Salvo nuestras clases dirigentes -complacidas con un status quo rentable para ellas-, no somos pocos quienes imaginamos un Perú distinto, un Perú nuevo. Mas ese sueño sabe imposible, lo admito. Diariamente nos gana el escepticismo. Sin embargo, puede que nosotros, escépticos por naturaleza, tengamos el deber de darle la vuelta a la desesperanza. ¿Cómo comenzar? Ejerciendo la crítica, cierto, pero también promoviendo nuevas ideas. En otras palabras, haciendo cuerpo como sociedad civil para forzar a cambiar a quienes ostentan el poder, les guste o no. Después de todo, levantarse un día cualquiera, como hoy, y enterarse que el presidente ha cambiado al ministro de Justicia tan solo para proteger a su abductor Mufarech, o que el Congreso ha hecho alarde de una majestad que no tiene, también para amparar al mismo mafioso impune, no suena nada alentador. Por ello, algo debemos hacer si no queremos seguir llorando sobre la leche derramada.
¿Cómo poner la primera piedra? Ello es lo más difícil. Arriesgo ahora una idea. Nada nueva, por cierto, pero sí temeraria. Si queremos conferirle valor agregado al interior del país y reinventarnos como nación, creo que deberíamos cambiar de capital. Ello crearía una nueva dinámica social, estimulando el desarrollo de todo el Perú, y no solo de Lima, acaso obligándonos a construir un Estado realmente representativo. Ello abriría, además, nuevos espacios, física, social y económicamente. Un reto enorme, sin duda, pero necesitamos un desafío de esa naturaleza para cambiar las bases de nuestra sociedad.
Y Lima no perdería nada. Al contrario, acaso se convertiría en nuestro Manhattan. No olvidemos que las sociedades más desarrolladas siempre han sabido separar el aspecto burocrático del comercial. En Estados Unidos, por ejemplo, la república se funda en Nueva York pero la burocracia se va a Washington. Y esa política se reproduce en todos los estados: la capital de California no es Los Angeles sino Sacramento, así como la capital de Nueva York no es Nueva York sino Albany. Es más, sin ir muy lejos, nuestros vecinos chilenos no tienen su Congreso en Santiago sino en Valparaíso. ¿En vano? No lo creo. ¿Acaso Río de Janeiro dejó de bailar samba cuando la capital de Brasil se mudó de Río a Brasilia? Todo lo contrario. ¡Y a Brasil le tomó cinco años! Entonces, si queremos entrar a la modernidad, lo primero que deberíamos hacer es deshacernos de la política cortesana de antaño, simbolizada por esta Lima todavía virreynal (no en vano nuestro nuevo Versalles es el balneario de Asia).
¿Cómo financiar un proyecto tan ambicioso? Es cuestión de saber venderlo. En ello, al menos, coincidirán conmigo mis amigos neoliberales. Puede que el Banco Mundial esté dispuesto a financiarlo si lo presentamos como un modelo de desarrollo alternativo, atractivo también para el inversionista extranjero. Es cuestión de pensar con mayor osadía y menor temor. Es cuestión de peruanizar el Perú, como diría el Amauta. ¡La imaginación al poder!-rezaba la Francia del 68. ¿Estaremos preparados?
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