Independientemente de la histeria antichina del grupo que impuso las respuestas políticas, falsamente sanitarias, adoptadas en Occidente ante la epidemia de Covid-19, esta última ha puesto de relieve el hecho que las naciones occidentales dependen de los productos de la industria china. Después de haber comprobado esa dependencia, la administración Trump ha pasado del deseo de reequilibrar los intercambios comerciales a una lógica de enfrentamiento militar, aunque sin llegar a recurrir a la guerra. Acaba de comenzar oficialmente la campaña de sabotaje contra las llamadas «rutas de la seda».
Una de las consecuencias de esta epidemia de coronavirus es que Occidente acabar de darse cuenta de lo mucho que depende de las capacidades industriales de China. Europeos y estadounidenses comprobaron repentinamente que no tenían cómo fabricar los millones de mascarillas quirúrgicas cuyo uso querían imponer a toda la población. Y tuvieron que ir a comprarlas en China, donde a menudo llegaron a luchar entre sí en los aeropuertos, tratando de birlar a sus “aliados” algún lote de las preciadas mascarillas quirúrgicas chinas.
En ese contexto de “sálvese quien pueda” generalizado, el liderazgo de Estados Unidos a la cabeza de Occidente dejó tener de sentido. Es por esa razón que Washington ha decidido renunciar a su anterior intención de reequilibrar las relaciones comerciales con China para pasar a oponerse al establecimiento de las llamadas «rutas de la seda» y ayudar los europeos a relocalizar parte de sus industrias.
Esto podría ser un viraje decisivo: el cese parcial del proceso de globalización iniciado con la desaparición de la Unión Soviética. Pero, ¡cuidado! No se trata de una decisión económica de cuestionamiento de los principios del libre intercambio, sino de una estrategia geopolítica tendiente a sabotear las ambiciones chinas.
El preludio de ese cambio de estrategia fue la campaña, no sólo económica sino también política y militar, contra el gigante chino Huawei. Estados Unidos y la OTAN dijeron temer que si Huawei obtenía acceso a los contratos públicos occidentales para la instalación de la tecnología 5G, el ejército chino podría interceptar las comunicaciones que pasarían por esos canales. En realidad sabían que si China obtiene esos contratos, será el único país técnicamente capaz de pasar a la etapa siguiente [1].
No es que la administración Trump se haya dejado ganar por las ridículas fobias del grupo Amanecer Rojo [2], cuya obsesión antichina viene de su visceral anticomunismo, sino que ha tomado conciencia de los gigantescos progresos militares de China. Claro, el presupuesto del Ejército Popular de Liberación es risible en comparación con el presupuesto de las fuerzas armadas de Estados Unidos, pero es precisamente la estrategia china de ahorro en el sector militar y los progresos técnicos chinos lo que hoy permite a los militares chinos desafiar al leviatán estadounidense.
Al término de la Primera Guerra Mundial, los políticos chinos del Kuomintang y del Partido Comunista emprendieron juntos la tarea de reunificar su país y sacarlo del largo siglo de humillación colonial que había vivido. Un líder del Kuomintang, Chang Kai-chek, trató de acabar con el Partido Comunista, pero fue derrotado y tuvo que exilarse en Taiwán. Mao Zedong siguió adelante con el sueño nacionalista, mientras orientaba el Partido Comunista hacia una transformación social del país. Pero su objetivo siguió siendo ante todo de carácter nacionalista, como quedó demostrado en 1969 con el conflicto sino-ruso por la isla de
Zhenbao.
En los años 1980, el almirante Liu Huaqing –quien reprimió en 1989 el intento de golpe de Estado de Zhao Ziyang durante los acontecimientos de la plaza Tiananmén– concibió una estrategia para mantener a los ejércitos estadounidenses fuera de la zona cultural china. La República Popular China ha venido aplicando pacientemente esa política desde hace 40 años. Sin provocar guerras, Pekín ha extendido su soberanía en el Mar de China e impone límites a la marina de guerra de Estados Unidos. No está lejos el día en que los navíos de guerra estadounidenses tendrán que retirarse de esa región, dejando así vía libre a la recuperación de Taiwán por parte de China.
