El gran problema del Estado es que no es del Estado. El asunto no es del Estado como entidad, sino de quienes actúan detrás de él. En el sentido más amplio se suele definir el Estado como una sociedad políticamente organizada. La organización depende de un conjunto de normas, o poder coercitivo, que imponen las personas naturales que actúan a nombre del Estado, pues éste es tan sólo un ente abstracto. A este ente abstracto se le endilgan características, peculiaridades o conductas legendarias, míticas o satánicas que jamás se le han asignado como finalidad o propósito, ni siquiera en las épocas más oscuras de la humanidad.
Como consecuencia de estas atribuciones legendarias o satánicas, en diferentes épocas se le han dado al Estado distintos nombres. Como una justicia más grande que la justicia de un individuo definió Platón el Estado, en su diálogo República, en el siglo VI a. C. En el año 426 de la era cristiana, san Agustín denomina al Estado La ciudad de Dios. En 1651, Hobbes denominó al Estado Leviatán o dios mortal, “al cual le debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa”. En etapas posteriores a la organización política de la sociedad se la denomina Estado liberal y luego Estado intervencionista. El Manifiesto comunista (1848), cuyos autores son Marx y Engels, denuncia el Estado burgués por tratarse de la “violencia organizada” o de un simple “comité que administra los negocios comunes de la burguesía” y propone sustituirlo por la dictadura del proletariado. Y en 1989 el pensador neoliberal norteamericano Murray Rothbard, dice que el Estado “es el robo” y por ser un ladrón, debe desaparecer.
Sin embargo, el Estado, como ente abstracto, no es ni una justicia grande, ni la ciudad de Dios, ni un monstruo, ni la dictadura del proletariado, ni un ladrón, ni siquiera liberal o proteccionista, en sí mismo. Cualquier actuación del Estado, bien en la ciudad-Estado, en los imperios antiguos, en el absolutismo moderno o en el Estado contemporáneo, no es más que por el desempeño de las personas naturales que actúan detrás de él, revestidas por el poder y cubiertas por la careta de la ley. Detrás de los actos del Estado, siempre hay hombres determinados de carne y hueso, con sus intereses, vicios, pasiones y virtudes: figuras prominentes, preocupadas por el interés general o simples personas ambiciosas de riqueza y de poder. Son las personas naturales, no el ente abstracto, las que conceden entrevistas, aparecen en los medios de comunicación y, para bien o para mal, ejercen dominio sobre las cosas y los hombres.
Por eso resulta un error pensar que el terrorismo de Estado o el poder legal del mismo se halla en las cadenas o en las prisiones, en la horca o en la silla eléctrica, en los fusiles, en los cañones, en las granadas, en las ametralladoras, en los bolillos de los policías o en los tanques y aviones de guerra, en los mísiles antiaéreos, en los campos de concentración o en los calabozos de tortura. En realidad, todos estos instrumentos son inofensivos sin la acción del hombre; pero se convierten en autoridad, chantaje y represión, cuando son usados por los seres humanos, es decir, por los gobernantes, quienes, por regla general, son movidos por sus propios y personales intereses y ponen la ideología o el presunto interés general al servicio del conjunto de sus intereses particulares.
Tampoco la Constitución
Y ante esta cruda realidad, ¿en qué quedan la constitución y todo el ordenamiento jurídico de los Estados? Corren la misma suerte, porque la constitución y el ordenamiento jurídico también son obra de los hombres de carne y hueso. Por eso toda constitución y todo ordenamiento jurídico son la síntesis de las virtudes, pasiones, ideales e intereses de quienes redactan sus textos. Esto explica el hecho de que, en la constitución de cualquier país del mundo, se pueda prohibir la extradición o se pueda consagrar la pena de muerte. En el primer caso, significa que la mayoría de los redactores representa el interés de alguien que no desea ser extraditado, y en el segundo caso, que un número de delegatarios suficiente para decidir, expresa odio o desprecio por la vida de sus eventuales contradictores, porque quien redacta la pena de muerte piensa que él pertenece a los buenos y que jamás le han de aplicar la norma.
