La jubilación del número 2 de la CIA permitirá quizás aclarar el funcionamiento de la agencia estadounidense de inteligencia. Stephen Kappes, quien ya había sido puesto al margen de la CIA en 2004, era un representante de los más sórdidos métodos de la agencia sin poder presentar resultados concretos que justificaran su uso. Parece sin embargo poco probable que «el viejo sabio» de la CIA, como gustaba de hacerse llamar a sí mismo, se dé por vencido tan rápidamente.
En todo caso, los odios internos deben resultar finalmente provechosos para Michael Morell, quien parece ser ahora el mejor ubicado para convertirse en el próximo director de la CIA. En definitiva, si bien los métodos de ciegos que caracterizaron todo lo que se hizo después del 11 de septiembre reciben así cierta forma de condena, paradójicamente los hombres del 11 de septiembre parecen tener grandes posibilidades de tomar el control de la CIA.
El número 2 de la CIA, el muy temido Stephen R. Kappes, solicitó su jubilación de forma anticipada y se retiró en medio de un sinnúmero de elogios, lo cual confirma en realidad que el hombre ha caído en desgracia en un medio en que el secretismo constituye la única regla.
En la hoja de servicio del saliente director adjunto de la CIA se encuentra el haber convencido a Libia de renunciar a su programa de desarrollo nuclear.
El número 3, Michael J. Morell, sube ahora un escalón en la jerarquía de la CIA y se convierte así en el principal candidato a la categoría de sucesor del actual director, Leon E. Panetta, quien llegará en 2013 a la edad límite para ocupar ese cargo. Fran Moore se convierte a su vez en número 3 mientras que Stephanie O’Sullivan se hace cargo de la supervisión de las operaciones cotidianas.
El director de operaciones especiales, Michael J. Sulick, especialmente vinculado a Kappes, pudiera verse obligado a pasar a él también a la jubilación anticipada.
En 2004 se produjo un conflicto entre la CIA y la administración Bush, cuando la casa Blanca reveló la identidad de la agente Valerie Plame para vengarse así de su esposo, el embajador Joseph Wilson, quien había desmentido los informes según los cuales Sadam Husein había realizado compras de uranio en Níger. El asunto se convirtió rápidamente en una especie de revuelta de la agencia contra los neoconservadores, acusados con toda justicia de estar fabricando informes falsos con fines políticos y de poner en peligro el funcionamiento de la CIA.
En definitiva, el presidente George W. Bush acabó por deshacerse del director de la CIA, poniendo en su lugar a Porter J. Goss, un ex agente que se había reciclado como parlamentario.
Porter Goss fue nombrado también director de la Inteligencia Nacional, lo cual no sólo le permitió purgar la CIA sino meter igualmente en cintura a todos los demás servicios de inteligencia estadounidenses. Después de su nominación, su primera decisión fue la expulsión inmediata de Stephen R. Kappes y Michael J. Sulick. Al extremo que los dos fueron escoltados inmediatamente a sus respectivas oficinas para que recogieran sus efectos personales y sacados del edificio al instante.
Kappes y Sulick prepararon después, durante meses, su venganza contra Goss, hasta que lograron precipitar su caída y volver ellos mismos a la CIA de la mano de su sucesor, el general Michael Hayden.
Víctimas de los neoconservadores, Kappes y Sulick recibieron el apoyo de los demócratas, esencialmente a través de Diane Feisntein (actual presidenta de la Comisión de Inteligencia del Senado), apoyo motivado por razones de orden estrictamente políticas y sin que se cuestionaran los resultados de su labor.
Kappes y Sulick habían sido sin embargo los artífices de la generalización de las prisiones secretas en el extranjero y de los asesinatos perpetrados con el uso de aviones sin piloto.
Después de la elección de Barack Obama, los demócratas esperaban poner a Kappes a la cabeza de la CIA y situar a Sulick como número 2. Pero el secretario republicano de Defensa Robert Gates y el ex consejero republicano de seguridad nacional Brent Scowcroft obligaron al presidente demócrata a seleccionar como director de la agencia a un miembro de la Comisión Baker-Hamilton, Leon Panetta, quien aceptó a su vez mantener en su equipo a Kappes y Sulick.
