EL PRESIDENTE: Buenas tardes a todos. Tomen asiento, por favor.
Es un gran honor regresar a la Universidad Nacional de Defensa. Aquí, en Fort McNair, los estadounidenses han servido con el uniforme militar desde 1791, haciendo guardia en los primeros días de la República y contemplando aquí el futuro de la guerra en el siglo XXI.
Desde hace más de dos siglos que Estados Unidos ha estado entrelazado por los documentos fundacionales que definieron quiénes somos como estadounidenses y que funcionaron como brújula ante todo tipo de cambio. Los asuntos de la guerra y de la paz no son diferentes. Los estadounidenses son profundamente ambivalentes respecto de la guerra, pero habiendo luchado por nuestra independencia, sabemos que hay un precio que pagar por la libertad. Desde la Guerra Civil hasta nuestra lucha contra el fascismo, en la prolongada lucha hasta el crepésculo de la Guerra Fría, los campos de batalla han cambiado y la tecnología ha evolucionado. Pero nuestro compromiso con los principios constitucionales ha deteriorado cada guerra, y cada guerra ha llegado a su fin.
Con la caída del Muro de Berlín, un nuevo amanecer democrático se arraigó en el exterior y una década de paz y prosperidad llegó a nuestra casa. Por un momento, parecía que el siglo XXI sería una época tranquila. Y luego, el 11 de septiembre de 2001, nos sacó de nuestra autocomplacencia. Nos arrebataron a miles de personas, en las nubes de fuego, metal y cenizas que cayeron en la mañana soleada. Esa era un tipo de guerra diferente. Ningún ejército llegó a nuestras costas y nuestro ejército militar no fue el objetivo principal. En cambio, era un grupo de terroristas que llegaba a matar a cuantos civiles pudiera.
Y, de esa manera, nuestra nación entró en guerra. Estamos en guerra desde hace ya mucho más de una década. No repasaré la historia completa. Lo que está claro es que rápidamente expulsamos a Al Qaida de Afganistán, pero luego cambiamos nuestro enfoque y comenzamos una nueva guerra en Iraq. Esto generó consecuencias importantes para nuestra lucha contra Al Qaida, a nuestra postura en el mundo y, hasta el día de hoy,para nuestros intereses en una región vital.
Mientras tanto, reforzamos nuestras defensas consolidando objetivos, incrementando la seguridad del transporte y proporcionando a las agencias encargadas de aplicar ley nuevas herramientas para prevenir el terror. La mayoría de estos cambios fueron sensatos. Algunos generaron inconvenientes. Pero otros, como la expansión de la vigilancia, plantearon preguntas difíciles acerca del equilibrio que pretendemos lograr entre nuestros intereses en la seguridad y nuestros valores de privacidad. En algunos casos, creo que comprometimos nuestros valores básicos al usar la tortura para interrogar a nuestros enemigos y detener a personas de una manera que contradice el estado de derecho.
Por eso, después de mi asunción, redoblamos nuestros esfuerzos contra Al Qaida, pero también buscamos cambiar su curso. De manera implacable nuestro objetivo fue el liderazgo de Al Qaida. Terminamos la guerra en Iraq y trajimos a casi 150.000 soldados de regreso a casa. Aplicamos una nueva estrategia en Afganistán e incrementamos nuestro entrenamiento de las fuerzas afganas. Inequívocamente prohibimos la tortura, afirmamos nuestro compromiso con los tribunales civiles, trabajamos para alinear nuestras políticas con el estado de derecho y ampliamos nuestras consultas al Congreso.
Hoy, Osama bin Laden está muerto y también lo están muchos de sus principales colaboradores. No se han producido ataques a gran escala en Estados Unidos y nuestra patria está más segura. Menos cantidad de nuestras tropas están en riesgo y durante los próximos 19 meses continuarán regresando a casa. Nuestras alianzas son sólidas y también lo es nuestra postura en el mundo. En resumen, estamos más seguros a causa de nuestros esfuerzos.
Pero, no se equivoquen, porque nuestra nación aún está bajo la amenaza de los terroristas. Desde Benghazi hasta Boston, se nos ha recordado esa verdad de manera trágica. Pero debemos reconocer que la amenaza ha cambiado y evolucionado en comparación con aquella que arribó a nuestras costas el 9/11. Ahora, con una década de experiencia de la cual aprovechar, este es el momento de hacernos preguntas difíciles sobre la naturaleza de las amenazas de actualidad y cómo debemos confrontarlas.
Y estas preguntas son importantes para todos los estadounidenses.
Durante la década pasada nuestra nación ha gastado mucho más de un billón de dólares en la guerra, ayudando a estallar nuestros déficits y a restringir nuestra capacidad de construir la nación aquí, en casa. Nuestros militares en servicio y sus familias han sacrificado mucho más para cuidarnos. Casi 7.000 estadounidenses han hecho el sacrificio final. Muchos otros han dejado una parte de sí en el campo de batalla o retornaron a casa con las sombras de la batalla. Desde el uso de los aviones teledirigidos hasta la detención de sospechosos por terrorismo, las decisiones que tomemos ahora definirán el tipo de nación -y de mundo— que dejemos a nuestros hijos.
Por eso, Estados Unidos está en una encrucijada. Debemos definir la naturaleza y el alcance de este combate; o bien, el nos definirá. Debemos estar atentos a la advertencia de James Madison, quien afirmó que “Ninguna nación puede conservar su libertad en un estado de guerra permanente”. Ni yo, ni ningún presidente, puede prometer la derrota total del terror. Nunca borraremos la maldad que se anida en el corazón de algunos seres humanos ni acabaremos con todos los peligros presentes en nuestra sociedad abierta. Pero lo que podemos hacer —lo que debemos hacer— es desmantelar las redes que suponen un peligro directo para nosotros y hacer que los nuevos grupos tengan más dificultades para hacerse de un lugar, todo mientras mantenemos las libertades y los ideales que defendemos. Y para definir esa estrategia debemos tomar decisiones que no se basen en el miedo, sino en la sabiduría que adquirimos con tanto esfuerzo. Eso comienza comprendiendo la amenaza actual que enfrentamos.
