Comenzó mucho antes de que un asesino solitario, el sargento Robert Bales, del Ejército de Estados Unidos, casado, con dos hijos, entrara en las aldeas de Panjwayi, al Suroeste de la ciudad de Kandahar, y supuestamente, solo iniciará una matanza indiscriminada, que causó la muerte de 16 civiles. Tampoco es la primera vez que algo así ocurre.

Fue el momento de la masacre de Haditha de Afganistán como en Irak, o como la matanza de My Lai en la Guerra de Vietnam.

Se había intensificado por medio de bombardeos en serie de drones con misiles Hellfire contra las bodas en las tribus; las series de “incursiones nocturnas” secretas de fuerzas especiales de Estados Unidos; los homicidios seriales “de equipos de asesinato” en 2010; las meadas rituales sobre los afganos muertos por parte de “los hombres de uniforme”; y por último, pero no menos importante, la quema de Coranes en la base aérea estadunidense de Bagram. Misión… ¿cumplida?

Los afganos reclaman justicia por la matanza

De acuerdo con el último sondeo del Post-ABC News –realizado antes de la masacre de Kandahar, el 11 de marzo de 2012– un 55 por ciento de los estadunidenses quiere que finalice la guerra afgana.

El presidente Barack Obama volvió a recalcar que tras 10 años desde el comienzo de una guerra que ha costado por lo menos 400 mil millones de dólares, el “rol de combate” de las tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) terminará en 2014.

Según Obama, Washington sólo quiere asegurar que “Al-Qaeda no opere allí, que exista suficiente estabilidad y que no termine en una refriega de todos contra todos”.

Al Qaeda “no opera allí” desde hace tiempo; sólo hay un puñado de instructores que no están “allí”, sino en los waziristanes, (en las áreas tribales paquistaníes).

Y olvidar la “estabilidad”. Las “fuerzas de seguridad afganas” que estarán, teóricamente, a cargo en 2014, o incluso antes, están condenadas. Su tasa de analfabetismo es de un asombroso 80 por ciento. Por lo menos el 25 por ciento deserta. La violación de niños es endémica. Más de un 50 por ciento está permanentemente drogado con hachís o esteroides.

El grado de desconfianza entre afganos y estadunidenses es cómico. Según un estudio de 2011, que fue clasificado por el Pentágono después de que se filtrara al periódico financiero Wall Street Journal, los militares estadunidenses ven esencialmente a los afganos como cobardes corruptos, mientras los afganos ven a los militares estadunidenses como matones cobardes.

Considerar un momento como en 1975, en Saigón, Vietnam (hoy Ciudad Ho Chi Minh), ahora, o en 2014, los hechos en el terreno serán los mismos: inestabilidad que sacude el Hindu Kush (macizo montañoso de Asia, situado entre Afganistán y el Noroeste de Pakistán).

A cara o cruz

Afganistán fue siempre una tragedia traspasada por la farsa. Pensar en las 83 restricciones de las reglas de enfrentamiento originales de la OTAN que llevaron, por ejemplo, a una racha de soldados franceses muertos, en 2008, porque Francia, presionada por Estados Unidos, dejó de pagar por protección a los talibanes; o pensar en Berlín que no la calificó de guerra, sino de “misión humanitaria”.

Las batallas internas –a diferencia de Vietnam– se hicieron leyenda, como la banda de la contrainsurgencia, apoyada por el entonces jefe del Pentágono, Robert Gates, investido en una “nueva misión” y un “nuevo liderazgo militar”, ganando contra la estrategia del contraterrorismo plus del vicepresidente de Estados Unidos, Joseph Biden, de menos soldados en el terreno realizando contraterrorismo.

El vencedor, como todos recuerdan, fue la estrella de rock, el general Stanley McChrystal, quien insistió en que el plan Biden llevaría a un “caosistán”, que fue el nombre de un análisis clasificado de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés).

McChrystal –portavoz del Pentágono durante la invasión de Irak, en marzo de 2003– quería cambiar a toda costa la cultura de la OTAN y del Ejército de Estados Unidos, en Afganistán. También destruir la cultura de dispara-primero-y-reviéntalos y orientarse hacia “la protección de la población civil”. En sus propias palabras subrayó que las “municiones aire-tierra” y los “fuegos indirectos” contra casas afganas, “sólo estaban autorizados bajo condiciones muy limitadas y prescritas”.