Sólo después de haberse alcanzado la solución de todo este enredo político empezó a salir a colación la cuestión de los métodos de Kappes y Sulick. Ellos se esforzaron por globalizar la gestión de la inteligencia y del personal. Basaron su trabajo en la cooperación con agencias extranjeras, consideradas más competentes en sus respectivas regiones.
Al hacerlo lograron ganar mucho tiempo en el montaje de operaciones, pero perdieron el control del reclutamiento de agentes en el terreno. La cooperación entre agencias les había permitido también secuestrar opositores en cualquier lugar del mundo, mantenerlos en cautiverio en prisiones secretas instaladas en 66 países y someterlos a la tortura. El descubrimiento de la envergadura que alcanzó el uso de esas prácticas suscitó la cólera de Leon E. Panetta, católico militante, muy preocupado por las cuestiones éticas.
Aparentemente, esa forma de trabajar dio al principio excelentes resultados, pero pronto empezaron a aparecer problemas.
El error fatal parece haberse producido a fines de 2009. En ese momento, Stephen R. Kappes anunció personalmente al presidente Obama que acababa de reclutar, gracias a los servicios secretos jordanos, a uno de sus agentes infiltrado en la cúpula de al-Qaeda: Khalil Abu-Mulal al-Balawi. Gracias a este hombre, la CIA podía abrigar esperanzas de acabar rápidamente con Osama Ben Laden, de quien se afirma que sigue escondido entre las tribus afgano-pakistaníes.
El 30 de diciembre de 2009 se organizaba en la base estadounidense de Khost, en Afganistán, un brindis de bienvenida para celebrar la llegada de este providencial espía. Pero el hombre traía un cinturón explosivo que hizo estallar en medio de los presentes, matando a 7 personas e hiriendo a muchas otras. Todos los responsables locales de la CIA quedaban así fuera de combate.
Por su parte, la prensa estadounidense se hizo eco de la muerte, en 2002 y a consecuencia de las torturas, de un detenido de la CIA en Afganistán, Gul Rahman, y de la manera como Kappes había ordenado quemar el cadáver para evitar el escándalo. Su actitud fue interpretada como una luz verde para todo tipo de abusos, que desde aquel momento fueron cosa cotidiana.
Para terminar, una denuncia sobre las torturas en Guantánamo se encuentra actualmente en su fase de instrucción en Estados Unidos, por iniciativa de los abogados del John Adams Project (un programa que conducen en común la ACLU y la ACDL).
La asociación logró conseguir fotos de varios torturadores de la CIA y está exigiendo que estos sean enviados a los tribunales. La cadena de mando, si la Justicia tratara de reconstruirla, conduciría inexorablemente hasta Kappes y Sulick, a menos que los abogados sean enviados a su vez a los tribunales por haber revelado los retratos de los agentes al servicio de la CIA, lo cual equivale a un acto de traición.
Por otra parte, el número 2 de la CIA, Michael J. Morell, fungía como oficial de enlace de la CIA ante el entonces presidente George W. Bush. Morell acompañaba al presidente en la mañana del 11 de septiembre de 2001 y fue él quien le presentó el informe cotidiano en su automóvil antes de llegar a la escuela elemental de Longboat Key, en la Florida.
Fue también el propio Morell quien le anunció al presidente que lo que se había estrellado contra la primera torre del World Trade Center no era un simple avioncito sino un gran avión de pasajeros. También fue Morell quien acompañó después al presidente Bush en su huida a través de los Estados Unidos y le presentó inmediatamente toda la argumentación destinada a atribuir los hechos a Osama Ben Laden.
En ese sentido, Michael J. Morell dispone del más absoluto apoyo del establishement y puede aspirar a obtener rápidamente el puesto de director de la CIA.
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– «Porter Goss, veterano de la acción secreta», Red Voltaire, 27 de junio de 2005.
– «Purga política en la CIA», Red Voltaire, 10 de enero de 2005.
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