Mañana 20 se conmemora el estallido de la más grande gesta popular latinoamericana en las barbas mismas del imperialismo. Acaso convenga llamar la atención de cómo los apóstatas y proditores criollos han eludido la referencia a aquellas jornadas inolvidables en que campesinos, obreros, hombres y mujeres del pueblo que levantaron la bandera de la rebelión contra la pezuña feudal de Porfirio Díaz. En Perú, el más importante difusor y gonfalonero de esa gesta, Víctor Raúl Haya de la Torre, escribió múltiples textos alusivos y aquí, a manera de proemio, colocamos algunos párrafos significativos de su temprana interpretación. También va el texto del magnífico librepensador y periodista Edgar González Ruiz. La exégesis que hace Manuel Camacho Solís, ambos mexicanos, completa la trilogía en homenaje al heroísmo de ese pueblo ejemplo y paradigma de valentía militante. (NdE.)

La Revolución mexicana es nuestra revolución

Víctor Raúl Haya de la Torre

“Nuestra experiencia histórica en América Latina, y especialmente la muy importante y contemporánea de México, nos demuestra que el inmenso poder del imperialismo yanqui no puede ser afrontado sin la unidad de los pueblos latinoamericanos.

Ninguna experiencia histórica, en verdad, más cercana y más aprovechable para los indoamericanos, que la que nos ofrece México. En mi concepto, la Revolución mexicana es nuestra revolución; es nuestro más fecundo campo de ensayo renovador. Sus aciertos y sus errores, sus fracasos y sus éxitos, sus contradicciones y sus impulsos constructivos, han de derivar para nuestros pueblos las más aprovechables lecciones. Recordemos que la Revolución Mexicana ha sido un movimiento espontáneo, que es preciso examinar, en toda su fascinante y a veces terrible realidad para comprender que nunca fue más exactamente aplicado el vocablo “biológico” a una revolución como en este caso.

A las puertas del más poderoso e imperialista país de la tierra, México ha hecho lo que su realidad le ha permitido hacer. Su impulso revolucionario detenido o desviado muchas veces, ha sido espontáneo y vigoroso. Ha pretendido ser aprovechado o por el imperialismo y sus agentes o por dirigentes miopes o sensuales, pero así – como el empuje autóctono de un pueblo que quiere libertarse de toda opresión-, la revolución mexicana conserva un extraordinario valor de experiencia para América.

No olvidemos, en primer término, que la revolución mexicana no la hicieron los comunistas.. No es indispensable ser comunista para ser revolucionario. El llamado “bolchevismo mexicano” es una de las tantas frases hechas que factura la prensa imperialista y repiten los ignorantes o malintencionados.

Y no hay que olvidar tampoco que México en su lucha revolucionaria por su independencia económica fue hasta donde pudo ir solo. Ningún país aislado de Indoamérica podría haber ido más lejos. Esa es la primera lección que nos ofrece la revolución mexicana. Sus limitaciones y sus derrotas son características de un pueblo que lucha aisladamente por libertarse del imperialismo y de sus aliados internos, bajo la presión formidable y próxima de su gran enemigo. Antes de ahora he escrito sobre la Revolución Mexicana conceptos en los que creo necesario insistir hoy:

En México, nosotros encontramos una revolución espontánea, sin programa apenas, una revolución de instinto, sin ciencia. México habría llegado a cumplir una misión para América Latina quizás tan grande como la de Rusia para el mundo, si su revolución hubiera obedecido a un programa. Pero la revolución mexicana no ha tenido teóricos ni líderes. Nada hay organizado científicamente. Es una sucesión maravillosa de improvisaciones, de tanteos, de tropezones, salvada por la fuerza popular, por el instinto enérgico y casi indómito del campesino revolucionario. Por eso es más admirable, la revolución mexicana: porque ha sido hecha por hombres ignorantes”. El Antimperialismo y el Apra, pp. 116-117-118, Obras Completas, Tomo IV, Víctor Raúl Haya de la Torre, Lima, 1977, Editorial Mejía Baca.
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México 1910-2010: Revolución y contrarrevolución

por Edgar González Ruiz; edgargr@prodigy.net.mx

A cien años de iniciada la Revolución Mexicana, el 20 de noviembre de 1910, el país está gobernado por los herederos de las fuerzas reaccionarias contra las que luchó ese movimiento.

