El 28 de enero, la Iglesia católica celebra la fiesta de mi hermano de hábito Tomás de Aquino (1225-1274).
Nuestra mirada inculta ve sólo un monte de piedras allí donde la del arqueólogo distingue ruinas de una antigua ciudad. Así es la visión de muchos, actualmente, en cuanto a la Edad Media. Orgullosos de los recientes avances de la tecnociencia, encaran aquel período histórico como la “edad de las tinieblas”. Ahora bien, eso puede ser desmentido por muchos datos, entre los cuales está la importancia que los frailes dominicos ya concedían al estudio en plena época medieval.
La Orden Dominicana, a la que pertenezco desde hace cuarenta años, nació en el siglo 13. Es, por tanto, una institución medieval. Sus primeros estudiantes debían llevar consigo al menos tres libros: la Biblia, el libro de las “Sentencias” de Pedro Lombardo y la “Historia escolástica” de Pedro Comestor, una narración alegórica de cómo había transcurrido la historia de la humanidad desde la Creación del mundo hasta la ascensión de Jesús.
Estaban de moda los manuales, conocidos por el nombre latino de “Summa”, resumen. Cada comunidad dominicana poseía al menos dos: la “Summa casuum” (Compendio de casos) de San Raimundo de Peñafort, y el “Manual de los vicios y de las virtudes” de Guillermo Peraldus.
Basado en ambas, santo Tomás de Aquino redactaría, para provecho de los jóvenes candidatos a la vida religiosa dominicana, su célebre “Suma Teológica”, piedra angular de toda la teología católica posterior al concilio de Trento, en el siglo 16.
Lo que nos deja intrigados es el saber que santo Tomás nos ofreció apenas un resumen... Si hubiese escrito un tratado, ¿qué obra monumental tendríamos en nuestras manos hoy?
Otros frailes se dedicaron a elaborar obras destinadas a apoyar la actividad misionera: Guillermo de Tournai para la catequesis de la infancia; Santiago de Voragine la “Leyenda Aurea” sobre la vida de los santos (recién reeditada en Brasil); Simón de Hinton para la instrucción teológica. Aunque nada comparable a la complexiva obra teológica de Tomás de Aquino, que trata de Dios y de la Creación, de los ángeles y del ser humano, de las virtudes y de los vicios.
Los frailes dominicos daban tanta importancia a los estudios, que el oficio divino (la oración en comunidad) se recomendó que fuera “breve y sucinto”, de modo que no quitase el tiempo reservado al estudio.
Santo Tomás trabajaba en equipo. Usando una analogía actual, su computador consistía en un grupo de sesenta frailes. Cada uno de ellos funcionaba como un archivo: uno familiarizado con las obras de Aristóteles, otro con las de san Agustín, éste conocía profundamente a los grandes teólogos griegos (los Padres de la Iglesia), etc.
Fue Tomás quien inventó la dedicatoria. Su libro “De ente et essentia”, escrito entre 1252 y 1256, fue dedicado “a los hermanos y compañeros” que trabajaban con él en el convento dominico de Saint Jacques, en París (cuna, siglos después, de los famosos jacobinos de la revolución francesa).
En una época en que caía bajo sospecha todo cuanto no tuviera olor a incienso y sabor a agua bendita, Tomás tuvo la valentía de beber en las fuentes de Platón (a cuya obra no tuvo acceso directo) y Aristóteles, y de científicos musulmanes, como Avicena y Averroes; y también de Maimónides, filósofo y teólogo judío.
Al contrario de lo que se cree, Tomás de Aquino no nació genio ni estuvo inmune de errores. Hay un fragmento manuscrito suyo en la catedral de Salerno, en Italia, que contiene notas de cuando tenía poco más de 20 años y era estudiante de teología en París (1245-1248). Había copiado comentarios de su profesor fray Alberto Magno sobre el libro “La jerarquía celeste” del Pseudo Dionisio. En las 38 líneas del fragmento Tomás cometió un error evidente, saltando al menos una línea del original y metiendo una o dos frases de su propia cosecha.
Una época es necesariamente hija de la que antecede. La modernidad tiene sus raíces en la Edad media, que le heredó la manufactura y la universidad, el sindicalismo, cuyos embriones residían en las corporaciones marítimas, y los parámetros de la ciencia emancipada de los principios religiosos.
Los medievales, con raras excepciones, miraban más hacia lo alto que hacia el frente. Estaban más concentrados en la cumbre de las torres de las catedrales que en la dinámica de un futuro fermentado en universidades como las de París o Bolonia. Hoy muchos miran hacia abajo, hacia su propio ombligo, creyendo que “la historia terminó” y que el mercado es un dios eterno y el capitalismo la etapa superior de la civilización.
¿Dónde encontraremos a un Tomás de Aquino que nos arranque la venda de los ojos y nos convenza de que la creatividad es un atributo divino siempre presente en el ser humano?
Traducción: José Luis Burguet.
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