Los textos fundamentales y legales constituyen el ropaje, el disfraz o la careta que protege la acción de los gobernantes, y cuando ya estas normas no son útiles se hace otra constitución u otra ley, porque el seguro, el amparo, el arma que esgrime el gobernante está en actuar como dicen la constitución y la ley. Pero además de la redacción de la constitución y la ley, que tendrán el sello personal de sus autores, queda su interpretación, y ésta será tan amplia o tan estrecha como las circunstancias lo requieran, hasta el punto de atribuirle espíritus que nunca han existido o leyendas que jamás han sido escritas. Por esta tremenda realidad, no se puede hablar de un “Estado corrupto” y de un “Estado ladrón”, porque no es el ente abstracto el corrupto o el ladrón, sino que son los gobernantes, los legisladores y los jueces, los corruptos y ladrones.
Cuatro hombres, cuatro intereses
Dice Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio [...]. La tradición de todas las generaciones muertas oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Habría que agregar que también los vivos y, sobre todo sus intereses, oprimen el cerebro y el corazón de los hombres que se acaballan en el poder en un momento determinado. Ese ha sido el destino del Estado colombiano y de su Constitución, durante estos catorce años: la voluntad, los intereses, las glorias y miserias de cuatro gobernantes. No se necesita estropear la inteligencia, para definir en su real dimensión a cada uno. Gaviria: modelo neoliberal. Samper: en defensa propia. Pastrana: la ingenuidad de todos. Uribe: impunidad y venganza.
En su condición de ministro de Hacienda y luego de Gobierno de Barco, César Gaviria Trujillo había sentado las bases de lo que sería la ejecución de la llamada apertura económica. Así que, en el discurso de posesión como presidente de la República (1990-1994), dijo lo que durante su gobierno haría. “Debemos avanzar en un proceso de internacionalización de la economía colombiana. La apertura es eso: un proceso dinámico de modernización apoyado por el crecimiento de las exportaciones y destinado a garantizar un puesto en el mercado mundial. Exportar más, importar más, producir más, hacer más rica nuestra economía y así generar más empleo. Ese es el camino que recorrieron las naciones devastadas por la guerra y que son hoy potencias industriales”. De todos los propósitos por el más, el único que se cumplió fue el de las importaciones, pues la economía entró en receso y el desempleo creció hasta doblar las cifras.
Aunque Ernesto Samper Pizano dijo en una entrevista, que la gran satisfacción de su vida era, que al pasar por la calle, la gente dijera “ahí va el Sisbén”, lo cierto es que su cuatrenio (1994-1998) sólo fue utilizado para defenderse y aferrarse al poder. En efecto, Colombia vivió en estos años una de las más grandes crisis de orden político, sociológico e institucional de toda su historia. La causa de la crisis estriba en que el narcotráfico se convirtió en puntal financiero decisivo en la elección de Samper como presidente de la República. Y para que la ignominia fuese más desgarradora, los hechos vergonzosos no fueron presentados en un solo paquete, sino por entregas, produciendo en cada etapa de suspenso rabia e impotencia en todos los colombianos con capacidad de discernir.
El día en que se escriba la historia de Colombia sin el apasionamiento de la venganza y sin el odio por el otro, sus páginas reconocerán que hasta 1998 ningún mandatario hizo tanto por acabar con el conflicto armado, como Andrés Pastrana (1998-2002) aunque con mucha ingenuidad. Es claro que en San Vicente del Caguán sólo hubo negociación para acordar la liberación de 360 militares y policías retenidos por las Farc en operaciones de guerra. Lo demás fue muñequeo político-militar entre las dos partes, a la mejor manera que ha muñequeado la humanidad en asuntos de guerra desde que el mundo es mundo.