Se impuso –protegido por su estatus de estrella de rock– sólo por un breve momento.

Mientras tanto, incluso si por una parte el Departamento de Estado, las oficinas de Administración de Cumplimiento de Leyes sobre las Drogas y Federal de Investigación advertían de los repugnantes contrabandistas de drogas y criminales de todo tipo, por la otra la CIA y el Pentágono, elogiándolos por buena inteligencia, siempre vencían.

Y todo estaba plenamente justificado por una cantidad de halcones “liberales” renuentes en sitios como el Centro por una Nueva Seguridad Estadunidense, repleto de periodistas “respetables”.

Hamid Karzai (presidente de Afganistán) ganó las elecciones mediante un fraude rotundo. Su hermanastro Ahmed Wali Karzai –entonces jefe del Consejo en Kandahar– pudo seguir dirigiendo su masivo narcotráfico mientras desdeñaba las elecciones (“la gente en esta región no las entiende”).

¿A quién interesaba que el gobierno afgano de Kabul fuera o sea un sindicato del crimen? Comandantes locales “leales” –nuestros bastardos– conseguían cada vez más fondos e incluso los integrantes de las Fuerzas Especiales como consejeros personales para ellos y sus escuadrones de la muerte.

McChrystal, dicho sea a su favor, admitió que los soviéticos hicieron bien las cosas en la década de 1980 (por ejemplo, la construcción de carreteras, la promoción del gobierno central, la educación de niños y niñas por igual, la modernización del país).

Pero se equivocaron en muchas cosas: los “bombardeos de saturación” y la muerte de 1.5 millones de afganos. Ojalá los planificadores del Pentágono hubieran tenido la presencia de ánimo de leer Afgantsy: the russians in Afghanistan 1970-89 (Profile Books), del exembajador británico Rodric Braithwaite, basado en numerosas fuentes rusas desde el Comité para la Seguridad del Estado(conocida como la KGB) hasta la Fundación Gorbachov; del Internet a un espectacular libro del difunto general Alexander Antonovich Lyakhovsky.

“El derecho a estar mal informado”

El Pentágono nunca aceptará la fecha de retirada de 2014: choca frontalmente contra su propia doctrina de Full Spectrum Dominance (Dominación de Espectro Completo), que cuenta con numerosas bases en Afganistán para vigilar, controlar, acosar a los competidores estratégicos, Rusia y China.

La salida será una artimaña. El Pentágono transferirá sus operaciones especiales a la CIA; se convertirán en “espías”, no en “tropas en el terreno”.

Esto significará, esencialmente, una extensión ad-infinitum del Programa Phoenix en Vietnam, con el mal se realizó la matanza selectiva de más de 20 mil “presuntos” partidarios del Vietcong.

Y eso nos lleva al actual director de la CIA, conocedor de los medios, el general David Petraeus, y su bebé, el manual de campo FM 3-24 de COIN, la respuesta del Pentágono a Marriage of heaven and hell (Matrimonio del cielo y el infierno) del poeta inglés William Blake, como el matrimonio de la contrainsurgencia con la guerra contra el terror. Y esto, incluso después que el estudio de la corporación estadunidense Research and Development (encargada de ofrecer investigación y análisis a las Fuerzas Armadas y también trabaja en la organización comercial y gubernamental de Estados Unidos), de 2008, Cómo terminan los grupos terroristas, indica que la única forma de derrotarlo es mediante una buena operación de mantenimiento del orden.

A Petraeus no le importaba un comino. Después de todo sus “operaciones de información”, como en una manipulación generalizada de los medios, combinada con la masiva distribución de la proverbial valija llena de dólares, habían vencido en la oleada “suya” y de George W Bush, en Irak.

Los orgullosos pastunes son mucho más difíciles de derrotar que los jeques suníes en el desierto. Disminuyeron tanto su tecnología –al fabricar decenas de miles de artefactos explosivos improvisados con fertilizante, madera y munición vieja– que en los hechos pararon en seco la tecnología estadunidense, llevando a innumerables informes en la neolengua del Pentágono sobre el “vasto aumento en la actividad de artefactos explosivos improvisados”.