Hace un siglo, los enemigos de la revolución eran principalmente los terratenientes, así como la jerarquía católica, inconforme con el triunfo de la Reforma, encabezada por Benito Juárez a mediados del siglo XIX.

Porfirio Díaz, el dictador que gobernó a México, durante tres décadas, hasta que la Revolución lo derrocó y lo hizo exiliarse en Francia, siguió, pese a sus antecedentes liberales y republicanos, una política de promoción de los grandes intereses económicos, así como de conciliación con las fuerzas clericales, estrategia que le ganó el apoyo de los sectores más conservadores de la sociedad.

Apologistas de Díaz, como Francisco Bulnes, lo definieron como el dictador que necesitaba México, y en particular las clases poderosas, para estimular el progreso económico del país, tener a raya a “la plebe” y poner fin al “jacobinismo”, mediante una política de conciliación con el conservadurismo católico. (V. Francisco Bulnes El verdadero Díaz y la revolución, Contenido, México, 1992).

Sin embargo, incluso Bulnes, que sigue siendo uno de los autores favoritos de la reacción, reconocía que la tiranía porfirista había llegado a extremos, a tal grado que, en el culto incondicional al mandatario, igual que sucede hoy en día, “se llegó a glorificar lo insano, hacer timbre de respeto la bajeza, a recibir culto público lo fecal” (Ibid., p. 210).

Al igual que actualmente, bajo el PAN, Díaz siguió una política de represión implacable contra sus críticos, y recurrió al ejército para controlar el malestar social, teniéndolo en acción con el pretexto de garantizar la “seguridad pública” combatiendo “la delincuencia”.

Se reprimieron huelgas y movimientos sociales, y se actuó contra los medios y periodistas independientes; no había derechos laborales y se aplicaba con profusión la llamada “ley fuga”: asesinar a los reos cuando supuestamente intentaban fugarse.

En un principio, la revolución reivindicaba la democracia y en particular el respeto al sufragio efectivo (“Sufragio efectivo, no reelección”, rezan hasta la fecha los documentos oficiales en México), pero que impulsó también las políticas de apoyo al pueblo, como los derechos laborales, la reforma agraria, y el impulso a la educación pública, así como el respeto al estado laico.

Las décadas de la revolución

El movimiento de 1910 fue antecedido por la lucha de personajes como Ricardo Flores Magón, que, enarbolando ideales socialistas y anarquistas, se opuso a la hegemonía del clero y del gran capital.

Sin embargo, el principal dirigente de la Revolución, Francisco I. Madero, era vástago de una familia acaudalada del norte de la República, educado en el extranjero, espiritista y masón, imbuido de corrientes de la época, acerca de la libertad y el progreso.

Luego de la retirada del dictador, Madero triunfó en las elecciones de 1911 y gobernó hasta febrero de 1913, cuando puso fin a su gobierno y a su vida el cuartelazo del sanguinario general Victoriano Huerta, auspiciado por la embajada americana, por ex porfiristas y por jerarcas católicos.

Pero el gobierno de Huerta fue efímero, pues en 1914 se reavivó la revolución, encabezada por Venustiano Carranza, viejo político de la época porfirista y en ese momento gobernador del estado de Coahuila, al norte de México.

En el movimiento cobraron celebridad caudillos populares como Francisco Villa y Emiliano Zapata; del primero se recuerdan aún sus hazañas guerrilleras, que incluyeron el ataque al pueblo de Columbus, en Estados Unidos, mientras que Zapata, cuya lucha, en el sur del país, había iniciado desde los preludios de la Revolución, defendió los intereses del campesinado, sin concesiones al poder.