En la actualidad, el núcleo de Al Qaida en Afganistán y Paquistán se acerca a la derrota. Los agentes que aún queda dedican más tiempo a pensar en su seguridad que en conspirar en nuestra contra. Ellos no dirigieron los ataques en Benghazi o en Boston. Desde el 9/11 que no han atacado nuestra patria de manera exitosa.
En cambio, lo que hemos estado observando es la emergencia de varios afiliados de Al Qaida. Desde Yemén hasta Iraq, desde Somalia hasta África del Norte, la amenaza actual es más difusa por la presencia de los afiliados de Al Qaida en la Península Arabe (AQAP), el grupo más activo en conspirar contra nuestra nación. Y si bien ninguna de las iniciativas de AQAP se aproxima a la escala del 9/11, han seguido planificando actos de terror, como el intento de hacer estallar un avión en el dia de la navidad de 2009.
El malestar que se vive en el mundo árabe también ha permitido que los extremistas se instalen en países como Libia y Siria. Pero ahí también hay diferencias respecto del 9/11. En algunos casos, seguimos enfrentando a redes patrocinadas por el estado, como Jezbola, que comete en actos de terror para alcanzar metas políticas. Otros de estos grupos son simplemente agrupaciones de extremistas o milicias locales interesados en apropiarse de territorio. Y si bien estamos alertas a signos que indiquen una posible amenaza transnacional por parte de estos grupos, la mayoría se enfoca en operar en los países y las regiones donde ellos tienen su sede. Y ello significa que enfrentaremos amenazas más localizadas, como la que vimos en Benghazi o en la instalación petrolera de BP en Argelia, donde los agentes locales —quizá ligeramente afiliados a redes regionales— lanzan ataques periódicos contra diplomáticos, empresas y otros objetivos vulnerables de Occidente, o recurren al secuestro y a otras asociaciones ilícitas para financiar sus operaciones.
Y finalmente, enfrentamos una amenaza real por parte de individuos radicalizados presentes aquí en Estados Unidos. Ya sea un tirador en un templo Sikh de Wisconsin, un avión lanzado contra un edificio en Texas o los extremistas que mataron a 168 personas en el edificio federal de la ciudad de Oklahoma, Estados Unidos ha enfrentado a muchas formas de extremismo violento durante su historia. Los individuos perturbados o rechazados —a menudo, ciudadanos de Estados Unidos o residentes legales— pueden provocar enormes daños, particularmente si están inspirados por grandes nociones de la violencia Jihad. Y esa inclinación hacia el extremismo parece haber causado el tiroteo en Fort Hood y el bombardeo en la maratón de Boston.
Entonces, esa es la amenaza actual: afiliados de Al Qaida dañinos, pero menos capaces; amenazas a instalaciones diplomáticas y empresas del exterior; extremistas criados en casa. Ese es el futuro del terrorismo. Debemos tomar estas amenazas con seriedad y hacer todo lo posible a nuestro alcance para confrontarlas. Pero al darle forma a nuestra respuesta, debemos reconocer que la escala de esta amenaza se asemeja mucho al tipo de ataques que enfrentamos antes del 9/11.
En la década de 1980, perdimos estadounidenses por atentados terroristas en nuestra embajada en Beirut; en un cuartel de la Infantería de Marina en Líbano; en un crucero en el mar; en una discoteca en Berlín; en un vuelo de Pan Am —el vuelo 103— sobre Lockerbie. En la década de 1990, perdimos estadounidenses debido al terrorismo en el Centro del Comercio Mundial; en nuestras instalaciones militares en Arabia Saudita y en nuestra embajada en Kenia. Todos estos ataques fueron brutales, todos fueron mortíferos y aprendimos que si no controlábamos esas amenazas estas podían seguir creciendo. Pero si se las aborda con inteligencia y proporcionalidad, esas amenazas no deberían llegar al nivel que observamos en la víspera del 9/11.
Además, debemos reconocer que estas amenazas no surgen en el vacío. La mayor parte del terrorismo al que enfrentamos, aunque no todo, está impulsado por una ideología común: la creencia por parte de algunos extremistas de que el Islam está en conflicto con Estados Unidos y Occidente, y que la violencia contra objetivos occidentales, que incluyen civiles, está justificada cuando se realiza en pos de una causa mayor. Por supuesto que esta ideología se basa en una mentira porque Estados Unidos no está en guerra con el Islam. La gran mayoría de los musulmanes, que constituyen las víctimas más frecuentes de los atentados terroristas, rechaza esta ideología.
Sin embargo, la ideología persiste y en una era en que las ideas y las imágenes pueden recorrer el mundo en un instante, nuestra respuesta ante el terrorismo no puede depender únicamente del ejército militar o en la aplicación de la ley. Necesitamos todos los elementos del poderío nacional para ganar la batalla de las voluntades, la batalla de ideas. Entonces, lo que quiero debatir hoy aquí son los componentes de dicha estrategia antiterrorista integral.
Primero, debemos terminar el trabajo de derrotar a Al Qaida y sus fuerzas asociadas.
En Afganistán, completaremos nuestra transición a la responsabilidad afgana por la seguridad de ese país. Nuestras tropas regresarán a casa. Nuestra misión de combate llegará a su fin. Y trabajaremos con el gobierno afgano para entrenar a las fuerzas de seguridad y mantener una fuerza antiterrorista, lo que garantizará que Al Qaida nunca más pueda establecer una guarida segura desde donde lanzar ataques en contra nuestra o contra nuestros aliados.
Más allá de Afganistán, debemos definir nuestro esfuerzo no como una ilimitada “guerra mundial contra el terrorismo”, sino como una serie de esfuerzos orientados y constantes para desmantelar redes específicas de extremistas violentos que amenazan a Estados Unidos. En muchos casos, esto requerirá de asociaciones con otros países. Miles de soldados paquistaníes ya han perdido la vida en la lucha contra los extremistas. En Yemén, estamos apoyando a las fuerzas de seguridad que han recuperado territorios en manos de AQAP. En Somalia, ayudamos a una coalición de naciones africanas para sacar de sus guaridas a Al-Shabaab. En Mali, estamos dando asistencia militar a la intervención liderada por los franceses para lograr que Al Qaida retroceda en el Magreb y ayudar al pueblo de Mali a recuperar su futuro.
