Durante la tercera cumbre del G20 en Pittsburg, el presidente Obama sentenció el deceso oficial de un cadáver: el G8, que únicamente esperaba su liturgia funeral.
Propiamente dicho, es más bien el G7 –que dominó al mundo occidental durante la etapa de la bipolaridad, ya no se diga que reinó imperturbablemente durante la fase unipolar debido a la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)– el que fenece en las manos del mandatario estadunidense.
El G8 representó una simulación, para no decir una humillación, que incorporó a Rusia en donde ésta ni tenía nada que hacer y siempre brilló por su ausencia, cuando no opacidad, debido a su inferioridad financiera frente a los siete actores mayúsculos que detentaban el control de las finanzas mundiales; en primer término la dupla anglosajona de Estados Unidos y Gran Bretaña –que ocupan los dos primeros lugares del Índice de Desarrollo Financiero del Foro Económico Mundial de Davos–, seguida por Alemania y Japón (dos plazas financieras relevantes), y luego por Francia y las plazas menores de Canadá e Italia.
En realidad, el G7, extensivo al G8 (con una Rusia emasculada financieramente), constituía prácticamente el predominio exclusivo de la anglósfera donde Wall Street y la City se despachaban con la cuchara grande. En un inicio, en el mundo occidental, desde su creación en 1976. Y luego, en el mundo entero gracias a la aplicación unilateral de la globalización financiera a partir de la disolución de la URSS desde 1991.
En sus 33 años de vida, el enfoque del G7, extensivo al G8, fue exageradamente financierista y su deceso simboliza y refleja extensamente el declive de la financiarización especulativa que llevó primordialmente a Wall Street y a la City a su debacle, quienes a su vez, desde su epicentro, arrastraron a la mayor parte dependiente del mundo a la peor crisis (que a penas entra a su segunda fase) desde la década de 1930.
Dicho en corto: se muere el G7 financierista sobrecargado de deudas, prácticamente sin ahorros y con crecimientos económicos menos que mediocres.
A nuestro juicio, detrás del deceso del G7 –dominado por la otrora superpotencia unipolar estadunidense y sus aliados europeos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN): Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia– se encuentra la doble derrota geoestratégica de Estados Unidos y de la propia OTAN en el Medio Oriente, tanto en Irak como en Afganistán, en paralelo a las tres derrotas de Israel en el “pequeño Medio Oriente”, que definieron la gestación y las coordenadas del nuevo orden multipolar mundial.
Israel, el aliado privilegiado de Estados Unidos y la OTAN en el “pequeño Medio Oriente”, sufrió tres derrotas consecutivas: dos, en las “guerras asimétricas”, tanto contra la guerrilla chiíta libanesa de Hezbolá como frente a la guerrilla sunnita palestina de Hamas (ambas aliadas de Irán), y una tercera poco publicitada en su alianza con el ejército aventurero de Georgia, humillado por Rusia en Osetia del Sur.
La debacle financiera de Wall Street y la City se encontraba escrita en el muro desde finales de la década de 1990 (ejemplo, la quiebra de Long-Term Capital Management), que orilló a sus países a optar por la vía militar para colmar sus faltantes en las arcas financieras mediante la captura del los hidrocarburos en el Medio Oriente, en particular en Irak.
La derrota catastrófica de Estados Unidos en Irak –descrita así por sus generales y la cual afloró un año después de la invasión anglosajona que no pudo someter a la guerrilla sunnita árabe– ahondó la decadencia financierista de la otrora superpotencia unipolar, la cual se tornó en crisis energética (por su alta dependencia de hidrocarburos) y en crisis propiamente económica.
Podemos atrevernos a emitir la hipótesis de que la muerte real del G7 se gestó un año después a la invasión anglosajona a Irak, en la primavera de 2004, concomitante a la captura fallida de los hidrocarburos, cuando los dos binomios del petróleo-gas y del oro-plata iniciaron su ascenso irresistible en relación inversamente proporcional al desplome del dólar.
Cuando unos ganan, otros pierden. Evidentemente que la decadencia de la dupla financierista anglosajona fue aprovechada estupendamente por el ascenso del BRIC (Brasil, Rusia, India y China), que hoy forman el núcleo duro de los países emergentes del G20 que arropó al moribundo G7.
