El reciente artículo de Herbert Mujica titulado “¿Descansa en paz Walter Oyarce?”, publicado el 27 de septiembre pasado, resulta sumamente interesante, más aún porque aborda el hecho triste y lamentable de una vida perdida, aparejado con el contexto social enfermo en el cual ha acontecido. Creo, sin embargo, y más o menos cercanamente a Mujica, que la singularidad del hecho (cualquiera sea el hecho), muchas veces nos hace perder perspectiva, en especial cuando ésta se ve envuelta por la vorágine morbosa y plañidera de una colectividad social que se mueve en la trivialidad cotidiana de reducir los problemas del Perú a los asuntos policiacos, al guión de la telenovela del día siguiente, quizás a la desfachatez y cinismo de algún personaje de un talk-show peruano, latino o americano, o a la voluptuosidad de peloteros, faranduleros y demás especies y, por qué no, al virtuosismo de vedettes esculpidas en el día a día con aceite de avión.
En un sentido amplio (el cual es rápidamente captado por Mujica en cada uno de sus escritos), pues, me parece que todo este conjunto de hechos revela un problema mayor que se origina cuando la identidad nacional, el alma nacional, el sentido comunitario que envuelve nuestra variopinta interculturalidad de manera tenue y fragmentada, son forjados por el fútbol y el barrio en un rostro común y en un sentido de pertenencia común. Y con ellos (fútbol y barrio), aparecen concomitantes sus epifenómenos: barras bravas y pandillas.
Todo esto moviliza pasiones y fervores, así como procesa, activa y libera nuestras frustraciones y complejos: full violencia y pura actividad lúdica, ostentosa, ritual, adictiva y narcotizante. Y en el colmo de la exageración, el humor verborréico y el cinismo ramplón de los envejecidos y regordetes barristas y pandilleros que fungen de padrastros de la patria.
En buena cuenta, por todo lo anterior pienso que más allá de las diatribas y procacidades que caracterizan los hechos recientes que han captado la atención nacional, el problema pasa también (ya proyectivamente), por proponer ideas relativas a cómo salimos de la banalidad y trivialidad en la que nos encontramos sumergidos, absorbidos; en especial si nos sentimos plácidos y cómodos en ellas. La pregunta es cómo forjamos una identidad común como sentimiento y como concepto, que nos reconcilie positivamente, que tome nuestra diversidad como un factor de integración, que nos haga modernos y competitivos y, por sobre todo, más humanos.
En cuanto a los medios de comunicación, es cierto lo que ha dicho Mujica: son una maquinaria de poder que se infiltra en la casa de cada uno de nosotros y pasa a ser un factor decisivo de socialización y cultura que modela la subjetividad de la gente, en especial de niños, adolescentes y adultos de mente fácil, dúctil. Lamentablemente, creo que nuestro diccionario no contempla una palabra suficiente que defina la hediondez, vulgaridad, inmundicia y demás etcéteras de determinados medios de demanda masiva y popular. De hecho, los dueños y demás integrantes de dichos medios tienen una gran responsabilidad en toda la miseria que padece nuestra sociedad, pero no olvidemos que ellos subsisten por la demanda masiva de una población que con su poder de compra define sus temas de interés; y vaya qué cosas les interesa y de qué manera quieren que sean presentados.
Cuán pertinente es la frase lúcida del viejo Marco Aurelio Denegri que, a propósito de los medios, decía: “El problema es que a la gente le gusta la basura y ésta es adictiva”.
Estoy completamente seguro que si este escrito lo leyera un mal cocinero ex izquierdoso primero, y ex fujimorista después, que ahora finge de periodista de análisis político cada mañana de lunes a sábado en RPP, con glosa y sorna diría, molesto y ofendido, "¡Claro, como siempre, la culpa es de los periodistas!".
Y más seguro estoy en este hecho: la labor de Herbert Mujica de despertar consciencias y educar a la población a través de su trabajo diario, sirve muchísimo para rescatar zombies de la sociedad y traerlos de regreso al mundo de los vivos para que, desconectados del Matrix que carcome cerebros, remen contramarea en busca de una vida verdaderamente libre. Abrigo la esperanza que el nuestro sea un día un país, no de imbéciles, de chimpancés, sino de gente, si no culta, al menos sí instruida, así en conocimientos como también en valores y premunidos de una gran dosis de sensibilidad social, es decir, libre. No quiero pensar que esta idea mía significa pedir peras al olmo, porque, a pesar de todo, quiero, creo y confío en el Perú.
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