La mayor parte de la mejor cooperación antiterrorista tiene como resultado la congregación y el uso compartido de datos de inteligencia, el arresto y el procesamiento penal de los terroristas. Y es así como un terrorista somalí, aprehendido frente a la costa de Yemén, ahora se encuentra en una prisión de Nueva York. Así hemos trabajado con los aliados europeos para frenar las conspiraciones, desde Dinamarca hasta Alemania y, desde allí, hasta el Reino Unido. Es de ese modo que la inteligencia recolectada con Arabia Saudita nos ayudó a evitar que se hiciera estalllar un avión de carga sobre el Atlántico. Estas asociaciones funcionan.
Pero a pesar de nuestra marcada preferencia por la detención y el procesamiento penal de los terroristas, a veces este enfoque queda excluído. Al Qaida y sus afiliados intentan arraigarse en algunos de los lugares más distantes e implacables de la Tierra. Se refugian en regiones de tribus remotas. Se esconden en cuevas y recintos amurallados. Se entrenan en desiertos vacíos y montañas escarpadas.
En algunos de estos lugares —como partes de Somalia y Yemén—, el Estado solo tiene un acceso muy débil al interior del territorio. En otros casos, el Estado no cuenta con la capacidad ni la voluntad de tomar medidas. Y, además, simplemente no es posible que Estados Unidos despliegue un equipo de Fuerzas Especiales para capturar a cada terrorista. Incluso si dicho enfoque fuese posible, hay lugares donde este supondría profundos riesgos para nuestras tropas y los civiles locales, ---donde no se puede traspasar un recinto de terroristas sin desencadenar un tiroteo con las comunidades tribales de la zona, por ejemplo, que no plantean ningún riesgo para nosotros; momentos en que desplegar soldados estadounidenses al terreno podría desencadenar una crisis internacional importante.
En otras palabras, nuestra operación en Paquistán contra Osama bin Laden no puede ser la norma. Los riesgos en ese caso fueron enormes. La probabilidad de captura, si bien era nuestra preferencia, era remota dada la certidumbre de que nuestra gente encontraría resistencia. El hecho de no vernos confrontados con víctimas civiles o implicados en un tiroteo prolongado, es testimonio de la meticulosa planificación y el profesionalismo de nuestras Fuerzas Especiales, aunque también hubo algo de suerte. Y tuvo el apoyo de una infraestructura masiva en Afganistán.
E incluso así el costo de nuestra relación con Paquistán —y la reacción violenta del público paquistaní respecto de la invasión de su territorio— fue tan grave que recién estamos comenzando a reconstruir esta importante asociación.
Por eso, es en este contexto que Estados Unidos ha tomado medidas letales y específicas contra Al Qaida y sus fuerzas asociadas, incluso con aeronaves piloteadas a control remoto, comunmente conocidas como "drones".
Como fue cierto en conflictos armados anteriores, esta nueva tecnología plantea preguntas profundas —sobre quién es el objetivo y por qué; sobre las víctimas civiles y el riesgo de crear nuevos enemigos; sobre la legalidad de dichos ataques en virtud de la ley de Estados Unidos y la ley internacional; sobre la responsabilidad y la moralidad. Por ello, permítanme abordar estas preguntas.
Para comenzar, nuestras medidas son efectivas. No dejen de creer en mi palabra en ese aspecto. En la inteligencia acopiada en el recinto de Bin Laden, descubrimos que él escribió: “Podríamos perder las reservas ante los ataques aéreos del enemigo. No podemos enfrentar con explosivos los ataques aéreos”. Otras comunicaciones de los agentes de Al Qaida también confirman estos hechos. Docenas de altamente calificados agentes, fabricantes de bombas, instructores y comandantes de Al Qaida han sido eliminados en el campo de batalla. Se cortaron conspiraciones que habrían apuntado a la aviación internacional, a sistemas de tránsito de Estados Unidos, ciudades europeas y contra nuestras tropas en Afganistán. En simples palabras, estos ataques han salvado vidas.
Además, las medidas de Estados Unidos son lícitas. Nos atacaron el 9/11. En el plazo de una semana, el Congreso autorizó por abrumadora mayoría el uso de la fuerza. En virtud de la ley nacional y la ley internacional, Estados Unidos está en guerra con Al Qaida, con Talibán y sus fuerzas asociadas. Estamos en guerra con una organización que actualmente mataría a tantos estadounidenses como pudiera si no los detenemos antes. Por lo tanto, esta es una guerra justa - una guerra conducida con proporcion, como último recurso y en defensa propia.
Aún así, a medida que nuestro combate ingresa en una nueva fase, el legítimo reclamo de autodefensa de Estados Unidos no puede ser el fin de la discusión. Decir que una táctica militar es lícita, o incluso efectiva, no quiere decir que sea sabia ni moral en todas las instancias. El hecho que el mismo progreso humano nos permita la tecnología para atacar a medio mundo de distancia, también exige la disciplina para limitar ese poder — o aceptar el riesgo de abusar de el. Y es por eso que, durante los últimos cuatro años, mi administración ha trabajado intensamente para establecer un marco que rija nuestro uso de la fuerza contra los terroristas, —insistiendo en pautas claras, la supervisión y la responsabilidad que ahora se codifica en las Pautas de la Política Presidencial que firmé ayer.
En el escenario de guerra afgano, debemos continuar apoyando a nuestras tropas —y lo haremos— hasta que la transición se complete a fines de 2014. Eso significa que continuaremos atacando los objetivos de alto valor pertenecientes a Al Qaida, y también contra las fuerzas que se concentran para apoyar ataques contra las fuerzas de coalición. Pero para fines de 2014, ya no tendremos la misma necesidad de protección de las fuerzas y el progreso que habremos logrado contra el núcleo de Al Qaida reducirá la necesidad de realizar ataques no tripulados.
