Dentro de Haití, nace un nuevo país. No está a punto de imponerse en la actual estructura política y social vigente en el territorio, sino que está en la boca del pueblo, en susurros. Es un reflejo de la experiencia de clandestinidad y represión sufrida por los que criticaron a los gobiernos anteriores dictaduras como las de François y Jean-Claude Duvalier, de 1957 a 1986, y regímenes autoritarios como los de Emmanuel Nerette, de 1991 a 1992, y de Jean-Bertrand Aristide, de 2001 a 2003.
Se habla de un nuevo país, libre y soberano, siempre en criollo, lengua del pueblo, en contraposición al francés, idioma oficial del gobierno y de la prensa, absolutamente incomprensible para el 90% de la populación.
Es el Ayiti popular contra el Haití dominante.
Qué es el Ayiti no está claro y está lejos de haber consenso. Aparece en pequeñas escenas y conversaciones. Surge en la mirada sublevada de un joven con una piedra en la mano, en Bel Air, barrio pobre de la capital Puerto Príncipe, acompañando el paso de un carro policial. Despunta, como graffiti, en los muros de la ciudad de Jacmel, en la región sudeste. Aparece en las palabras de la campesina Jacqueline Augustin, de la comuna de Gwômon, en el norte: “Sitiyasion politik jounen jodi a pa bon di tou. We genyen lòtkalite sosyete”, cuya traducción del criollo significa: “La situación política no está buena. Necesitamos una alternativa social”.
El Ayiti no es la expresión de un grupo político o corriente social, sino la insurrección del pueblo haitiano. El mismo tipo de fenómeno que tomó a la población en 1804, cuando expulsó a los franceses de Haití, proclamando la primera independencia de un país latinoamericano.
Catástrofe social
Tamaña insurrección tiene explicación. La situación económica, política y social es un caos, muy distante de los carteles coloridos esparcidos por el gobierno en las calles de la capital, que preconizan “paz, amor y diálogo”. Lo que la población comprende y “vive” son las estadísticas catastróficas divulgadas por los medios de comunicación oficiales: el 82% de los 7,66 millones de haitianos están por debajo de la línea de pobreza. El analfabetismo alcanza al 52,9% del pueblo, la expectativa de vida es de 51,7 años, 280 mil personas (5,6% de la población) son portadoras del HIV, virus que causa el Sida.
El actual gobierno, del presidente Boniface Alexandre y del primer ministro Gérard Latortue, no tiene programa, proyecto o legitimidad. Aplica desastrosamente el recetario neoliberal en el cual, muchos de sus integrantes, como el propio Latortue, alto funcionario del Fondo Monetario Internacional (FMI), fueron entrenados durante una década. Planea privatizaciones (en los sectores de telecomunicaciones, electricidad y agua), adopta una política comercial al servicio de las grandes potencias (con las menores tarifas aduaneras del continente, beneficiando a las grandes empresas extranjeras que exportan todo tipo de producto hacia Haití) y mantienen impuestos altos para la población pobre e impuestos bajos para los ricos.
Ejemplo de esto es la política comercial en relación con el arroz, base de la alimentación de los haitianos. En 1985, el país produjo 154 mil toneladas cúbicas del grano, e importó 7 mil toneladas, principalmente de Estados Unidos. Diez años después, la producción cayó a 100 mil toneladas cúbicas, y la importación subió a 197 mil. En 2004, el primer índice fue a 76 mil toneladas cúbicas, mientras el segundo alcanzó los 340 mil. Las consecuencias directas fueron aumento del desempleo en el campo, éxodo rural y crecimiento desmesurado de las ciudades, además de un ataque directo a la soberanía alimentaria del país.
Puerto miserable
Planeado para 150 mil habitantes, hoy con casi 2 millones, Puerto Príncipe es la imagen de la miseria. Las villas miserias dominan el espacio urbano. Son casas de madera, aglomeradas, sustentadas por otras casas de madera, éstas también aglomeradas y sustentadas por otras casas de madera. En las calles, sin pavimentación, se vende de todo: calzados, calabazas, cerveza, cuadros, jugos, mandioca, libros. Sin trabajo, la mayoría de la populación se rinde al comercio ambulante o a la criminalidad, asustadoramente galopante en la ciudad.
En las colinas, no hay árboles. Fueron cortados, durante las dictaduras de los Duvalier, para impedir que guerrilleros se escondiesen, y más recientemente, por trabajadores, para ganar algunas gourdes (moneda nacional, cuja unidad equivale a 3 centavos de dólar) en la producción de carbón. En la base de las colinas, todos los desagües son a cielo abierto. Falta electricidad durante horas, todos los días. Pero en eso, los habitantes de la capital se sienten privilegiados, pues en el resto del país, con excepción de otras dos ciudades, nunca hay emergía.
De las canillas (grifos) no sale agua. Los tanques o depósitos de agua, inútiles, son transformados en depósitos de comida y enfermedades. Cuando hay agua, ésta está tan contaminada que, según el conocimiento popular, causa diarrea en menos de una hora. La falta de agua potable es una de las principales causas de mortalidad infantil del país: 74,38 muertes por cada mil nacimientos. En Brasil, el índice es de 30,66.
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