Es incuestionable que la violencia en el país continúa igual o peor que en el sexenio pasado, aunque la información sobre el flagelo no fluya con la misma rapidez que cuando el responsable directo del fenómeno, Felipe Calderón Hinojosa, estaba en Los Pinos y no ponía limitaciones a la misma; y no por respeto a la libertad de prensa, sino por su desdén a los medios de comunicación, con la notoria excepción de los electrónicos. Podría decirse que el único cambio ocurrido en este nuevo gobierno respecto del tema de la violencia es la restricción de información oficial, porque por lo demás continúa, como si no hubiera habido un cambio de funcionarios responsables de tomar decisiones.
Lo que está pasando en diversas partes del territorio nacional con relación a un problema que amenaza rebasar al Estado, demuestra el grado de responsabilidad que tuvo el último mandatario panista en la proliferación de la violencia, la inseguridad y el crimen organizado. Podría asegurarse que se vive una inercia delictiva derivada de la fortaleza del fenómeno llamado criminalidad, auspiciado por el gobierno anterior de manera por demás irresponsable y corrupta. Mientras no se frene tal inercia será imposible que haya avances significativos en la disminución de hechos que demuestran altos niveles de violencia en el país.
Según el diario La Jornada, en los 4 meses que lleva Enrique Peña Nieto al frente del Poder Ejecutivo federal han sido asesinadas 2 mil 821 personas, principalmente en seis estados de la República: Estado de México, Chihuahua, Nuevo León, Sinaloa, Michoacán y Tamaulipas. El diario obtuvo tal información a través de funcionarios del Centro de Investigación y Seguridad Nacional, de la Policía Federal y del Sistema Nacional de Seguridad Pública. En promedio, la cifra representa 23 personas asesinadas diariamente, aunque –en los hechos– la tendencia de ejecuciones va al alza en comparación con los 2 últimos semestres del gobierno calderonista.
La corrupción, desbocada en el desgobierno de Calderón, fue el motor que puso a caminar y dio fuerte velocidad al fenómeno de la criminalidad sin freno. Se perdió el control que antes existía de las organizaciones delictivas y se dio margen al surgimiento de miles de células delictivas en total anarquía. Se hizo realidad el dicho de que a río revuelto, ganancia de pescadores, visto lo cual por Calderón y sus principales colaboradores del gabinete de seguridad dio pie para que ellos mismos favorecieran esa caótica revoltura, al fin que los miles de asesinados no eran más que “daños colaterales”.
Podría decirse que la violencia y la inseguridad desmedidas tuvieron dos etapas: antes y después del Partido Acción Nacional en Los Pinos. Si algo hizo bien el Partido Revolucionario Institucional durante muchos años fue haber mantenido “bajo control” a la delincuencia organizada. Sin embargo, con el arribo de los tecnócratas neoliberales las cosas empezaron a cambiar, porque se fue perdiendo rápidamente la línea divisoria entre lo legal y lo ilegal debido a la naturaleza misma del modelo económico. Así se fueron creando condiciones para una descomposición del tejido social muy acelerada, cuyas consecuencias vivimos hoy con brutal dramatismo.
Mientras no cambien estas condiciones no habrá resultados positivos en la lucha contra el crimen organizado, pues está convertido en uno de los principales empleadores del país, de acuerdo con la iniciativa de reforma a la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada que promueven los diputados Ricardo Monreal Ávila y Ricardo Mejía Berdeja. De hecho, el investigador económico José Luis Calva, en 2010, había descubierto que los cárteles del narcotráfico habían creado para ese año alrededor de 600 mil empleos. Esta es la cruda verdad –no la demagogia de “éxitos” económicos por parte de las autoridades– que se habrá de agudizar con la reforma laboral que precarizará aún más el salario de los trabajadores.
A Calderón y socios se debe la gravedad del fenómeno de la violencia en México, pero es a Peña Nieto a quien corresponde ahora la solución, que sólo podrá darse con la puesta en marcha de una estrategia integral que abarque desde la lucha intensiva contra la organización más violenta y brutal jamás conocida en el país, Los Zetas, hasta la recomposición firme del tejido social, con un enfoque verdaderamente democrático y humanista. Es un imperativo ineludible hacer entender a la oligarquía que estamos en una emergencia nacional, que sus integrantes deben solidarizarse con la nación o atenerse a las consecuencias, que serían muy graves para todos: el Estado rebasado y sin posibilidad alguna de recomposición en el corto y mediano plazos.
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