Desde la toma de posesión de Obama, el Pentágono ha jugado sucio para conseguir la guerra exacta que quería realizar en Afganistán.

La consiguieron. Petraeus se lanzó a un modo de continuo sesgo sobre el “progreso”. Poblaciones locales se “hacían más abiertas a las tropas estadunidenses”, incluso cuando una evaluación nacional de inteligencia (NIE, por su sigla en inglés) –el conocimiento acumulativo de 17 agencias de inteligencia de Estados Unidos– se mantenía sombrío.

Petraeus hizo lo que hace mejor: un remix del NIE. Nunca admitió que la guerra terminaría en 2014. Aumentó los ataques aéreos, dio rienda suelta a las agresiones de helicópteros Apache y Kiowa, triplicó la cantidad de incursiones nocturnas de Fuerzas Especiales, autorizó una mini conmoción-y-pavor, arrasando totalmente la ciudad de Tarok Kolache, en el Sur de Afganistán.

Hubo otra masacre estadunidense en febrero de 2011, en la provincia Kunar, con 64 civiles muertos, y Petraeus incluso tuvo el descaro de acusar a los afganos de quemar a sus propios hijos para que pareciera un daño colateral. ¡Qué le aproveche! Entonces, su relación con Obama incluso estaba mejorando.

El gobierno de Obama está, de hecho, convencido de que la oleada de éste, dirigida por Petraeus y que debía de terminar en septiembre de 2011, ha “estabilizado” a Afganistán, por lo menos en la región conocida como comando regional Este. Es lo que Petraeus llama “bastante buen afgano”.

La mayor parte del país es en efecto “bastante buen talibán”, ¿pero a quién le interesa? En cuanto a la quema de bebés, los cínicos podrían hablar de una característica del excepcionalismo estadunidense. Basta con recordar el refugio del barrio al-Amiriya, en Bagdad, el 13 de febrero de 1991, con no menos de 408 niños y sus madres quemados vivos por Estados Unidos.

“Nunca volveré a mirarte a los ojos… de nuevo”

Cómo no recordar al inimitable actor y director estadunidense Dennis Lee Hopper, como el fotoperiodista sicodélico de la película Apocalipse now, hablando del coronel Kurtz (Marlon Brando): “Es un poeta guerrero en el sentido clásico…”.

El “poeta guerrero” McChrystal estaba convencido de que Afganistán no era Vietnam; ahí, Estados Unidos combatía contra una “insurgencia popular”, a diferencia de Afganistán (erróneo: las numerosas tendencias aglomeradas bajo el mote de “talibanes” se han hecho más populares en proporción directa con el desastre de Karzai, para no hablar de que en Vietnam el discurso político oficial del Pentágono era que el Vietcong nunca fue popular).

Los generales, en todo caso, no salen en las matanzas indiscriminadas al estilo de Kurtz. Petraeus fue promovido para lanzar la Guerra en las Sombras & Cía en la CIA. Después de que fue despedido tras la aparición de su fotografía en la revista Rolling Stone–, ¿qué estrella de rock es eso?– McChrystal terminó por ser rehabilitado por la Casa Blanca.

Enseñó en la Universidad de Yale; pasó a la consultoría, y gana una fortuna en su circuito de conferencias –destilando sabiduría sobre el “liderazgo” y el Oriente Medio– y fue convertido en un asesor sin pago para familias militares por Obama.

McChrystal piensa que Afganistán está atrapado en “una especie de pesadilla post-apocalíptica”. “El horror… el horror…” de Conrad es perenne. La lección clave de Vietnam es cómo precintar el horror, cómo colocarlo en cajas y cómo abrazarlo, voluptuosamente.

Por lo tanto no es sorprendente que él no pueda llegar a ver que tuvo el papel principal en el remix del coronel Kurtz –mientras que Petraeus fue más metódico, pero no menos mortífero, capitán Willard. A diferencia de Vietnam, sin embargo, esta vez no habrá un Francis Ford Coppola que gane la guerra para Hollywood. Pero quedarán muchos hombres huecos en el Pentágono.

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Revista Contralínea 279 / 08 de abril de 2012