Después de la disolución de la URSS, el entonces presidente George Bush padre consideró que Estados Unidos ya no tenía rival en el mundo y que había llegado el momento de hacer dinero. Desmovilizó un millón de soldados estadounidenses y abrió el camino a la globalización financiera. Las transnacionales estadounidenses trasladaron sus cadenas de producción a China, donde sus productos comenzaron a ser fabricados por innumerables obreros chinos, con menor formación pero que cobraban 20 veces menos que los obreros estadounidenses. Poco a poco, casi todos los bienes de consumo que compran los estadounidenses se importaban de China. La clase media estadounidense se depauperó mientras que China perfeccionaba la formación de sus propios obreros y se enriquecía. Gracias al principio del libre intercambio, otros países occidentales, y finalmente del mundo entero, también comenzaron a trasladar su producción industrial hacia China. Con el paso de los años, el Partido Comunista decidió establecer un equivalente moderno de la antigua «Ruta de la Seda» y, en 2013, eligió a Xi Jinping para realizar ese proyecto. Si llega a concretarse, China podría llegar a tener en sus manos prácticamente el monopolio de la producción industrial mundial.
Al decidir sabotear las «rutas de la seda», el presidente Donald Trump trata de mantener a China fuera de lo que Estados Unidos considera su propia zona cultural, como hace China al mantener a Estados Unidos fuera de lo que Pekín considera la zona cultural china. Washington podrá contar para ello con sus «aliados», cuyas sociedades ya están prácticamente devastadas por la competencia de los excelentes productos chinos a bajo precio. Algunos de esos «aliados» de Washington ya viven, a causa de esa situación, revueltas populares como la de los llamados Chalecos Amarillos, en Francia. En tiempos de la antigua «Ruta de la Seda», China aportaba a Europa productos completamente desconocidos en ese continente. En nuestra época, las nuevas «rutas de la seda» llevan a Occidente productos similares a los que pueden fabricarse en esa parte del mundo… pero mucho menos caros.
Sin embargo, contrariamente a la creencia generalizada, China podría renunciar a las nuevas «rutas de la seda», por razones de geoestrategia y sin importar el monto de lo que ya ha invertido. Ya lo hizo en el pasado. En el siglo XV, China proyectó abrir una “ruta de la seda” marítima, envió a África y al Medio Oriente una formidable flota bajo las órdenes del almirante Zheng He, «el eunuco de las tres joyas», pero finalmente renunció al proyecto, llegando incluso a destruir su propia flota.
El secretario de Estado Mike Pompeo viajó a Israel, en pleno periodo de confinamiento por el Covid-19. Allí trató de convencer a los dos futuros primeros ministros –el colonialista judío Benyamin Netanyahu y el nacionalista israelí Benny Gantz– para que pongan fin a las inversiones chinas en Israel [3]. Las empresas chinas ya controlan la mitad del sector agrícola israelí y en los próximos meses pasarían a garantizar el 90% de sus intercambios comerciales. Mike Pompeo tratará de convencer también al presidente de Egipto, Abdel Fattah al-Sissi, ya que el Canal de Suez y los puertos israelíes de Haifa y Ashdod serían las terminales de la moderna «ruta de la seda» en el Mediterráneo.
Después de varios intentos, China, teniendo en cuenta la inestabilidad en Irak, Siria y Turquía, ha renunciado abrir su nueva «ruta de la seda» a través de esos países. Entre Washington y Moscú existe un acuerdo tácito para mantener, en cualquier lugar de la frontera sirio-turca, un “bolsón” yihadista, como medio de convencer a China de que no es posible hacer inversiones en esa zona. La intención de Moscú es asentar su alianza con Pekín sobre «rutas de la seda» que pasarían por territorio ruso, en vez de transitar por los países occidentales. Ese es el proyectp de «Gran Asociación Euroasiática» del presidente Vladimir Putin [4].
Aparece así una y otra vez el mismo dilema, la llamada «trampa de Tucídides»: ante el ascenso de una nueva potencia (China), la potencia dominante (Estados Unidos) tiene la opción entre hacerle la guerra (como sucedió entre Esparta y Atenas) o cederle espacio, lo cual equivale a aceptar la división del mundo.
[2] «Covid-19 y “Amanecer Rojo”», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 28 de abril de 2020.
[3] «La “ruta de la seda” pasará por Jordania, Egipto e Israel»; «La “ruta de la seda” e Israel», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 16 y 31 de octubre de 2018.
[4] «Discurso de Serguei Lavrov en el 74º periodo de sesiones de la Asamblea General de la ONU», por Serguei Lavrov, Red Voltaire, 27 de septiembre de 2019.
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