A diferencia del decadente G7, el BRIC posee las mayores reservas de divisas del mundo: se encuentra en los primeros 10 lugares de la economía mundial. Se pudiera aducir, en el contexto del mundo desequilibrado que nos tocó vivir, que el G7 dilapida lo que el G20 ahorra.
En la superficie, el G20 exhibe una estructura de veneración hiperbólica por el Producto Interno Bruto (PIB), el pibismo, ya que sus integrantes poseen el 80 por ciento del PIB mundial y dejan huérfanos de representatividad a casi el 90 por ciento de los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Si el G7 pecaba atrozmente de financierista, el G20 ofende cruelmente de economicista.
Así las cosas, asistimos a una hibridación contranatura en el seno del G20 que cobija tanto al decadente G7 financierista –que, dígase lo que se diga, siguió dictando la agenda en las tres conferencias realizadas hasta ahora–como al resplandeciente BRIC de corte economicista.
Hasta ahora el BRIC ha actuado prudentemente y le ha dejado la batuta de mando a la dupla anglosajona (no perder de vista que las tres primeras cumbres del G20 se celebraron en Washington, Londres y Pittsburg).
Con todo nuestro debido respeto, pero los del G20 son más bien 11, es decir, representan al viejo G7 más al cuatripartita BRIC. El restante de representados forma parte de la esfera geopolítica de influencia de los 11 que conforman su columna vertebral.
Tampoco se puede soslayar el poderío militar básicamente nuclear de tres países del viejo G7 (Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia) y de otros tantos del BRIC: nítidamente Rusia, India y China (aunque Brasil en cualquier momento podría optar por una bomba atómica, como ha reclamado su vicepresidente José Alencar). Lo que deseamos expresar es que más allá del pibismo superficial existen otro tipo de amarres, como el nuclear y el geopolítico que conjugan la cohesión laxa del G20.
Para la grave fase de crisis multidimensional (financiera, económica, energética, alimentaria, climática y hasta civilizatoria) que vive dramáticamente el planeta, el G20 posee mejores herramientas para enfrentar la adversidad legada por la dupla anglosajona que el mismo G7 al que controlaba a su antojo.
El problema no son las agrupaciones, sino los formatos, los liderazgos y las agendas. Así las cosas, el G20, en su modalidad vigente, representa más bien los intereses nostálgicos de la fenecida unipolaridad estadunidense, con sus deletéreos atavismos financieristas militaristas, que pretende controlar los daños que provocó al mundo entero y, sobre todo, repartir migajas a los países emergentes, básicamente del BRIC, en la nueva configuración del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Hasta ahora, en sus tres primeras cumbres, pese a la intensidad del apremio global, el G20 ha hecho mucho ruido publicitario con sus pocas nueces y no ha resuelto lo esencial, ni siquiera sus promesas fallidas.
Si por sus actos los conoceréis, entonces pareciera que en el seno del formato del híbrido G20, extrañamente el caduco G7, básicamente la dupla anglosajona, desea conservar sus privilegios financieristas a expensas del resplandor economicista del BRIC, lo cual, al contrario de un deseable “nuevo orden multipolar mundial”, lleva irremediablemente a su colisión interna y deja a la deriva el futuro de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, que también necesita urgentemente una cirugía reconstructiva de pies a cabeza.
¿Es el moribundo G7, específicamente la decadente dupla anglosajona, el Caballo de Troya del G20? En tal caso, regresaríamos por la puerta trasera al viejo orden unipolar estadunidense maquillado de “multilateralismo”, lo que difícilmente aceptaría el BRIC que aboga en forma realista por el nuevo orden multipolar mundial que pasa ineluctablemente por la multipolaridad de las divisas y el cese de la unipolaridad del dólar como única divisa de reserva global.
Si el G20 no consigue en forma ordenada algo parecido a la verdadera multipolaridad en sus próximas cumbres, entonces estará cavando su propia tumba y habrá que empezar a pensar creativamente en mejores formatos, liderazgos y agendas.
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