Más allá del escenario afgano, únicamente tenemos como objetivo a Al Qaida y las fuerzas asociadas. E incluso así, el uso de aviones teledirigidos está restringido en gran medida. Estados Unidos no realiza ataques cuando tiene capacidad de capturar a terroristas particulares; nuestra preferencia siempre es detener, interrogar y realizar un procesamiento penal. Estados Unidos no puede realizar ataques donde querramos nosotros, nuestras medidas se sujetan a consultas con asociados y por el respeto a la soberanía del Estado.
Estados Unidos no realiza ataques para castigar a individuos; actúa contra los terroristas que significan un riesgo constante e inminente para los estadounidenses, y cuando no hay otro gobierno capaz de enfrentar efectivamente la amenaza. Y antes de realizar un ataque, se debe tener casi total certeza de que ningún civil será muerto o herido -o sea la norma más elevada que podemos establecer.
Ahora, este último punto resulta esencial porque gran parte de la crítica sobre los ataques con aviones teledirigidos —tanto aquí en la nación como en el exterior— comprensiblemente se concentra en los informes sobre víctimas civiles. Existe una amplia diferencia entre las evaluaciones que hace Estados Unidos de dichas víctimas y los informes de fuentes no gubernamentales. Sin embargo, es una realidad que los ataques de Estados Unidos han tenido como consecuencia víctimas civiles, un riesgo que existe en toda guerra. Y para las familias de esos civiles, no hay palabras ni figuras jurídicas que puedan justificar su pérdida. A mí, y a aquellos que pertenecen a mi cadena de comando, aquellas muertes nos acompañarán mientras vivamos, del mismo modo que nos acompañan las víctimas civiles que perdieron sus vidas durante la lucha convencional en Afganistán e Iraq.
Pero como comandante en jefe, debo evaluar estas tragedias desgarradoras frente a las alternativas. Hacer nada frente a las redes de terroristas provocaría muchas más víctimas civiles, no solo en nuestras ciudades de la nación y nuestras instalaciones en el exterior, sino también en lugares precisos, como Saná, Kabul y Mogadishu donde los terroristas quieren instalarse. Recuerden que los terroristas a quienes perseguimos apuntan a los civiles y el conteo de muertes que son consecuencia de sus actos de terrorismo contra los musulmanes empequeñece a cualquier estimación de víctimas civiles proveniente de los ataques con aviones teledirigidos. Entonces, hacer nada no es una opción.
En los lugares donde los gobiernos extranjeros no pueden frenar el terrorismo o no harán nada para detenerlo de manera efectiva en su territorio, la principal alternativa para las medidas letales específicas sería usar opciones militares convencionales. Como ya he dicho, incluso las operaciones especiales pequeñas conllevan un enorme riesgo. Los misiles o la fuerza aérea convencional son mucho menos precisos que los aviones teledirigidos y es probable que produzcan más víctimas civiles y más indignación a nivel local. Y las invasiones a estos territorios hicieron que nos empecemos a ver como un ejército de ocupación, desencadenaron un torrente de consecuencias no previstas, son difíciles de contener, generan grandes cantidades de víctimas civiles y, en última instancia, empoderan a aquellos que se aprovechan de los conflictos violentos.
Por eso, es falso aseverar que enviar soldados al terreno tiene menos probabilidades de producir muertes de civiles o menos posibilidades de crear enemigos en el mundo musulmán. Los resultados serían más muertes de ciudadanos estadounidenses, más helicópteros Black Hawk derribados, más confrontaciones con las poblaciones locales y un desbordamiento inevitable de la misión en respaldo de esas incursiones que sencillamente podrían convertirse en nuevas guerras.
Cierto, el conflicto con Al Qaida, como todo conflicto armado, provoca tragedias. Pero al apuntar estrechamente nuestras medidas contra quienes desean matarnos, y no a la gente en la que se esconden, estamos seleccionando el plan de acción con menos probabilidades de provocar la pérdida de vidas inocentes.
Nuestros esfuerzos deben medirse frente a la historia del despliegue de tropas estadounidenses a territorios distantes entre poblaciones hostiles. En Vietnam, cientos de miles de civiles murieron en una guerra en la que los límites de la batalla eran borrosos. En Iraq y Afganistán, a pesar de la disciplina y el coraje extraordinarios de nuestras tropas, se mató a miles de civiles. Por lo tanto, ni las medidas militares convencionales ni la espera de que ocurran los ataques ofrece un puerto moral seguro, ni tampoco lo hace la confianza sola en el cumplimiento de la ley en territorios que no cuentan con policías ni servicios de seguridad operativos y, de hecho, tampoco cuentan con leyes operativas.
Ahora, esto no quiere decir que sus riesgos no sean reales. Cualquier acción militar estadounidense en territorio extranjero conlleva el riesgo de crear más enemigos y producir un impacto en la opinión pública extranjera. Además, nuestras leyes restringen el poder del presidente incluso en tiempos de guerra y yo he prestado juramento para defender la Constitución de Estados Unidos. La precisión exacta de los ataques con aviones teledirigidos y la confidencialidad necesaria que a menudo se involucran en dichas acciones pueden terminar cubriendo a nuestro gobierno del escrutinio público que provoca un despliegue de tropas. Esto también puede hacer que un presidente y su equipo consideren a los ataques con aviones teledirigidos como una panacea contra el terrorismo.
Y por este motivo he insistido en la exhaustiva supervisión de todas las medidas letales. Tras mi asunción en el cargo, mi administración comenzó a informar de todos los ataques fuera de Iraq y Afganistán a los comités del Congreso correspondientes. Permítanme repetir eso: el Congreso no solo autorizó el uso de la fuerza, sino que también es informado de cada uno de los ataques que Estados Unidos realiza. Todos los ataques. Esto incluye la instancia en que apuntamos a un ciudadano estadounidense, Anwar Awlaki, el jefe de operaciones externas de AQAP.
