En marzo de 2007, tres meses después de la audiencia en Costa Rica, los líderes espirituales de Jambaló emplearon ramas para esparcir agua sagrada, en un ritual comunitario, para dar la bienvenida, restaurar la armonía y sepultar los huesos de Germán una vez más en su tierra natal. Y Etelvina pudo volver a honrar a su hijo en su tumba.
La investigación inicial de la muerte estuvo a cargo de un tribunal militar colombiano que extravió el expediente. Pero en 2008, tras el fallo de la Corte Interamericana, tres miembros del ejército fueron condenados a 18 años de prisión por el asesinato, un periodo menor al que la familia dedicó a buscar justicia.
Este mes, entre las laderas montañosas de los Andes cultivadas con coca, tres anillos de guardias indígenas desarmados registraron a unos miles de personas que asistieron al histórico acto, vivido como una victoria de los pueblos nativos de este país y del movimiento nacional de víctimas de crímenes del Estado.
Viajé a la región, que es escenario de guerra, para filmar esta última escena de To be dust in our land (Ser polvo en nuestra tierra), un documental que sigue el caso de Germán Escué Zapata y de la búsqueda de justicia de su familia.
Esta historia vincula la persecución, pasada y presente, que sufre el movimiento indígena cuando se organiza para reclamar sus tierras ancestrales.
La familia Escué Zapata ha dado guerreros al movimiento de toma de tierras desde que éste comenzó en el Cauca, en la década de 1970, para contrarrestar el avance terrateniente que empujaba a los nativos a las zonas más altas y escarpadas de las montañas.
Hoy, esas acciones continúan en el Sur del país, así como continúan las ejecuciones extrajudiciales de sus líderes.
El fallo de la corte requería la presencia de altos funcionarios en el acto público. El vicepresidente Francisco Santos envió una carta. La viceministra del Interior y de Justicia, Vivian Manrique, efectuó en persona el pedido de perdón.
“Éste es un acto simbólico del Estado para reconocer sus errores, pese al tiempo transcurrido”, dijo a la multitud Manrique, flanqueada por dos guardias indígenas. “Hoy, en nombre del gobierno de Colombia y del presidente Álvaro Uribe, pedimos perdón por actos que nunca debieron ocurrir, actos violentos que condujeron a la muerte de un miembro de una comunidad indígena”, agregó.
En su visita a Colombia en junio, el relator especial de las Naciones Unidas sobre las ejecuciones extrajudiciales, Philip Alston, sostuvo que ésta es una práctica sistemática empleada por la fuerza pública, que afecta “de forma desproporcionada a poblaciones rurales y pobres, pueblos indígenas, afrocolombianos, sindicalistas, defensores de derechos humanos y líderes comunitarios”.
“Lo que no se ha dicho es que esta práctica no es de ahora, es histórica, y el caso de Germán Escué es uno de muchos que siguen clamando justicia”, aseveró el consejero Mejía, de la ONIC, en la ceremonia.
En los últimos dos años, el ejército, paramilitares de extrema derecha y la guerrilla izquierdista han matado a 156 indígenas, 68 sólo en lo que va de 2009. En septiembre pasado fueron masacrados 11 awás, entre ellos cuatro niños y tres adolescentes, en el sureño y fronterizo departamento de Nariño.
“Debemos conseguir que el Estado nos respete. Dicen que éstos son errores, pero no podemos aceptar la impunidad”, dijo por su parte Mario Escué, padre de Germán.
Miriam Escué, de 22 años, optó por no hablar en la ceremonia, en parte porque el gobierno no ha cumplido aún con el pago de sus estudios universitarios. Pero ella sí hablo con IPS: “Mi familia puede descansar un poco después de este acto, pero debemos seguir luchando por otros líderes asesinados”.
Sobre el final, Etelvina, luciendo un vestido azul pálido, pronunció palabras de madre y de anciana sabia: “Esto es un trozo de historia que enseñamos, no sólo a nuestra familia, sino a toda la comunidad y también a otras. Esto es lo que quería, que se hiciera público”, dijo ante los delegados del gobierno, algunas cámaras de televisión y los invitados, la mayoría nasas, congregados bajo un toldo de plástico negro. “Esto fue lo que busqué en memoria de Germán”.
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