Thierry Meyssan fue el primero en demostrar que lo que nos decía la versión oficial sobre el 11 de Septiembre era imposible y en llegar a la conclusión de que aquellos hechos iban a ser utilizados para justificar una profunda modificación de la naturaleza y la política del régimen estadounidense. Desde entonces, la mayoría de sus lectores siguen profundamente interesados en lo que sucedió aquel día mientras que el propio Meyssan ha seguido adelante, comprometiéndose en contra del imperialismo en Líbano, en Libia y actualmente en Siria. En este artículo, Thierry Meyssan refiere nuevamente los hechos de aquel día.
Los acontecimientos del 11 de Septiembre de 2001 se mantienen en la memoria colectiva bajo la apariencia que les dieron los medios de prensa: atentados de enorme envergadura perpetrados en Nueva York y Washington. Pero aún siguen manteniéndose ocultos los objetivos del poder, que sufrieron un profundo cambio aquel día.
Cerca de las 10 de mañana, cuando ya habían tenido lugar los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono, el consejero antiterrorista de la Casa Blanca Richard Clarke puso en marcha el programa de «Continuidad del Gobierno». El objetivo de ese programa es tomar el lugar del poder ejecutivo y del poder legislativo estadounidenses en caso de destrucción provocada por una guerra nuclear. No había por lo tanto ninguna razón para ponerlo en marcha aquel día. Pero a partir de su aplicación, el presidente George W. Bush fue depuesto de sus funciones, que pasaron a manos de un gobierno militar.
Durante todo aquel día, el Poder Militar puso bajo su control a los miembros del Congreso de Estados Unidos y sus respectivos equipos de trabajos manteniéndolos detenidos en dos bunkers de alta seguridad que se hallan cerca de Washington, Greenbrier Complex (en Virginia Occidental) y Mount Weather (en Virginia).
Los militares no devolvieron el poder a los civiles hasta el final del día y el presidente Bush pudo dirigirse a sus conciudadanos hacia las 20 horas.
El hoy ex presidente George W. Bush estuvo vagando por el país durante todo el día. Estuvo en 2 bases militares y en ambas exigió que le trajeran un vehículo blindado para no atravesar la pista a pie, porque temía que lo abatiese alguno de sus propios soldados. El presidente Vladimir Putin, quien estuvo todo el día tratando de hablar con él por teléfono –para evitar un malentendido y que surgiese algún tipo de acusación contra Rusia– nunca pudo ponerse en contacto con él.
Hacia las 16 horas, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, apareció en televisión para decirles a los estadounidenses que los israelíes conocían los horrores del terrorismo desde hacía mucho y que compartían el dolor del pueblo de Estados Unidos. Y de paso anunció que los atentados habían terminado, algo que sólo podía saber estando implicado en ellos.
Podemos seguir discutiendo eternamente sobre las innumerables incoherencias de la versión oficial de los atentados del 11 de Septiembre. Pero hay un hecho en particular que resulta indiscutible: el «Programa de Continuidad del Gobierno» fue activado sin que hubiese razón para ello. En cualquier país del mundo, la destitución del presidente y el arresto de los parlamentarios por parte de las fuerzas armadas tiene un solo nombre: es un golpe de Estado militar.
Algunos argumentarán que George W. Bush recuperó sus prerrogativas presidenciales al final de aquel mismo día. Es interesante saber que eso es precisamente lo que aconsejaba el neoconservador israelo-estadounidense Edward Luttwak en su Manual del golpe de Estado. Según Lutwak, un buen golpe de Estado es aquel en el que nadie se da cuenta de que se ha producido un golpe de Estado porque mantiene en el poder a quienes lo ejercen… pero les impone una nueva política.
Aquel día se impuso el principio del estado de urgencia permanente en Estados Unidos, principio que rápidamente se tradujo en actos con la adopción de la USA Patriot Act. Y también se impuso el principio de las guerras imperialistas, que fue consagrado en pocos días por el presidente George W. Bush en Camp David: Estados Unidos tenía que atacar Afganistán, Irak, Libia y Siria –utilizando el Líbano en el caso de Siria– así como Sudán, Somalia y, finalmente, Irán.
Hasta este momento sólo ha podido concretarse la mitad de ese programa. El presidente Obama anunció anoche [11 de septiembre de 2014] su decisión de continuar su aplicación en Siria.
Hace 13 años, la mayoría de los aliados de Estados Unidos se negaron a ver lo que ya era evidente, privándose por lo tanto a sí mismos de la posibilidad de anticipar la política de Washington. Si es cierto que sólo el tiempo permite ver claramente la verdad, estos 13 años deben haber aclarado las cosas: se ha concretado todo lo que yo anunciaba, todo lo que mis contradictores calificaban de «antiamericanismo». Y, por ejemplo, mis contradictores se quedaron estupefactos cuando la OTAN se apoyó en al-Qaeda para derrocar la Yamahiria Árabe Libia.
Estoy orgulloso de haber alertado al mundo sobre el golpe de Estado [que había tenido lugar en Estados Unidos] y sobre las guerras que iban a producirse a continuación. Pero me entristece ver que la opinión pública occidental se quedó empantanada en una discusión sobre la imposibilidad material de que la versión oficial sea cierta. Sin embargo, observo que hay elementos de aquel día que aún se mantienen ocultos, como el incendio que devastó las oficinas del Eisenhower Building, el anexo de la Casa Blanca o el misil disparado ante el World Trade Center y que fue grabado por una televisión de Nueva York (verlo aquí abajo).
La guerra sigue destruyendo los países musulmanes mientras que los occidentales, decididamente ciegos, siguen discutiendo sobre la caída de las torres.
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