Esta semana, autoricé la desclasificación de esta medida y las muertes de los otros tres estadounidenses en ataques con aviones teledirigidos para facilitar la transparencia y el debate sobre este asunto, y de rechazar algunos de los reclamos más excéntricos que se han realizado. Para que quede constancia, no creo que sea constitucional para el gobierno apuntar y matar a un ciudadano estadounidense —con un avión teledirigido o con una escopeta— sin el proceso debido ni que ningún presidente pueda desplegar aviones teledirigidos armados sobre suelo estadounidense.
Pero cuando un ciudadano estadounidense viaja al exterior para librar una guerra contra Estados Unidos y conspira de manera activa para matar ciudadanos estadounidenses, y cuando ni Estados Unidos ni nuestros socios se encuentran en condiciones de capturarlo antes de que realice una conspiración, su ciudadanía no puede más servirle de amparo, el mismo que un equipo SWAT no puede darle al francotirador que dispara contra una multitud inocente.
Eso era Anwar Awlaki; estaba constantemente tratando de matar personas. Ayudó a supervisar la conspiración de 2010 para detonar dispositivos explosivos en dos aviones de carga vinculados con Estados Unidos. Estuvo involucrado en la planificación para hacer explotar un avión de pasajeros en 2009. Cuando Farouk Abdulmutallab —el terrorista que actuó en Navidad— fué a Yemén en 2009, Awlaki lo alojó, aprobó su operación suicida, lo ayudó a grabar un video de martirio que se mostraría después del ataque y sus últimas instrucciones fueron hacer explotar el avión cuando estuviera sobre suelo estadounidense. Se habría detenido y procesado penalmente a Awlaki si lo hubiésemos capturado antes de que realizara una conspiración, pero no se pudo. Y como presidente habría actuado con negligencia respecto a mis obligaciones de no haber autorizado el ataque que logró eliminarlo.
Por supuesto que apuntar a un estadounidense plantea asuntos constitucionales que no están presentes en otros ataques ---motivo por el cual mi administración entregó al Departamento de Justicia información sobre Awlaki meses antes de que Awlaki fuera muerta y también informó al Congreso antes de ese ataque. Pero el elevado umbral que hemos establecido para tomar medidas letales se aplica a todos los posibles objetivos terroristas, independientemente de si son ciudadanos estadounidenses o no. Ese umbral respeta la dignidad inherente a toda vida humana. Junto con la decisión de poner a nuestros soldados en camino del riesgo, la decisión de usar la fuerza contra individuos o grupos —incluso contra un enemigo declarado de Estados Unidos— es lo más difícil que hago como presidente. Pero estas decisiones deben tomarse dada mi responsabilidad de proteger a los estadounidenses.
En adelante, le he solicitado a mi administración que analice las propuestas para ampliar la supervisión de las medidas letales fuera de las zonas de guerra, que van más allá de nuestros informes al Congreso. En teoría cada opción tiene virtudes pero en la práctica plantea riesgos. Por ejemplo, establecer una corte especial para evaluar y autorizar medidas letales tiene el beneficio de incluir a la tercera rama del gobierno en el proceso, pero genera asuntos constitucionales graves sobre la autoridad presidencial y judicial. Otra idea que se ha sugerido —establecer una junta de supervisión independiente en la rama ejecutiva— evita esos problemas, pero puede agregar una capa de burocracia en la toma de decisiones sobre seguridad nacional, sin inspirar confianza adicional en el proceso por parte del público. Pero a pesar de estos desafíos, quiero involucrar activamente al Congreso para explorar esta y otras opciones para incrementar la supervisión.
Creo, sin embargo, que el uso de la fuerza debe considerarse parte de un debate más extenso que debemos tener sobre una estrategia antiterrorista integral —porque a pesar de todo el enfoque en el uso de la fuerza, en sí misma la fuerza no puede mantenernos seguros. No podemos usar la fuerza en todo lugar en que se arraigue una ideología radical; y ante la ausencia de una estrategia que aplaque el manantial del extremismo, la guerra perpetua —mediante aviones teledirigidos, Fuerzas Especiales o despliegue de tropas— demostrará ser contraproducente y alteraría a nuestro país de maneras alarmantes.
Por eso, el siguiente elemento de nuestra estrategia supone abordar los conflictos y los reclamos subyacentes que alimentan el extremismo, desde África del Norte hasta Asia del Sur. Como hemos aprendido en la década pasada, este es un emprendimiento vasto y complejo. Debemos ser humildes respecto a nuestra expectativa de ser capaces de resolver rápidamente problemas arraigados como la pobreza y el odio sectario. Además, no hay dos países iguales y algunos experimentarán cambios caóticos antes que su situación mejore. Pero nuestra sociedad y nuestros valores exigen que hagamos el esfuerzo.
Esto significa apoyar con paciencia las transiciones a la democracia en lugares como Egipto, Túnez y Libia, —porque la realización pacífica de las aspiraciones individuales servirá como rechazo a los terroristas violentos. Debemos fortalecer la oposición en Siria, y aislar a los elementos extremistas —porque el fin de un tirano no debe dar lugar a la tiranía del terrorismo. Estamos trabajando activamente para fomentar la paz entre los israelitas y los palestinos —porque es correcto y porque esa paz puede ayudar a modificar las actitudes en la región. Y debemos ayudar a los países a modernizar sus economías, actualizar la educación y alentar los emprendimientos porque el liderazgo estadounidense siempre se ha caracterizado por nuestra capacidad de conectarnos con las esperanzas de los pueblos, y no simplemente con sus miedos.
Y el éxito en todos estos frentes requiere un compromiso constante, pero también necesita recursos. Sé que la ayuda exterior es uno de los gastos menos populares que existen. Es cierto para Demócratas y Republicanos —he visto las consultas— aunque el monto es inferior al uno por ciento del presupuesto federal. De hecho, mucha gente piensa que equivale al 25 por ciento, si se les pregunta a las personas en la calle. Menos del uno por ciento —aún completamente impopular. Pero la ayuda exterior no puede ser considerada como caridad. Es fundamental para la seguridad de nuestra nación. Y es fundamental para cualquier estrategia sensata a largo plazo para luchar contra el extremismo.