Pero, ¿de quién fue la ingenuidad? De Pastrana, del establecimiento y de las Farc. Pastrana fue ingenuo al pensar que un reloj de campaña, un abrazo a Manuel Marulanda, unas fotos, la supuesta afinidad o empatía -‘química’, dicen los entendidos en la psicología ‘profunda’- y una noche en sus propios campamentos eran suficientes para acabar el conflicto. Más ingenuo fue el sistema que rige los destinos de Colombia desde su independencia, al confiar en que Pastrana lograría el milagro. Por eso lo apoyó. Iluso fue el régimen al creer que un ejército insurgente de 40 años de lucha, sin una baja ni una captura en la cúpula de su estructura, fuera a entregar las armas a cambio de nada. Ingenuas también fueron las Farc al pensar que el establecimiento tenía el propósito de negociar la agenda que ellas proponían; incautas si creyeron que el régimen iba a tolerar el muñequeo de guerra que ese ejército irregular jamás dejó de ejercer.
¿Quién es Álvaro Uribe (2002-....)? ¿a quién representa? ¿quiénes están detrás de él? ¿qué gremios o personas hicieron los primeros ‘plantes’, giraron los primeros cheques de la campaña presidencial y pusieron a Uribe donde está? ¿quiénes lo impusieron y dentro de qué círculos encaja un gobernante como Uribe? ¿Quién y cómo es Uribe? Un consumado políticopragmático, y como tal representa un proyecto personal, individual, particular, mezquino y antidemocrático, con varios énfasis que se vuelcan sobre sí mismo: arrasar con la insurgencia armada y con todos aquellos que disientan de su gobierno, y, en segundo lugar, legalizar a los grupos paramilitares y consolidar con ellos un partido o movimiento político, misión en la que necesita gobernar indefinidamente. En síntesis, matar a unos y legalizar a otros: para unos, el ametrallamiento y la extradición; para otros, la legalización y la impunidad.
¿Cuál es la suerte de la Constitución del 91?
Luego de veinte años de luchas populares y debates políticos, una Asamblea Constituyente expidió la Constitución de 1991. Este cuerpo político-jurídico reconoció una “carta de derechos”, que no es más que la aceptación de muchos de los principios estatuidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: derecho a la vida, a la libertad, a la dignidad, a la personalidad jurídica de todo ser humano, a la locomoción, a la educación, a la vivienda, al trabajo, a la seguridad social, a un salario, al descanso, a fundar sindicatos, partidos y movimientos políticos, a informar y ser informado. Estableció la acción de tutela como mecanismo excepcional para la protección de los derechos fundamentales de las personas. Elevó a norma constitucional muchos de los derechos laborales establecidos en las codificaciones ordinarias. La nueva Constitución acentuó la descentralización territorial y creó nuevos órganos en el aparato judicial.
A pesar de que la Constitución dejó vigentes todas las estructuras de injusticia e inequidad, tan pronto fue aprobada el establecimiento comenzó a desmontarla -si una constitución no sirve se cambia por otra, como ya se dijo-, hasta el punto de que hoy resulta revolucionaria su defensa. Sin embargo, el golpe de gracia se lo propinó el actual Presidente, con el acto legislativo No. 2 de 2004, para lograr su reelección inmediata. Por eso ya es un lugar común decir: ¡La Constitución del 91 ha dejado de existir!
El movimiento underground del cómic español estuvo abanderado desde 1979 por El Víbora. Una revista, a modo de fanzine, de gran calidad y que se quedó completamente sola en el mercado, tras la desaparición de publicaciones similares como Totem, Creepy o 1984, entre otras.
El Víbora no fue sólo un medio de lanzamiento denuevos valores nacionales e internacionales del noveno arte y del movimiento underground que comenzaba a surgir de las profundidades de la conciencia cultural y social. La publicación significó además una forma de criticar el sistema, de mostrar historias delirantes y humorísticas muy lejos de lo establecido; transgresoras, rebeldes y sin preocuparse por seguir los modelos de otras publicaciones. Pero, sobre todo, El Víbora representó un punto de referencia para los amantes de las viñetas y los tebeosque reflejaba aquella movida madrileña que tanta repercusión tuvo entre la juventud de finales de los setenta y principios de los ochenta
Pero junto a El Víbora, y mucho antes, tuvieron también que resignarse a su muerte Metal Hurlant o Cairo otras dos grandes publicaciones que tuvieron que sucumbir y rendirse ante las crueles leyes del mercado.
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