Sin casi disparar un tiro, rebasado por el accionar violento de un decidido grupo de petardistas y victimarios del alcalde de Ayo Ayo, el líder indígena Felipe Quispe -Mallku para sus acérrimos seguidores entre las masas indígenas aymaras- hoy se encuentra, sorprendido por los hechos que se precipitan, interpelando -a nombre de la Nación Aymara- la existencia misma del Estado boliviano. Personificando a éste, el presidente Mesa, a la manera del rey inglés en la película "Corazón Valiente", aturdido por las premuras del momento, no atinó sino a mandar un grupo de señoras en misión de paz al pueblo rebelde.

Paradoja de paradojas: ninguno de los dos personajes pensó que un día podrían encontrarse, frente a frente, circunstancial y coyunturalmente, al comando de fuerzas tan disímiles como las del obsoleto Estado boliviano y las improvisadas huestes de un poblado indígena, hoy convertido en republiqueta soberana e independiente que nombra a jueces y policías de entre los comuneros y labriegos de la comarca.

Es el contrapunto, esta vez desde Occidente, a las tesis autonomistas sustentadas, hasta hoy en privilegio y exclusividad, por la Media Luna. Formalmente, y con tintas rojas -como se escribe, las más de las veces, la historia- se avizora un proyecto político que, con los auspicios más inquietantes, podría significar la presentación formal de la Nación Aymara.

En efecto, luego de los sangrientos sucesos de la semana pasada, todavía en estado de estupefacción por el brutal ajuste de cuentas edilicio conforme a la Ley de Lynch, el presidente Carlos Mesa instruía la investigación sumaria del crimen de Ayo Ayo, cuando el pueblo de marras, súbitamente, ha venido en alzarse contra el Estado boliviano y a designar sus propias autoridades jurisdiccionales y cuerpo policial.

El juramento aymara, con la rigurosa solemnidad con que este pueblo suele consagrar sus mandos naturales, fue tomado a la memoria de Túpac Amaru, Túpac Catari y Bartolina Sisa, héroes epónimos en las más celebradas sublevaciones indígenas durante la Colonia.

Lo que no puede aceptarse -en especial por el criollaje boliviano o el mestizaje arribista- es que lo de Ayo Ayo, para el aymara medio, para el humilde campesino de las riberas del Lago Titikaka o para el migrante a las zonas periurbanas de las ciudades del Occidente boliviano, es interpretado, nos guste o no nos guste, como un hecho de justicia por derecho natural. El mismo Mallku, de manera oportunista, afirma que los sucesos incriminados son resultado de la aplicación de una justicia milenaria denominada por la antropología y la sociología jurídica como justicia comunitaria.

Con un mínimo de objetividad, parece que el hecho estuvo revestido de antecedentes y un iter delictivos (secuestro, tortura y muerte a garrote) que reflejan, subrepticiamente, un enfrentamiento entre grupos rivales por el predominio de la alcaldía del pueblo de Ayo Ayo. Empero, la interesada lectura del suceso -para muchos y, en especial, para el Mallku- ha pasado de ser un mero hecho de crónica roja a un magno suceso por el que el pueblo aymara, en histórica revancha, hace justicia por mano propia.

Nosotros nos atrevemos a afirmar que ésta es y será la interpretación que asumirá una gran parte de los estratos indígenas de origen aymara en el Altiplano boliviano. Por lo mismo, es muy difícil por extemporáneo, o por demasiado tarde, el revertir semejante valoración histórica de las masas. El tiempo de la Constituyente ya ha llegado antes que la convocatoria formal y oficial a su Asamblea.