Además, la ayuda exterior constituye una pequeña fracción de lo que gastamos cuando entramos en guerras que, en última instancia, nuestra ayuda puede prevenir. Con lo que gastamos durante un mes en Iraq, en el momento cumbre de la guerra, podíamos entrenar a las fuerzas de seguridad en Libia, celebrar acuerdos de paz entre Israel y sus vecinos, paliar el hambre en Yemén, construir escuelas en Paquistán y crear reservas de buena voluntad que marginalicen a los extremistas. Eso tiene que formar parte de nuestra estrategia.
Además, Estados Unidos no puede llevar a cabo este trabajo si no contamos con diplomáticos que presten servicios en algunos lugares muy peligrosos. Durante la década pasada, hemos fortalecido la seguridad en nuestras embajadas y estoy aplicando todas las recomendaciones de la Junta de Examen de Responsabilidades, que descubrió fallas inaceptables en Benghazi. He pedido al Congreso que financie por completo estos esfuerzos para reforzar la seguridad y consolidar las instalaciones, mejorar la inteligencia y facilitar un tiempo de respuesta más rápido por parte del ámbito militar ante la emergencia de una crisis.
Pero incluso después de tomar estas medidas, quedarán riesgos irreductibles para nuestros diplomáticos. Este es el precio de ser la nación más poderosa del mundo, particularmente cuando una ola de cambios inunda el mundo árabe. Y al equilibrar el canje entre seguridad y diplomacia activa, creo firmemente que cualquier salida de las regiones desafiantes únicamente incrementará los peligros que enfrentamos a largo plazo. Y por eso debemos estar agradecidos con los diplomáticos que están dispuestos a prestar servicios.
Medidas específicas contra los terroristas, asociaciones eficaces, asistencia y participación diplomática —con una estrategia tan integral, podemos reducir mucho la posibilidad de ataques en gran escala contra nuestro territorio y mitigar las amenazas contra los estadounidenses en el extranjero. Pero al protegemos de los peligros externos, no podemos descuidar el desafío intimidante del terrorismo dentro nuestras fronteras.
Como dije antes, esta amenaza no es nueva. Pero la tecnología e Internet incrementan su frecuencia y, en algunos casos, su letalidad. En la actualidad, una persona puede consumir propaganda del odio, comprometerse con una agenda violenta y aprender a matar sin tener que salir de la casa. Para abordar esta amenaza, hace dos años mi administración realizó una revisión integral y se comprometió con la aplicación de la ley.
Y la mejor manera de prevenir el extremismo violento inspirado por yihadistas violentos es trabajar con la comunidad de estadounidenses de origen musulmán —que consistentemente ha rechazado el terrorismo— para identificar signos de radicalización y asociarse con el cumplimiento de la ley cuando una persona esté desviándose hacia el lado de la violencia. Y estas asociaciones solo pueden funcionar cuando reconocemos que los musulmanes son una parte fundamental de la familia estadounidense. De hecho, el éxito de los estadounidenses de origen musulmán y nuestra determinación de estar alerta ante cualquier usurpación de sus libertades civiles constituye nuestro rechazo final de aquellos que dicen que estamos en guerra contra el Islam.
El desbaratar las conspiraciones nacionales presenta desafíos particulares en parte debido a nuestro orgulloso compromiso con las libertades civiles para todos los que consideran a Estados Unidos su hogar. Es por eso que, en los próximos años tendremos que continuar trabajando arduamente para lograr el equilibrio adecuado entre nuestra necesidad de seguridad y la preservación de las libertades que nos hacen quienes somos. Eso significa revisar las autorizaciones para el cumplimiento de la ley, de modo que podamos interceptar nuevos tipos de comunicación, pero también incorporar protecciones para la privacidad privacidad para evitar el abuso.
Eso significa que —incluso después de Boston— no deportamos a nadie ni enviamos a nadie a prisión si no tenemos evidencia. Esto significa poner restricciones cuidadosas a las herramientas que el gobierno usa para proteger la información delicada, como la doctrina de secretos de estado. Y eso quiere decir que, finalmente, tener una sólida Junta de Libertades Civiles y de Privacidad encargada de revisar asuntos en los que nuestras iniciativas antiterroristas y nuestros valores puedan entrar en tensión.
La investigación sobre las filtraciones en la seguridad nacional, a cargo del Departamento de Justicia, es el ejemplo reciente de los desafíos involucrados en lograr el equilibrio correcto entre nuestra seguridad y nuestra sociedad abierta. Como comandante en jefe, creo que debemos conservar la información secreta que protege nuestras operaciones y a las personas que están en el campo. Para hacerlo, debemos aplicar las consecuencias para quienes infringen la ley e incumplen su compromiso de proteger la información clasificada. Pero una prensa libre también es esencial para nuestra democracia. Eso es lo que somos. Y me preocupa la posibilidad de que las investigaciones por las filtraciones puedan congelar al periodismo de investigación que espera del gobierno la rendición de sus cuentas.
Los periodistas no deben estar ante un riesgo legal por hacer su trabajo. Nuestra atención debe estar puesta en quienes infringen la ley. Y por ello he pedido al Congreso sancionar una ley para cubrir a los medios de comunicación de las extralimitaciones del gobierno. Y he tratado estos asuntos con el Secretario de Justicia, quien comparte mis preocupaciones. Por eso, él ha aceptado revisar las recomendaciones del Departamento de Justicia que rigen las investigaciones que involucran a los reporteros y convocará a un grupo de organizaciones de los medios de comunicación para escuchar sus preocupaciones como parte de la revisión. Y le he ordenado al Secretario de Justicia que me presente un informe antes del 12 de julio.
Ahora, todos estos asuntos nos recuerdan que las opciones que tomamos respecto a la guerra pueden tener impacto (de manera a veces no prevista) en la apertura y la libertad de las que nuestra manera de vivir depende. Y es por eso que pretendo involucrar al Congreso respecto de la Autorización para Usar la Fuerza Militar, o AUMF, para determinar cómo podemos continuar luchando contra el terrorismo sin que Estados Unidos esté en constante pie de guerra.