El 5 de febrero de 1917, se promulgó en Querétaro la Constitución nacida del movimiento revolucionario, con principios de protección a los campesinos (artículo 27) y a los obreros (art. 123), que contemplaba la educación pública laica y gratuita (art. 3º), y restringía la actividad política de la jerarquía católica (art. 130).

Siguieron años de lucha entre las facciones revolucionarias: carrancistas, villistas, zapatistas, etc., como resultado de la cual, tanto Carranza como Villa y Zapata, morirían asesinados en los años siguientes.

Surgieron otros liderazgos, como los de Plutarco Elías Calles y de Alvaro Obregón; este último fue asesinado en 1928 por un fanático católico, José de León Toral en la ciudad de México.

El hecho ocurrió en plena “guerra cristera”(1926-29), que fue una cruzada contra el estado laico, encabezada por el episcopado, que brindó su apoyo a bandas armadas para defender sus intereses.

Dicho conflicto finalizó cuando el gobierno y el clero llegaron a unos acuerdos donde este último renunciaba a la vía armada, a condición de que las leyes que limitaban su acción pública no se aplicaran drásticamente.

Plutarco Elías Calles, quien había ganado la hegemonía en el bando revolucionario y había enfrentado con energía la rebelión cristera, fue desplazado de su posición política, como “jefe máximo” de la revolución, por el general Lázaro Cárdenas, de tendencias socialistas, y presidente de México, de 1934 a 40.

Cárdenas nacionalizó la industria petrolera y fomentó la educación popular, implantando incluso la “educación socialista”; además, colocó a México contra las fuerzas nazistas, fascistas y franquistas de la época.

Precisamente, el auge de las corrientes totalitarias estimuló el resurgimiento de las fuerzas reaccionarias en México, que se agruparon en partidos como la Unión Nacional Sinarquistas, y como el PAN, fundado en 1939.

Además, a lo largo del período cardenista, volvieron a las armas algunas bandas cristeras, que mutilaban y asesinaban a maestros y maestras rurales, quemaban escuelas y recurrían a otras formas de terrorismo a las que llamaban la “guerra sintética”.

En 1940, llegó al poder Manuel Avila Camacho, militar dispuesto a conciliar con las fuerzas clericales y con el empresariado, que en respuesta le brindó su apoyo y lo bautizó como “el presidente caballero”.

Bajo su gestión comenzó el desmantelamiento de las conquistas revolucionarias, que se habían plasmado en la Constitución del 17 y en las reformas cardenistas.

Los obispos y los empresarios comenzaron a cosechar privilegios por parte del gobierno, y muchas leyes se convirtieron en letra muerta.

En las décadas posteriores, en los años 50 y 60, bajo el clima internacional del anticomunismo encabezado por EEUU, gobiernos como los de Adolfo López Mateos (1958-64) y, sobre todo, Gustavo Díaz Ordaz (1964-70) intensificaron los ataques contra el sindicalismo y contra la educación pública, al grado de que el 2 de octubre de 1968, una masacre de estudiantes puso fin a un movimiento que había sido estigmatizado como “comunista” por los medios oficialistas.

A pesar de que siguieron una política de represión hacia la izquierda más radical, Luis Echeverría Alvarez (1970-76) y José López Portillo (1976-82) son, al igual que Cárdenas, algunos de los presidentes más odiados por la derecha mexicana, simplemente porque, entre otras cosas, promovieron las campañas de planificación familiar, contrariamente a los dogmas clericales, y fortalecieron la educación pública, con la creación de instituciones como la Universidad Autónoma Metropolitana, fundada en los años 70.

Mientras tanto, los sectores del poder económico y religioso, la contrarrevolución embozada, seguía avanzando, mediante la influencia de grupos como los Legionarios de Cristo, del extinto pederasta Marcial Maciel, y poseedores de la Universidad Anáhuac; el Opus Dei, proveniente de España, etc.

