A Olga y Sergio, limeños de resonancia
De visita en Perú, nos llamó la atención que dos ciudadanos ilustres como el profesor Flores Quelopana y el abogado Sergio Tapia solicitaran, en circunstancias disímiles, mi opinión acerca del personalismo. Teníamos arrumbado en el cajón de los recuerdos el tema salvo por la invitación anual de mis compatriotas, las profesoras Cristina Roth e Inés Riego, a participar del congreso sobre el tema.
El personalismo tiene una larga historia que, modernamente, podemos hacer comenzar con Kant y su valoración de la persona como valor en sí misma y no como medio para otra cosa. Y podemos seguir la lista con el danés Kierkegaard y la persona como el singular y concreto en oposición a la humanidad que no tiene manos ni pies. También encontramos algo en don Miguel de Unamuno.
Pero el verdadero fundador del personalismo es el francés Emmanuel Mounier (1905-1950) quien con sus ideas de encarnación, comunión, dialéctica del amor, la vida como aventura, el salir de sí mismo, el tomar sobre sí, desplegó la idea de persona. En el desarrollo de estas ideas lo continúan pensadores como Mauricio Nedoncelle, Gabriel Marcel, incluso Jacques Maritain en algunos puntos. Para terminar con el Papa Wojtyla y sus tesis sobre Persona y acto.
La lectura de estos autores y otros muchos, siempre nos ha dejado la sensación de un vacío metafísico que no ha podido ser llenado. El personalismo se presenta como careciente de una metafísica strictu sensu. De hecho es una corriente filosófica con un gran contenido emotivo y cordialista pero que no ha podido, hasta ahora, fundamentarse en una metafísica adecuada. Hubo intentos como el de Nedoncelle pero no pasaron de ser unos agradables enunciados. Al personalismo le sucedió, mutatis mutandi en metafísica, lo que a la filosofía latinoamericana de la liberación: se quedó solo en un programa sin poder cargarlo de contenido.
Es entendible que en torno al mundo cristiano se vea con buenos ojos y se valore este tipo de filosofía. Sobre todo a partir del momento que el mundo cristiano y sus valores han perdido toda fuerza social de aplicación. Nunca se insistirá demasiado acerca del agotamiento y del tiempo indigente que vive el cristianismo hoy en día. Y en ese sentido se puede explicar la renovada vigencia del personalismo, como una manera de ser cristiano en un mundo desacralizado.
Otra cosa muy distinta, aunque suene afín, es la meditación, que desde la filosófica en sentido estricto, se ha hecho sobre la persona. En este tema fue sin duda el filósofo alemán Max Scheler (1874-1928) quien con mayor profundidad lo ha estudiado.
Durante mil cuatrocientos años ser repitió la definición de Boecio (480-525) “Persona est naturae rationalis individua substantia” (la persona es una sustancia individual de naturaleza racional). Luego vino Ricardo de San Víctor (1110-1173) quien hablando sobre la Trinidad (no olvidemos que toda la meditación sobre la persona nace como un problema teológico trinitario), agrega el rasgo de existencia. Cuando uno se pregunta por la sustancia lo hace a través del quid est (qué es), mientras cuando lo hace sobre la persona se pregunta quis est (quién es). Lo cual reclama siempre un nombre propio; una propiedad singular (proprietas singularis). La persona ya no es pensada como algo sino como alguien. Así, la naturaleza racional es poseída por alguien y no solo por algo. Luego viene Duns Scoto (1266-1308) quien sostiene que la persona ultima solitudo est (es última soledad), por su carácter de incomunicable: La incomunicabilidad cabe exclusivamente al quo persona est persona, a la persona en tanto que persona y no a la naturaleza.
La meditación sobre la persona humana, la persona divina fue largamente estudiada durante toda la Edad Media, nace propiamente con Kant, continúa con Kierkegaard y se completa con Max Scheler. Es este último, como dijimos, el que con mayor hondura penetra el tema.
Describe a la persona a través de los rasgos de única, singular, irrepetible, moral y libre pues la persona no es objeto de estudio sino de descripción fenomenológica. Es única por la unidad de sus actos de esencia diversa. Es singular porque es superior al género. Es irrepetible, porque sus actos son así. Es moral porque el bien se hace de una sola manera y el mal de muchas. Y es libre porque la libertad es un atributo de la persona y no de determinados actos como el querer.
La persona es el centro metafísico de nuestras experiencias y actos. Y solo a través de las personas, sean santos, héroes o genios, podrán los valores operar en lo más íntimo del mundo.
La libertad es un atributo del espíritu y este solo existe en forma personal. El esfuerzo de Scheler es develar una ontología del espíritu a propósito de la persona.
Y así afirma que hablar de espíritu impersonal es un contrasentido, pues la persona es la única forma de existencia del espíritu. El yo no pertenece a la esencia del espíritu sino a la esfera de lo psíquico.
Todos los hombres, varones y mujeres, somos solo iguales en dignidad. Y ésta está dada por la persona, pero somos desiguales en todo lo restante. Entender esto es comprender el centro metafísica que ocupa la persona. Así tanto el igualitarismo como el colectivismo, corrientes espurias del cristianismo, encuentran su mentís en un claro concepto de la persona.
(*) Arkegueta, aprendiz constante
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