Acabo de leer dos libros de factura diferente, en su concepción y redacción; casi diría de dos espíritus diferentes y en antítesis. Dos vocaciones diferentes, dos formas de ver el mundo, dos maneras diferentes de entender la política.
No pretendo hacer un análisis literario, ni cosa parecida, mi intención es establecer lo distinto que suele ser la forma cómo se abraza y se compromete con un ideal, en estos tiempos de inexistencia de auténticos partidos políticos y de verdadera vocación de lucha por la justicia social.
Los libros en mención son: Nicanor Mujica Álvarez Calderón, autobiografía editada por su hijo, el otro La Gran usurpación escrita por Omar Chehade.
El primero versa sobre la vida de un líder impoluto que desde adolescente se definió por la causa de los que sufren, como solía calificar Luis Alberto Sánchez. El segundo, sobre la prevalencia en el poder de la esposa del ex presidente Humala. Como se puede observar, los temas son disímiles y no me voy a ocupar de ellos, sino del tipo de políticos que hay detrás de esas ópticas sociales y que el común de las gentes no suele observar, lamentablemente.
Nicanor Mujica formó parte de una pléyade de muchachos que integraron la Federación Aprista Juvenil que le tocó enfrentar, terminando su adolescencia, a una dictadura férrea y cruel como fue la de Benavides. Perteneciendo a una clase social acomodada que pudo haberle hecho fácil la vida, prefirió, como los soñadores, el camino duro, ingrato y escabroso del ideal en lucha permanente contra las fuerzas cerriles de la reacción más retrograda. Le sobraba inteligencia y valentía que invirtió en los cargos y encargos que tuvo, rozando siempre el peligro, la incomprensión, el aherrojamiento y la muerte. Tuvo en esos avatares, el privilegio de ser enlace y asistente de Haya de la Torre durante la clandestinidad más larga y trágica que haya sufrido un partido político, el Apra, en el Perú, en el cual militaba con una convicción doctrinaria indestructible y una lealtad sólida que rimaba con una auténtica fraternidad de notables aristas solidarias. Alma sencilla que engranaba perfectamente con una honestidad exhibida como blasón durante toda su existencia. Siendo reconocido como un líder indiscutible, nunca pidió ni negoció cargo o representación alguna, éstas vinieron como correspondía al escalafón natural e insoslayable que en esos momentos existía y que nadie, por consiguiente, podía discutir. Era parte de una generación que probó su temple y por lo tanto nunca tuvieron que recurrir al exhibicionismo rayando con el ridículo que hoy en día hacen muchos políticos que no tienen sino vanidad en exceso y cero en sentido común. En resumen una vida ejemplar sin escándalos ni sospechas a pesar de las responsabilidades que ostentó durante su ejecutoria política. No puedo dejar de apuntar que aquí y en el exilio nunca dejó de trabajar y mantener a su familia con dignidad, sin tener que buscar como objetivo existencial enriquecerse a costa del erario nacional o aceptar prebendas.
El ciudadano Omar Chehade, en cambio, trasunta resentimiento, afán de venganza, pragmatismo, personalismo, frivolidad y un desesperado deseo de lavarse la cara de las sospechas y responsabilidades en el gobierno anterior. Tal vez tenga éxito en el intento de que la gente se olvide de su débito, no sería la primera vez; la mala memoria y la ignorancia hacen una mezcla anatémica que nos persigue por siglos. Encarna la decepción y la expectativa frustrada que, dicho sea de paso, ya deberíamos acostumbrarnos. Lo que quiero explicar es que llegó a la política como muchos, que aburridos lo hacían y empujados por su ego, buscan la gloria fácil como coronación de su vanidad. De joven nunca se involucró en una marcha de protesta por alguna injusticia. Tuvo la fortuna de los “hijitos de papá”. Se perdió el momento en que se anidan y germinan las ideas que se convertirán en banderas de lucha que se agitarán por toda la vida. Sin un ideal definido, hacer política es estéril e intrascendente, pero tiene rédito en el mundo de la politiquería que sólo produce politicastros.
Siempre estuve tentado de proponer que a los que quieran hacer política no sólo deben tomarles un examen de conocimientos, sino también examinarle el alma para detectar perversidades que ensombrezcan análisis y decisiones; pero siendo imposible su realización lo dejo como una hipótesis fallida.
La figura del ex amigo de los Humala es común, se reproduce como la hierba mala y se multiplica como los hongos venenosos. De allí que resulta fácil ver, en cantidades industriales, tanto la incapacidad como la inclinación a prevaricar que ya forma parte de nuestra idiosincrasia y algo natural de encontrar en nuestro imaginario colectivo, dicho perfil.
Esta diferencia de ver la política, ser político y hacer política es nuestro drama cotidiano que no debemos ver con indiferencia, a pesar de ser abrumadora la alternativa negativa. Los jóvenes que quieran hacer política, como lo definiera Aristóteles, deben seguir el ejemplo de los que padecieron el ideal y no se sirvieron de él para sus propósitos mezquinos; abrazar el ideal con vocación y convicción, tal y como lo hizo Nicanor Mujica es la mejor opción sin duda.
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