La influencia derechista se hacía cada vez más visible, como lo fue en el sexenio de Miguel de La Madrid (1982-88) y finalmente en el de Carlos Salinas de Gortari (1988-94), quien mediante el fraude llegó al poder y gobernó en alianza con el PAN y con la jerarquía católica, al grado de reformar la Constitución para permitir la educación religiosa en las escuelas privadas de educación elemental, así como el activismo público del clero, y que éste tuviera bienes, lo cual estaba prohibido por la Constitución de 1917.

El amasiato de Salinas con el PAN llevó al poder, en municipios, estados y luego en el gobierno federal, a personajes provenientes de grupos conservadores, y en algunas entidades del país, como Guanajuato y Jalisco, los designios clericales se volvieron ley, situación que persiste hasta la actualidad.

Salinas concentró sus ataques contra la izquierda y contra los sindicatos, en un contexto que coincidía con la caída del bloque socialista, pues en 1988, mientras él llegaba al poder, se anunciaba que habría elecciones en los países del bloque socialista.

El sanguinario período de Salinas culminó con el asesinato del entonces candidato priísta, Luis Donaldo Colosio, y con otros hechos violentos, como la rebelión neozapatista en Chiapas, estado colindante con Guatemala.

En el 2000, luego del período de Ernesto Zedillo, la derecha llegó a la presidencia con Vicente Fox, un empresario de raíces católicas, ex presidente de la Coca Cola, y quien fue apoyado con una fuerte propaganda mediática y empresarial que enarbolaba la consigna de “sacar al PRI de los Pinos”, Partido que, encarnando el triunfo de la Revolución, había prevalecido durante 71 años.

La reacción en el poder

La derecha se mantuvo con Calderón en el 2006, mediante el fraude, el control de los medios, el apoyo de grandes empresarios, del clero y del ejército.

A lo largo de dos sexenios, el pueblo de México ha podido darse cuenta de lo que significa la derecha en el poder: apoyo incondicional al clero y al empresariado; desmantelamiento de las políticas de seguridad social y del estado laico; ataque constante a la educación pública; mayores impuestos para los que menos tienen y mayores privilegios para los grandes empresarios, etc.

No conformes con ello, los gobiernos derechistas han atentado incluso contra la memoria histórica, al eliminar la celebración de fechas como el 20 de noviembre, inicio de la Revolución, sustituyéndola por días de asueto en fin de semana, pues el PAN siempre ha estado contra los movimientos populares y en particular contra la revolución mexicana.

La política de Calderón ha sido infame: logró prevalecer en el 2006 sacando al ejército a las calles y esa situación ha mantenido desde entonces, mediante una propaganda cotidiana que recurre a la llamada “guerra contra el narco”, un proyecto absurdo, que oculta simplemente el carácter impopular y reaccionario de los proyectos derechistas.

Al igual que la jerarquía católica, los grandes medios televisivos (Televisa y TV Azteca) son puntales del gobierno de Calderón, pues se dedican a respaldar y elogiar a su gobierno, y a difundir sus consignas, no los problemas que realmente aquejan a la población.

Una y otra vez, Felipe Calderón (FeCal, por su acrónimo), ha tratado de ganar popularidad creando montajes mediáticos con hechos como la epidemia de influenza, en 2009; el Mundial de Fútbol, o la celebración del Bicentenario y Centenario, ésta última, controlada por ideólogos derechistas, como Manuel Villalpando, quien fungió como coordinador de esos festejos.

Pero la lucha actual entre la revolución y la reacción tiene también un aspecto regional: mientras que estados como Jalisco (que fue escenario importante de la guerra cristera) y Guanajuato (uno de los más conservadores del país), siguen siendo bastiones derechistas, sobre todo en el segundo caso, la ciudad de México, se ha convertido en la zona más revolucionaria y avanzada del país, con medidas como la despenalización el aborto y del matrimonio homosexual, además de otras, de beneficio social, que hacen justicia al legado revolucionario de 1910, como es el otorgamiento de bonos para los ancianos y la creación de nuevas escuelas.

