Se han vuelto cada vez más cínicos los gobernantes que han dejado sin vigencia los fines políticos establecidos jurídicamente en el artículo 9 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y los correspondientes en las constituciones de las 31 entidades. No hacen caso a las peticiones.
Tildan de locos a quienes pacíficamente se reúnen para tomar parte en los asuntos políticos del país. Y si permiten, todavía, las manifestaciones (sitiadas con amenazantes cordones policiacos que llegan a cumplir, para guardar las apariencias de la democracia directa), las dejan que desfilen por las calles, que al fin y al cabo, tras sus recorridos, se mueren, para resucitar una y otra vez, capturadas por la indiferencia gubernamental como protestas encadenadas en el círculo vicioso de la ineficacia.
Semejantes actos tienen lugar en otras democracias que se retroalimentan de su representación indirecta del pueblo y las muestras de la democracia directa tal y como manda toda práctica más o menos republicana.
En nuestra modesta pero heroica creación histórica, es una constante el que el pueblo, en su metamorfosis hacia la nacionalidad con patriotismo (Martha C Nussbaum, Los límites del patriotismo; John A. Hall y otros, Estado y nación; Gil Delannoi y Pierre André, compiladores, Teorías del nacionalismo; y el clásico de Hans Khon, Historia del nacionalismo), ha llevado sus protestas, manifestaciones y peticiones pacíficas y no atendidas, hasta sus últimas consecuencias.
Registrando tres violentísimas revoluciones, 1810, 1954 y 1910, intercaladas entre las vísperas de la Independencia, el levantamiento de Ayutla y la explosión antiporfirista, de revueltas, guerrillas y pronunciamientos de rebeldía contra los abusos del poder gubernamental, escudados en el Estado y sus brazos armados policiacos y militares.
Las revoluciones, siguiendo a Tocquevielle, son la suma de protestas y peticiones ahogadas a sangre y fuego (Alexis de Tocquevielle, El antiguo régimen y la revolución). El periodo posrevolucionario, de 1934 a 2010, del gigante estadista Lázaro Cárdenas, al enano antipolítico de Calderón, tiene un listado de peticiones, manifestaciones y protestas no atendidas ni resueltas y son el caldo de cultivo de la actual crisis general.
Cárdenas, apoyado y apoyándose en el pueblo, resolvió la Expropiación Petrolera, por ejemplo, y no encarceló ni reprimió las protestas ni a sus líderes. En cambio, de Camacho a Calderón, el país se ha convertido en un volcán de problemas sociales a raíz de las cientos de miles de casos reprimidos y no resueltos.
La historia no se repite, como pensaron Vico, Gobineau, Toynbee, Hegel, Spengler, Burckhardt, etcétera (“Otros más sabios y más eruditos han descubierto en la historia una trama, un ritmo, un modelo predeterminado… Sólo me ha sido posible ver crisis sucediéndose como las olas una a otra… El terreno ganado por una generación puede ser perdido por la siguiente”: Herbert A L Fisher, Historia de Europa; y Veit Valentin, Historia universal).
Por eso, coincidentemente, nos está tocando a los mexicanos enfrentar la acumulación de complicadísimos problemas sociales, económicos, políticos y culturales en el contexto de una degeneración del ejercicio de los poderes de todos niveles.
Donde todos a una, como en moderna versión de Fuenteovejuna al revés, desatienden peticiones, reclamos y protestas en las manifestaciones, contra las que sólo responden (sobre todo las voces derechistas del Partido Acción Nacional, sus corifeos clericales y sectores afines)… ¡reglamentando la libertad de tránsito!, para derogar el derecho consignado en el artículo 11 constitucional, donde para nada se refiere a limitarlo, en cuanto manifestación republicana.
Esas acciones colectivas populares (no populistas, como las tachan los antidemocráticos y antirrepublicanos gobernantes que a duras penas si reconocen, como un rito, que los ciudadanos van cada vez menos a las urnas para “elegirlos”) son, salvo que su registro por investigadores exista, innumerables. Y al 99 por ciento jamás le prestaron atención.
A la fecha, ante el temor de ser sangrientamente reprimidos (como en 1968 y 1971; en 2004 en Atenco o en Acteal, Aguas Blancas y el Charco, para citar dos que tres), las protestas se han vuelto manifestaciones, huelgas de hambre y reuniones exageradamente pacíficas, como las de los padres de 49 bebés, que en la guardería sonorense, por homicidios culposos, perecieron quemados y 70 más están desfigurados de por vida, al grado de que ningún servidor público, directa o indirectamente implicado, está sujeto a proceso.
Que protesten, que se manifiesten y que planteen peticiones, de todas maneras no serán escuchados, salvo espiados y vigilados policiacamente para desaparecer dirigentes, encarcelarlos y, de tal manera, reprimirlos.
¿Qué hacer? La pregunta de un incendiario texto revolucionario de Lenin vuelve a presentarse. Los mexicanos ya no saben cómo hacer para que los gobernantes agudicen sus cinco sentidos para escuchar y ver esas protestas, hechas ante gobernantes que perdieron el sentido de la orientación democrática y republicana de gobernar en beneficio del pueblo en lugar de privilegiar a su oligarquía y cómplices de la plutocracia.
Y para hacerles ver que nunca ha existido el mercado libre ni con Adam Smith, ídolo del liberalismo económico, salvo con y a partir de Milton Friedman y su perverso experimento chileno que Calderón está imponiendo con el apoyo de los legisladores, para convertir a los mexicanos en los nuevos conejillos de indias del pinochetismo económico-calderonista.
Para nada sirven peticiones y protestas, pues gobernantes y funcionarios no les prestan atención en la medida que no rebasen lo pacífico. Por eso es que, al conjuro o no de las gloriosas revoluciones de Independencia (1810), la de la restauración de la república (1854) y la democrática (1910), como escribió Víctor Hugo, se vuelve a escuchar el ronco son de la revolución.
Estamos entre lo pacífico y lo violento. Todo está en el límite cuando están a punto de estallar el desempleo masivo; las enfermedades de millones de mexicanos; millones de jóvenes sin oportunidad escolar; indígenas y sectores humanos colindantes, en la hambruna. Alza de impuestos, como cuando Santa Anna.
¿Qué hacer? Los mexicanos tienen la última palabra en su derecho constitucional o violentamente “alterar o modificar la forma de su gobierno”, que es el derecho a la revolución del pueblo, de la nación, de la patria, por la que hace dos siglos estalló la Independencia y hace un siglo la caída del mal gobierno porfirista, resucitado sobre todo desde el alemanismo y recrudecido con el calderonismo.
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