En el desacato general del pueblo de Ayo Ayo al orden constitucional que proclama una justicia ortodoxa -siempre escamoteada por los partidos políticos tradicionales que ungieron como jueces a sus más dóciles correligionarios- hay un tránsito, irrefutable, por las distintas etapas que configuran el derrumbe del régimen vigente. Veamos:

(a) Crisis de poder, que ocurrió a partir de la interpelación de las masas campesinas al Estado boliviano a partir, claramente, de abril de 2000;

(b) Vacío de poder, en cuanto el Estado boliviano, en lo que ya es una deficiencia crónica en la realización de la tarea jurisdiccional, toleró actuaciones de toma de justicia por mano propia con la señal equívoca de impunidad a tales hechos; y,

(c) Toma de poder, en lo que el insólito levantamiento de Ayo Ayo pasa a ser una suerte de paradigma de resarcimiento cultural y afirmación de su paraestatalidad ancestral entre las masas indígenas aymaras.

Sin embargo, no parece muy probable que el experimento prospere. Aunque es muy posible que el ejemplo de Ayo Ayo cunda en otros pueblos y regiones altiplánicas, es notable la ausencia de un movimiento orgánico y de coordinación que articule eficazmente el movimiento nacional indígena. El carácter errático e impredecible del suceso, reflejo mismo del movimiento señalado, confabulará, de manera casi definitiva -salvo una convergencia política de todas las fuerzas contestatarias indígenas en torno al Mallku Felipe Quispe, algo todavía difícil de ocurrir- para diluir la rebelión o, al menos transformarla en parte de la ambigua e imprecisa reivindicación cultural.

Contrario sensu, es posible suponer que si esta rebelión se hubiera asumido en una plataforma única de lucha contra el aparato estatal, acaso hubiera marcado el principio de la etapa insurreccional. Nosotros hemos afirmado que la etapa histórica actual es prerrevolucionaria pero no insurreccional. Parece todavía necesaria una acumulación de fuerzas centrífugas al sistema político -posiblemente en consonancia con lo que pueda hacer la Media Luna- para provocar el desmoronamiento final del sistema vigente.

Por tanto, si bien existe un vacío de poder en varias regiones del país -y muy notable, por cierto, según han confesado el presidente Mesa y su ministro del Interior- no es menos cierto que la correlación de fuerzas no es halagüeña a las fuerzas desestabilizadoras o antisistémicas. Nos ratificamos que, en todo caso, la opción de mayor fuerza se encuentra, ni cabe duda, en la Media Luna. Coincidentemente, a tiempo de escribir estas líneas, el movimiento autonomista del Oriente -con atisbos de posiciones extremas que piden la independencia pura y dura- ha estremecido el país con una inmensa marcha y movilización pacífica de decenas -o quizá un par de cientos- de miles de ciudadanos que se sienten identificados con el destino de su región. ¿Comienza la hora de gloria para la Nación Camba?

En Occidente, entretanto, los hechos de Ayo Ayo revelan, incuestionablemente:

(a) la vigencia de otra nación en conflicto con el Estado boliviano, la Nación Aymara

(b) la existencia de un área de conflicto, el territorio futuro de esta nación indígena, pero también,

(c) la intrínseca debilidad del movimiento nacional aymara, carente de efectiva dirección orgánica que no ha podido o sabido capitalizar el Mallku Felipe Quispe.

Esta última afirmación no es gratuita pues, recuérdese, Felipe Quispe viene, infructuosamente, desde hacen varias semanas atrás, promoviendo un bloqueo campesino que no termina de conformar un cerco sólido -siquiera simbólico- a los centros de poder real. Hasta ayer, estuvo lejos, muy lejos de la experiencia de abril de 2000, cuando el aparato estatal boliviano estuvo a punto de sucumbir y fue salvado providencialmente por la oportuna mediación eclesiástica.

Por ello es que la proclama cuasi independentista de Ayo Ayo ha tomado a Felipe Quispe (el Mallku), seguramente, tan de sorpresa como al mismísimo ministro del Interior o al presidente Mesa, que no termina salir de su estupor en un país que, hoy como nunca, pareciera estar destinado a la desintegración nacional.

Todos ellos, presidente, ministro y cacique, en la crítica hora actual que vive Bolivia, escenario de estos sucesos que no son sino el realineamiento de fuerzas contradictorias previo a la síntesis histórica y dialéctica del día de mañana, son sopesados, calibrados y medidos en su temperatura y metabolismo basal por el insólito cuanto audaz nacimiento formal de la Nación Aymara.