De la ciudad de México surgió en 2006 el movimiento popular encabezado por Andrés Manuel López Obrador, que ofrecía proyectos en beneficio de los más pobres, y que no fue derrotado en las urnas, sino mediante el fraude, la represión y la propaganda televisiva.

En suma, a cien años de la Revolución Mexicana, que fue un movimiento de transformación política y social, la Contrarrevolución está en el poder, y en ese sentido, no hay nada qué celebrar; por el contrario, habría que luchar, nuevamente, como en 1910, para hacer prevalecer la democracia y la justicia social, expulsando al PAN de Los Pinos.
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La Revolución subestimada

Manuel Camacho Solís*
15-11-2010
El Universal de México

¿La Revolución Mexicana es algo que quedó atrás y que poco tiene que ver con los mexicanos de hoy? ¿La Revolución es un referente contra el cual se contrastará la realidad actual y se postularán cambios radicales hacia el futuro? ¿O la Revolución es el punto más alto que alcanzó la integración nacional y por lo tanto sus propósitos y enseñanzas son relevantes para las reformas que hoy requiere México?

A cien años de la Revolución Mexicana se pueden adoptar tres posiciones políticas. La primera es pretender borrarla. La segunda es tomarla como referente para iniciar un período de cambios radicales, de la misma manera que los revolucionarios de principios del siglo anterior tomaron a la Reforma y a la Constitución de 1857 como la vara contra la cual medir la realidad y el faro hacia el cual orientar la lucha política. La tercera es volver a reconocer las razones que le dieron origen, las propuestas que formularon sus diversas corrientes y el ejercicio de construcción institucional que permitió pacificar a México y emprender una ruta de progreso.

Para muchos, especialmente para quienes se ubican en la derecha, la Revolución siempre les resultó incómoda. Lo más que aceptaron fue su componente de lucha democrática y por ello hicieron suyo a su iniciador, a Madero. Con los cambios que han ocurrido en el mundo, especialmente la globalización, encontrarán razones y argumentos para sostener que la Revolución es un hecho del pasado. Algunos llegan al extremo de condenar todo el siglo XX y creer que ahora todo ha mejorado.

Para otros, la Revolución seguirá siendo un referente obligado en la definición de las estrategias de lucha para transformar la realidad actual. En materia de nacionalismo, justicia social e incluso democracia, es doloroso el contraste entre la realidad actual y los ideales del movimiento social de 1910. La consecución de esos ideales es, hoy, literalmente, una posición revolucionaria. No en balde en el último levantamiento que tuvo significado político nacional, el del EZLN, la bandera zapatista le dio su identidad.

Hay una tercera posición respecto a la Revolución Mexicana, diferente a la del olvido y el cinismo, o del postulado revolucionario. El agotamiento y la caída del régimen de Porfirio Díaz entre 1900 y 1910, y la manera como se puso fin a la violencia entre 1920 y 1940, nos ofrecen lecciones de gran utilidad para comprender dónde estamos hoy parados y qué tipo de cambios podrán pacificar, unir y rescatar a nuestro país.

Un reconocimiento sereno de cómo fue que Porfirio Díaz logró inicialmente pacificar al país después de un turbulento siglo XIX y cómo fue que su modelo de crecimiento económico y gobernabilidad entró en crisis puede ayudar hoy en un doble sentido. A entender la utilidad de la política para enfrentar situaciones de ingobernabilidad (hasta 1899) y a reconocer los límites de la política frente a los desenlaces económicos, políticos y sociales excluyentes (1900-1910). Por su parte, la revisión de la manera cómo se pacificó a México después de la Revolución, con instituciones y cambios sociales, es de la mayor utilidad.

Muchas de las claves sobre cómo estabilizar, rescatar y relanzar a nuestro país están en la comprensión de cómo fue que se agotó el régimen de Díaz y cómo se puso fin a la lucha armada mediante un proceso de institucionalización y cambio social. En esta doble revisión de la Revolución Mexicana están muchas de las claves para reconstruir hoy al Estado y fortalecer la inclusión social.

*Coordinador del Diálogo para la Reconstrucción de México (DIA)