La AUMF tiene casi 12 años de actividad. La guerra afgana está llegando a su fin. El núcleo de Al Qaida es una sombra de lo que alguna vez fue. Los grupos como AQAP deben ser enfrentados, pero en los próximos años no todo grupo de matones que se etiquete como Al Qaida supondrá ser una amenaza creíble para Estados Unidos. A menos que disciplinemos nuestro pensamiento, nuestras definiciones, nuestras medidas, nos podemos ver empujados a otras guerras que no necesitamos pelear o seguir dando a los presidentes poderes ilimitados más adecuados para los tradicionales conflictos armados entre estados naciones.
Por eso, estoy dispuesto a involucrar al Congreso y al pueblo estadounidense en las iniciativas para perfeccionar y, en última instancia, revocar el mandato de la AUMF. Y no firmaré leyes diseñadas para ampliar este mandato. Nuestro esfuerzo sistemático para desmantelar a las organizaciones terroristas debe continuar. Pero esta guerra, como todas las guerras, debe terminar. Es lo que la historia aconseja. Es lo que nuestra democracia exige.
Y eso me conduce a mi tema final: la detención de sospechosos de terrorismo. Lo repetiré una vez más: como principio de política, la preferencia de Estados Unidos es capturar a los sospechosos de terrorismo. Cuando detenemos a un sospechoso, lo interrogamos. Y si se puede procesar penalmente al sospechoso, decidimos si vamos a juzgarlo en un tribunal civil o ante una comisión militar.
Durante la década pasada, a la gran mayoría de quienes fueron detenidos por nuestro ejército militar se los capturó en el campo de batalla. En Iraq, entregamos a miles de prisioneros a medida que terminaba la guerra. En Afganistán, hemos transferido a los afganos las instalaciones de detención, como parte del proceso para restaurar la soberanía afgana. Por lo tanto, se puso fin a la ley de detención en guerra y estamos comprometidos a procesar penalmente a los terroristas cuando sea posible.
La evidente excepción a este enfoque, probado en el tiempo, es el Centro de Detención en la Bahía de Guantánamo. La premisa original para abrir GTMO —que los detenidos no serían capaces de desafiar su detención— se consideró inconstitucional hace cinco años. Mientras tanto, el centro GTMO se ha convertido en el símbolo mundial de un Estados Unidos que ignora el estado de derecho. Nuestros aliados no cooperarán con nosotros si suponen que un terrorista terminará en GTMO.
En un período de recortes en el presupuesto anualmente gastamos 150 millones de dólares para encarcelar a 166 personas —casi un millón de dólares por prisionero—. Y el Departamento de Defensa estima que debemos gastar otros 200 millones de dólares para mantener abierta el centro GTMO cuando aquí en el país estamos recortando las inversiones en educación e investigación y cuando el Pentágono enfrenta dificultades con el secuestro y los recortes del presupuesto.
Como presidente, he intentado cerrar el centro GTMO. Trasladé a 67 detenidos a otros países antes de que el Congreso impusiera restricciones para impedirnos de manera efectiva transferir a los detenidos a otros países o encarcelarlos aquí en Estados Unidos.
Esas restricciones no tienen sentido. Después de todo, durante la presidencia de Bush se trasladó a unos 530 detenidos del GTMO con apoyo del Congreso. Cuando me postulé como presidente por primera vez, John McCain apoyaba el cierre de GTMO; era un asunto de bipartidista. Nadie jamás se ha escapado de alguna de nuestras prisiones militares, o de súper máxima seguridad, aquí en Estados Unidos —jamás. Nuestros tribunales han condenado a cientos de personas a causa de terrorismo o delitos relacionados con el terrorismo, incluso a algunos que son más peligrosos que muchos de los detenidos en GTMO. Esos están en nuestras prisiones.
Y dada la implacable persecución de los jefes de Al Qaida por parte de mi administración, no hay otra justificación, más allá de la política, para que el Congreso nos impida cerrar instalaciones que nunca deberían haberse abierto. (Aplausos).
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: Disculpe, presidente Obama.
PRESIDENTE: Entonces... Permítame terminar, señora. Entonces hoy, una vez más...
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: Hay 102 personas en huelga de hambre. Son personas desesperadas.
PRESIDENTE: Estoy por abordar ese asunto, señora, pero tiene que dejarme hablar. Estoy por abordar ese asunto.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: Usted es nuestro comandante en jefe...
PRESIDENTE: Permítame abordarlo.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: ...usted puede cerrar la Bahía de Guantánamo.
EL PRESIDENTE: Por qué no me deja abordarlo, señora.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: Aún hay prisioneros...
PRESIDENTE: Por qué no se sienta y le diré exactamente lo que voy a hacer.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: Eso incluye a 57 yemeníes.
PRESIDENTE: Gracias, señora. Gracias. (Aplausos). Señora, gracias. Debería permitirme finalizar la oración.
Hoy, una vez más solicito al Congreso que levante las restricciones sobre las transferencias de detenidos de GTMO. (Aplausos).
He solicitado al Departamento de Defensa que designe un lugar de Estados Unidos donde podamos establecer comisiones militares. Designaré a un nuevo enviado principal del Departamento de Estado y del Departamento de Defensa cuya responsabilidad exclusiva será lograr la transferencia de los detenidos a otros países.
Estoy levantando una moratoria sobre las transferencias de detenidos a Yemén, de modo que podamos revisarlas caso por caso. En la mayor medida posible, trasladaremos a los detenidos que han sido absueltos, para que vayan a otros países.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: ...ya son prisioneros. Libérelos hoy mismo.
PRESIDENTE: Cuando corresponda, juzgaremos a los terroristas en nuestros tribunales y en nuestro sistema de justicia militar. E insistiremos en que la revisión judicial esté disponible para todos los detenidos.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: Se necesita...
PRESIDENTE: Ahora, señora, permítame terminar. Permítame terminar, señora. Parte de la libertad de expresión consiste en que usted pueda hablar, pero también tiene que ver con que usted escuche y yo pueda hablar. (Aplausos).
