La historia da sus vueltas y de ellas no se puede escapar ni el imperio ni sus ideologías. Hace no más de diez o un poco más de años, los ideólogos oficiales estaban llamando al fin de las ideologías. Para todos los habitantes del planeta, fuera de someterse, no había nada que hacer. Supuestamente, la esperanza había fenecido. Así lo creyeron no pocos, hasta entonces luchadores sociales, que se incorporaron al establecimiento o se retiraron de la lucha social a cumplir con sus asuntos estrictamente personales.
Pero pasados unos años todo empezó a pintar distinto. ¿Quién pensaría que muy pronto iniciaría su declive esta ideología triunfante que difunde y estimula el individualismo craso? No es para menos. Los efectos negativos del modelo social están a la vista: millones y millones de seres humanos en todo el mundo, arrojados a la miseria, malviviendo sin protección social ni presente ni futuro ciertos, y asimismo decenas de estructuras sociales desmanteladas, hospitales públicos que no prestan el servicio para el cual fueron creados con el ahorro de todos; escuelas y universidades trasformadas en centros de venta de servicios, autofinanciadas y cerradas para los más pobres; ¡carreteras y ríos privatizados! Y unos pocos ricos cada vez más ricos y multitudes de pobres cada vez más pobres.
Ese fenómeno lo vivió Colombia. Políticos, técnicos y tecnócratas sustentaron la necesidad de reformas que recortaron salarios, eliminaron la estabilidad laboral, privatizaron la salud y mucho más. El Estado, al servicio de unos pocos. Y entre quienes sustentaron esa necesidad y la bondad de esas reformas descolló Juan Manuel Santos, ex ministro de Hacienda y Crédito Público. Cómo no recordar que fue artífice de la Ley 617 del 2001, que consagró el recorte de las transferencias a los entes territoriales. Cómo olvidar su actitud desde las ventanas del Congreso, cuando haciendo la V de la victoria desafiaba a miles de docentes, padres de familia y estudiantes que colmaron la Plaza de Bolívar para demostrar su rechazo a tal ley y demandar que el Estado continuara financiando la educación pública.
¡Vaya sorpresa! El mismo vocero del "sudor y lágrimas" sustenta ahora la necesidad de "una ideología de centroizquierda, pero de una izquierda moderna y constructiva". Según su entender, una izquierda "que no le tema a la globalización, que no considere que el Estado debe ser grande y empresario sino fuerte y regulador".
Para cualquiera que siga el debate de la izquierda en el mundo, esa descripción que hace el señor Santos ni siquiera se acerca a lo que intentó hacer la socialdemocracia –conocida como la izquierda reformista–, con grandes proyectos sociales que mostrar en distintos países del mundo, pero por estos días fracasada, pues en su afán por no confrontar los grandes intereses del capital terminó por aceptar una parte no despreciable del proyecto neoliberal.
Hoy se desmontan importantes conquistas sociales en Europa Occidental y del Norte, aunque aún falta mucho por destruir para decir que todo está perdido. Pero los avances colectivos que se lograron allí estuvieron mucho más allá de "la igualdad y la solidaridad", que es como define el ex ministro la ideología de izquierda.
Sin reconocer los aportes de la socialdemocracia a la construcción de la justicia en el mundo y olvidando que esta fue una alternativa entre socialismo y capitalismo, lo más que pudieron proponer algunos sectores liberales que han llegado de manera tardía al debate de izquierda, en su afán por ser ‘alternativos’ y ‘novedosos’, es la tercera vía. Pero en este caso ni siquiera es la alternativa al capitalismo o el socialismo: es la opción entre la socialdemocracia y el neoliberalismo. Burla de burlas. Ni siquiera se acerca a la socialdemocracia –vía pacífica al socialismo– y simplemente es la maquilladora del neoliberalismo, arrasador de conquistas históricas de la humanidad. Esa vía es lo que propugna para Colombia el pregonero del "sudor y lágrimas", copiándola de otro inglés, en este caso el señor Blair. Y ya sabemos que este aliado de la guerra y el terror nada sabe de la izquierda.
Por el contrario, una izquierda moderna abraza e impulsa otros muchos ideales, los mismos que le diferencian del liberalismo, para nuestro caso, siempre al acecho por remozarse con discursos sociales y de cambio. La izquierda moderna coloca al frente de su quehacer al ser humano, dejando las máquinas en un segundo plano. Su principal indicador de gestión es la felicidad y no el PIB, y para ello hecha mano de la participación directa, decisiva, de las comunidades en la definición de su destino.
Tras ese propósito, la izquierda moderna aspira a mucho más que democracia. Por ello, una de sus luces descansa en la democracia radical, nuevo estadio donde el aparato del Estado se va reduciendo, pero no para que el capital privado se apropie de la gestión, como sucede hoy –y lógicamente de la ganancia–, sino para que todos los miembros de una sociedad accedan a la cosa pública y asuman la función del Estado, empezando por esa vía su eliminación definitiva.
Esa izquierda, moderna pero que no se parece ni poco al remedo que describe el señor Santos, desprecia la explotación y la opresión, y levanta las banderas de la libertad como causa superior de la humanidad. Pero, fieles a sus principios, comprende que libertad de papel sin una base económica no es más que una payasada, y por ello asume como otra de sus luces la distribución igualitaria de la riqueza social.
En plata blanca, eso es posibilidad real de acceder a educación y salud, así como a trabajo, con un ingreso mensual asegurado y que le permita al ciudadano disfrutar de vivienda digna y recreación por el solo hecho de ser miembro de la sociedad. No hay otro camino ni otra posibilidad para que la justicia sea real en el mundo actual.
Y para llegar a tal cenit, la izquierda moderna, la que aspira y propaga la democracia radical, defiende el medio ambiente, entendiéndose como parte del mismo y no como su dueño. Por ello, defiende la producción limpia y limitada, dejando a un lado la producción demencial de cosas que no se necesitan ni llenan la vida de nadie.
Una característica más, un detalle fundamental. La izquierda moderna no renunció ni puede hacerlo ahora a uno de sus antiguos presupuestos: una sociedad basada en el capital conduce necesariamente a la injusticia y la agudización de la lucha de clases. Por tanto, tarde o temprano habrá que abolir el capital. Y para que ese ideal sea una realidad, la izquierda moderna no olvida –ni le teme– que el arma fundamental con que cuenta para lograrlo es la presión y la organización social a través de la movilización callejera. De esa manera, la izquierda le da concreción y hace posible la democracia. Es la comunidad, con su comprensión y su ardor, quien legisla, ordena y administra en la calle su destino.
No sabemos en qué manual leyó el señor Santos que la izquierda moderna, se fundamenta en "la igualdad y la solidaridad". Muy seguramente al copiar confundió liberalismo con izquierda, a Montesquieu con Marx.
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