Espesas montañas de desechos orgánicos se erigen en el área de descarga de la Central de Abasto, el mercado mayorista de productos de consumo más grande del mundo. Alrededor de las 14 horas, cuando la actividad comercial del día se agota, se acumulan los primeros montones.

Los dueños de las grandes bodegas desechan calabazas abolladas, jitomates blandos, manzanas con manchas, sandías que no llegan intactas a la venta… Frutas y verduras imperfectas serán apiladas sobre un piso de concreto, entre tráileres y camionetas de carga.

Lo que es rechazado por quienes consumen productos “de primera calidad” pronto será aprovechado por otros: decenas de personas que cada tarde acuden a este lugar de la delegación Iztapalapa. Diestros, se sumergen entre el multicolor de los desperdicios que, al contacto con el sol, agrian la atmósfera.

Lidia, vecina del lugar, es una de las recolectoras. El salario de su marido, obrero en una fábrica de plásticos, no alcanza para dar de comer a cinco bocas, incluidas las de tres infantes. Las manchas blancas de su piel, su deteriorada dentadura y su remendada vestimenta reflejan sus carencias.

Cuando el reloj marca las 17 horas, la mujer ha tomado lo suficiente para rellenar dos bolsas de rafia: alimentos que serán para el consumo familiar y también para vender entre los conocidos.

Con los bultos cargados sobre los desnudos hombros, Lidia refiere que la necesidad ha diluido la pena que al inicio experimentó por recurrir a este tipo de pepena: “No hay de otra”. Y es que el salario mínimo que percibe su esposo, sumado a lo que obtiene por las horas de trabajo extra, no alcanza para sobrevivir.

De acuerdo con economistas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), cada vez son más las personas que, como consecuencia de la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, recurren a este tipo de prácticas. Dejar de comprar con la misma frecuencia y calidad, incorporar a otros de sus miembros al mercado laboral, migrar o incursionar en la economía informal, son otras de las medidas adoptadas por las familias mexicanas en aras de la subsistencia.

Con el objetivo de documentar este fenómeno –de cómo, año con año, los precios de los alimentos aumentan más que los salarios nominales–, los integrantes del Centro de Análisis Multidisciplinario (CAM) de la UNAM llamaron a la población mexicana a responder, entre el 4 y 12 de abril pasados, el cuestionario sobre precios de productos básicos. El instrumento de 40 preguntas fue levantado en mercados, tianguis y supermercados. Al final, 11 entidades de la República Mexicana fueron parte de la muestra. En los próximos días, el CAM dará a conocer el informe completo.

En entrevista con Contralínea, Luis Lozano Arredondo, director del CAM, que tiene su sede en la Facultad de Economía ubicada en Ciudad Universitaria, refiere algunos de los hallazgos del trabajo de campo.

De las respuestas obtenidas se desprende que de 1987 a abril de 2014, la pérdida acumulada del poder de compra del sector asalariado en México ha sido de 78.52 por ciento sin posibilidad de recuperación.

El hecho no sólo ha significado la precarización del nivel de vida de la clase trabajadora mexicana a lo largo de estos 27 años, sino la constante violación del mandato constitucional que establece que “los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer la educación obligatoria de los hijos”.

Contrario al contenido de la publicidad difundida en medios de comunicación, los investigadores del CAM descubrieron, asimismo, que es en los supermercados en donde el conjunto de los 38 alimentos que integran la Canasta Alimentaria Recomendable (CAR) es más caro hasta por 44 pesos.

Así, mientras en el tianguis el costo de estos bienes asciende a 172.44 pesos y en el mercado a 193.52, el precio promedio de la CAR en el supermercado es de 216.55 pesos.

Luis Lozano refiere que la pérdida del poder adquisitivo de la clase trabajadora mexicana responde a diversos factores: a una política mundial de sobreexplotación del capital que concibe al salario como un gasto y, por tanto, busca a toda costa disminuirlo, a que el grueso de los líderes sindicales en el país no representan los intereses de sus agremiados y a la política laboral “antitrabajador” que ha distinguido al Estado mexicano.

Fuente
Contralínea (México)