Si es el presidente quien considera que las autoridades deben primero investigar a las víctimas del espionaje telefónico (defensores de derechos humanos, activistas y periodistas) por “atreverse” a denunciarlo y responsabilizar al gobierno federal de este delito, cómo creer entonces que en México hay una firme convicción para respetar y proteger las libertades de expresión y de prensa, cuando ni el mismo jefe de la nación entiende la importante labor del periodismo y su necesaria función en un Estado que se dice democrático.
Después de su desafortunada declaración que motivó una rectificación posterior, cuando alguien del equipo de asesores se dio cuenta de que su jefe no debía decir lo que dijo, nos deja en claro, una vez más, que no hay voluntad política de parte del gobierno ni respeto alguno de las autoridades responsables por defender a los periodistas que son agredidos constantemente en este país.
En ese panorama negativo para la prensa en México, tras la confirmación del asesinato del periodista Salvador Adame, la lista de periodistas asesinados en sólo este primer semestre de 2017 sumó ocho víctimas. La situación que vive el gremio ha alcanzado niveles críticos, y a pesar de ello el gobierno continúa pasmado.
En el caso de Adame Pardo, director de Canal 4Tv de Nueva Italia, Michoacán, destaca el desaseo de la investigación. Primero, para no agilizar su búsqueda en las primeras horas después de que fuera privado de su libertad el pasado 18 de mayo por un grupo armado; y luego, por la revictimización no sólo del periodista sino de su familia.
Hay que recordar que las autoridades michoacanas en vez de rescatarlo, le atribuyeron la responsabilidad de su desaparición por el supuesto de estar involucrado sentimentalmente con otras dos mujeres además de su esposa. Desde entonces, las autoridades ya perfilaban una salida para el caso: se trataba de un crimen pasional y no de un tema relacionado con su actividad periodística.
Lamentablemente, en la mayoría de los casos autoridades locales y federales prefieren inventar pruebas y generar hipótesis de crímenes pasionales o de delincuencia organizada, en lugar de agotar líneas de investigación que relacionen la actividad periodística con los asesinatos.
Pero el desaseo en este caso no acabó ahí. La Procuraduría General de Justicia de Michoacán, a cargo José Martín Godoy Castro y cuyo estado es gobernado por el perredista Silvano Aureoles Conejo, que también quiere ser presidente, ahora perfila que al comunicador lo asesinaron por un lío personal con un criminal.
La familia de la víctima no sólo ha desmentido lo anterior, sino que incluso se rehúsa a aceptar que los restos calcinados que fueron localizados cerca de la Barranca del Diablo, a un costado de la carretera libre Uruapan-Nueva Italia, pertenezcan al periodista. Por lo que han solicitado una segunda opinión.
El intento de desviar las investigaciones ya forma parte de un modus operandi de las autoridades de los tres niveles de gobierno: en otros casos, incluso han recurrido a descalificar el trabajo de las víctimas, al decir que no eran periodistas porque, para sobrevivir, tenían una segunda actividad que les proveía ingresos. Insisto, cuando la autoridad no entiende la labor del periodismo y sólo descalifica a quienes lo ejercen, no puede haber respeto ni protección como lo marca nuestra Carta Magna.
Este modus operandi busca ocultar lo que a todas luces ocurre en este país, y que es la ausencia de democracia. En México, la libertad de expresión, la libertad de prensa y el derecho a la información son mitos. No existen.
Esta crisis no sólo afecta al gremio periodístico: afecta a toda la sociedad en su conjunto, que cada vez ve más limitada la información que le proveen los medios de comunicación.
Y es en esta crisis en la que se puede entender la desatinada declaración del presidente Enrique Peña sobre el espionaje gubernamental a periodistas, defensores de los derechos humanos y activistas anticorrupción, en la que exigía a la Procuraduría General de la República que se investigara a los denunciantes.
Esa idea de culpar permanentemente al mensajero, en lugar de observar y corregir las fallas de un sistema y de un gobierno corruptos es parte de la criminalización del oficio, que ha cobrado la vida de ocho periodistas tan sólo en lo que va de este año.
En ningún otro país en época de paz ocurre algo así. Y está ampliamente demostrado que no es el crimen organizado el que más ataca periodistas: son agentes del Estado los principales agresores de la prensa.
Además de Salvador Adame, en este 2017 fueron asesinados Cecilio Pineda Birto, el 2 de marzo en Guerrero; Ricardo Monlui, el 19 de marzo, en Veracruz; Miroslava Breach, el 23 de marzo, en Chihuahua; Maximino Rodríguez, el 14 de abril, en Baja California Sur; Filiberto Álvarez Landeros, el 2 de mayo, en Morelos; Javier Valdez Cárdenas, el 15 de mayo, en Sinaloa; y Jonathan Rodríguez Córdova, el mismo 15 de mayo, en Jalisco. Más los que se acumulen. Descansen en paz.
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