Ahora, incluso tras haber seguido estos pasos hay un asunto que persistirá — simplemente cómo tratar a los detenidos en GTMO que sabemos que han participado en ataques o conspiraciones peligrosas, pero a quienes no podemos procesar penalmente, por ejemplo, porque se ha comprometido la evidencia en su contra o es inadmisible en un tribunal de justicia. Pero una vez que nos comprometamos con el proceso de cierre de la GTMO, confío en que se podrá resolver este problema, que nos dejaron como legado, en consonancia con nuestro compromiso con el estado de derecho.
Sé que la política es difícil. Pero la historia emitirá un juicio severo sobre este aspecto en nuestro combate contra el terrorismo y sobre quienes no podamos acabar con esto. Imaginen un futuro (en 10 o 20 años) cuando Estados Unidos de América aún retenga a personas a las que no se acusó de ningún crimen, en una parcela de terreno que no pertenece a nuestro país. Observen la situación actual, en la que estamos alimentando a la fuerza a detenidos que están en huelga de hambre. Estoy dispuesto a darle una tregua a la joven que me interrumpió porque vale la pena ser apasionado. ¿Es esto lo que somos? ¿Es algo que nuestros fundadores previeron? ¿Es el Estados Unidos que queremos dejar a nuestros hijos? Nuestro sentido de justicia es más fuerte que eso.
Hemos procesado penalmente a una gran cantidad de terroristas en nuestros tribunales. Estos incluyen a Umar Farouk Abdulmutallab, que intentó hacer estallar un avión sobre Detroit y a Faisal Shahzad, que colocó un coche bomba en Times Square. Es en un tribunal de justicia que juzgaremos a Dzhokhar Tsarnaev, acusado del ataque con bombas en la maratón de Boston. Mientras hablamos, Richard Reid, el hombre que portaba una bomba en el zapato, cumple cadena perpetua en una prisión de máxima seguridad aquí en Estados Unidos. Al sentenciar a Reid, el juez William Young le dijo, “La manera en que lo tratamos… es en la medida de nuestras propias libertades”.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: ¿Qué le parece la situación de Abdulmutallab —encarcelar a una persona de 16 años. ¿Es la manera con que tratamos a una persona de 16 años? (Inaudible) ¿Puede sacar los aviones teledirigidos de manos de la CIA? ¿Puede dejar de firmar los ataques que matan gente sobre la base de actividades sospechosas?
PRESIDENTE: Estamos abordando eso, señora.
MIEMBRO DE LA AUDIENCIA: ...—miles de musulmanes que fueron muertos--- ¿se compensará a las familias de los inocentes? ...eso nos hará estar más seguros aquí en el país. Amo a mi país. Amo (inaudible)...
PRESIDENTE: Pienso que... y estoy saliéndome del guión, como era de esperarse en esta parte. (Risas y aplausos). Vale la pena prestar atención a la voz de esa mujer. (Aplausos). Obviamente, no estoy de acuerdo con mucho de lo que dijo y obviamente ella no estaba escuchando mucho de lo que dije. Pero estos son asuntos difíciles y la sugerencia de que podemos tratarlos por encima es errónea.
Cuando ese juez sentenció a Reid, el hombre que portaba una bomba en el zapato, continuó señalando la bandera estadounidense que flameaba en la sala. “Esa bandera”, dijo, “flameará allí mucho tiempo después de que todo esto se olvide. Esa bandera aún representa la libertad”.
Entonces, Estados Unidos, hemos enfrentado peligros mucho más grandes que Al Qaida. Al permanecer fieles a los valores de nuestra fundación y usando nuestra brújula constitucional, hemos superado la esclavitud y la Guerra Civil, el fascismo y el comunismo. En solo estos pocos últimos años como presidente, he observado a los estadounidenses recuperarse de recesiones dolorosas, tiroteos masivos, catástrofes naturales como los tornados recientes que devastaron Oklahoma. Estos eventos fueron desgarradores; afectaron a nuestras comunidades hasta su esencia. Pero debido a la resistencia de los estadounidenses, estos eventos fueron insuficientes para acabar con nosotros.
Pienso en Lauren Manning, la sobreviviente del 9/11 que sufrió quemaduras graves en el 80 por ciento de su cuerpo, quien dijo, “Esa es mi realidad. La cubri con un apósito, literalmente, y seguí adelante”.
Pienso en los neoyorquinos que llenaron Times Square el día después de un intento de explotar un coche bomba, como si nada hubiese pasado.
Pienso en los orgullosos padres paquistaníes que cuando su hija recibió la invitación a la Casa Blanca, nos escribieron, “Hemos criado a una hija estadounidense de origen musulmán para que sueñe en grande y nunca renuncie porque eso vale la pena”.
Pienso en todos los guerreros heridos que están reorganizando sus vidas y ayudando a otros veteranos a encontrar trabajo.
Pienso en el atleta que planificaba participar en la maratón de Boston en 2014, quien dijo, “El próximo año, van a tener más participantes que nunca. La determinación no es algo con que se juega”.
Así es como son los estadounidenses: son determinados y con los que no hay que entromerse con su determinación. Y ahora necesitamos una estrategia y una política que refleje ese espíritu resistente.
Nuestra victoria contra el terrorismo no se medirá en una ceremonia de rendición en el campo de batalla ni mediante una estatua derribada. La victoria se medirá en los padres que lleven a sus hijos a la escuela; inmigrantes llegando a nuestras costas; fanáticos que vayan a ver un juego de pelota; un veterano que inicie un negocio; una bulliciosa calle de ciudad; un ciudadano que dé a conocer sus inquietudes a un presidente.
La determinación discreta; esa fuerza de carácter y unión de compañerismo; ese rechazo del miedo --- son tanto nuestra espada como nuestro escudo. Y mucho tiempo después de que los actuales mensajeros se hayan desvanecido en la memoria del mundo, junto a crueles déspotas, dementes perturbados y demagogos despiadados que ensucian la historia---, la bandera de Estados Unidos aún flameará desde los cementerios de ciudades pequeñas hasta los monumentos nacionales, e incluso en puestos de avanzada distantes en el extranjero. Y esa bandera aún representará la libertad.
Muchas gracias a todos. Que Dios los bendiga. Que Dios bendiga a los Estados Unidos de América. (Aplausos).
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter