A partir de los recientes ataques de las FARC a los pueblos de Toribío y Jambaló, en el Cauca colombiano, el autor reflexiona sobre la tradición de resistencia de los indígenas caucanos y las posiciones que frente a ella han asumido la guerrilla, el Partido Comunista Colombiano y los movimientos democráticos.
Desde que la radio comenzó a informar, el 14 de abril, de la última arremetida de las Farc contra las poblaciones indígenas del oriente caucano, pensé en lo que iría a decir el partido comunista sobre el infame suceso. Pero en su edición del 20 de abril el semanario Voz prefirió callar. Ni una palabra sobre un hecho de semejante gravedad, que seguramente tendrá consecuencias en el campo de la izquierda colombiana. Solo en la siguiente edición del semanario, como quien no quiere la cosa, una nota editorial, en vez de condenar esa agresión a un pueblo indefenso, compañero histórico de la izquierda colombiana y valeroso gestor de reformas sociales, la justifica porque ¡por fin, por fin, se comprobó que en Colombia sí existe un conflicto armado! Y la justifica porque en seguida recuerda a sus amables lectores que el “problema de fondo” del asunto es que las poblaciones indígenas se han convertido en escudos humanos de la fuerza pública. La traducción de ese trabalenguas es esta: pueblo que no saque a la fuerza pública de sus predios y no colabore con la guerrilla, aténgase a las consecuencias. Voz calla el hecho -reconocido por los sectores democráticos de los cuales el PC hace parte- de que la guerrilla también acostumbra hacer lo mismo que hacen Ejército y paramilitares con las poblaciones inermes, que constantemente invade territorios de resguardos y que ocupa a la fuerza sus escuelas y sus viviendas, y en vez de reconocer la negativa de los indígenas a hacer parte del conflicto armado los cataloga como “atrapados sin salida”.
Ya en ocasión anterior Voz había dado la tónica de su forma de reaccionar ante los actos demenciales de la guerrilla. El rescate pacífico de una comisión indígena encabezada por el alcalde de Toribío, Arquimedes Vitomás, realizado en septiembre de 2004 en el Caquetá, cuando cuatrocientos guardias indígenas armados de bastones de palo se enfrentaron a la guerrilla más sofisticada del mundo, según los analistas, ganó el respeto y la admiración de la opinión pública nacional e internacional pero para el periódico fue apenas un caso pintoresco de intromisión donde no se debe. La nota periodística parecía decir: “Se metieron en una zona que todo el mundo sabe que está bajo control de la guerrilla. ¡Quién los mandó! Que chupen, por necios”.
La agresión a los indígenas caucanos es todavía más repudiable si se considera que se trata de población que con actos concretos, y no solo de palabra, ha venido mostrando su oposición a toda la política social de los gobiernos y con especial acento a la del actual. Allí acaban de rechazar el TLC en un referendo popular abrumadoramente representativo, de allí partió el congreso indígena itinerante o minga por la paz que dio a conocer el programa político indígena en una larga marcha que entró triunfal en Cali el año pasado, y el oriente caucano hace parte de las pocas regiones colombianas en las cuales las listas de la oposición democrática prevalecieron sobre las de los partidos tradicionales en las últimas elecciones generales. El gobierno no tiene interés alguno en proteger a un pueblo que le hace resistencia a la guerra y que no cree en su programa de “seguridad democrática”. En Toribío y Jambaló, pues, se encontró el hambre con las ganas de comer.
La visión de las cosas que proyecta Voz rompe con la historia recorrida por los comunistas en el campo colombiano. En el oriente del Cauca se gestaron las grandes luchas por la tierra y contra el latifundio de los años diez y veinte del siglo pasado, simbolizadas en la figura del indio Quintín Lame. De allí salió el indio José Gonzalo Sánchez, fundador del partido y miembro de su comité central, que sucumbió en los años cincuenta a manos de latifundistas residentes en Popayán. El único candidato presidencial propio que han tenido los comunistas fue Eutiquio Timoté Tique, indígena del sur del Tolima, precisamente la región donde acostumbraban refugiarse temporalmente los líderes indígenas caucanos para escapar de las persecuciones y la muerte. Para eludir el encuentro con la policía y los soplones los dirigentes hacían labor proselitista caminando por las cumbres de la cordillera, entre el Caquetá y el Tolima, como hoy lo hacen guerrilleros, cocaineros y contrabandistas de armas. Hacia 1935, cuando el partido llevaba apenas cinco años de fundado, en la zona de Jambaló había más militantes comunistas que los que hoy puedan existir en Medellín, Cali o Barranquilla y sus manifestaciones en la plaza del pueblo eran abaleadas por la policía. En los años 40, cuando yo era un adolescente, la más importante presencia comunista del Cauca no estaba en la capital sino en la región indígena de Tierradentro. Las noticias de la lucha comunista no salían de Popayán sino que llegaban a Popayán de la región indígena, y era allá donde los jóvenes dirigentes del partido aprendían en el terreno las primeras letras del conflicto social.
Con la guerrilla las cosas han sido muy diferentes. En Marquetalia y Riochiquito las pocas agrupaciones aborígenes que había en los contornos fueron miradas siempre con displicencia y enorme desconfianza. Los comandantes afirmaban que eran flojos y oportunistas y que se vendían al gobierno por cualquier cosa: un azadón, una pala, un aparejo de pesca. La guerrilla jamás ha querido entender la problemática social de las comunidades indígenas y ha despreciado su estructura comunitaria. Se niega a entender que las organizaciones civiles del pueblo no se plieguen a sus designios mediados por compromisos de fuerza, no deliberantes. Así les pasa con los sindicatos y las cooperativas agrarias, tal como les ocurre a los paramilitares. En la segunda mitad de los años 80, cuando en el seno del partido comenzaron a menudear denuncias e inquietudes sobre la forma como las Farc trataba a la población civil en diferentes regiones del país, se acordó que todos aquellos que tuviéramos quejas fuéramos a exponerlas directamente a los comandantes, imposibilitados de venir a las ciudades. Así lo hizo un grupo, del cual hice parte. Pero ya allá las cosas cambiaron. Mis compañeros de tarea, con excepción de uno procedente del Huila, se quedaron mudos ante el espectáculo que presenciaron y que tal vez no habían imaginado. Se encontraron con una parte pequeña de un gran ejército de verdad y eso bastó para enmudecerlos. Jacobo Arenas escuchó pacientemente mis inquietudes, tuvo la amabilidad de reconocer que yo había sido el único miembro del comité central del partido que había protestado por la agresión rusa a Checoslovaquia en 1978, y en seguida descalificó las quejas por considerar que todas ellas eran parte del arsenal que los mandos militares del gobierno utilizaban para desprestigiar al movimiento guerrillero.
Hoy, cuando las Farc han perfeccionado muchísimo más su dispositivo de combate y sobre todo sus concepciones militaristas y fundamentalistas, las agresiones contra la población inerme van a continuar a medida que la guerra interna se degrada y se torna más impopular, más aislada políticamente. Ahora no más las Farc han resuelto no asistir al congreso del partido comunista, que abre sesiones este 3 de junio. Y no lo harán, según ellos, por dos razones: porque no quieren ser factor de nuevas divisiones en las filas del partido y porque no creen ya más en la famosa combinación de las formas de lucha. Opinan que ella propició el destrozo de la Unión Patriótica, la más importante fuerza popular de carácter civil que han logrado crear los comunistas.
No hay que alegrarse por esa determinación, que refuerza las tendencias militaristas y aleja todavía más a los guerrilleros del intercambio de opiniones políticas, donde saben que no les iría muy bien. Su alejamiento del partido, en el cual ya no creen, los tornará más intolerantes y erráticos sobre la realidad del mundo de hoy y la suerte de la lucha armada en el continente. El partido cree de verdad en la solución política del conflicto armado interno. Lo que pasa es que no se atreve a desafiar a la máquina de guerra de hoy que hace cuarenta años era solo su criatura. La historia de Frankestein viene a la mente. El partido no tiene suficiente autoridad política para decir que lo de Toribío, Jambaló y demás pueblos caucanos es un crimen flagrante contra el pueblo y una equivocación política mayúscula que solo desgracias esparcirá sobre el campo de la lucha democrática. Por eso utiliza el malabarismo pernicioso de los “atrapados sin salida”, precisamente para unos pueblos que están mostrando las salidas a toda Colombia.
La guerrilla se niega a reconocer que las estructuras sociales indígenas son distintas por completo de las del resto de la población, que eso no va cambiar a golpes de pipetas de gas y que en la oferta de convertir los resguardos en campos de batalla solo hay utilización de la pobreza de los trabajadores para servicio de la fuerza bélica. La guerrilla de los años 50 degeneró en bandolerismo de machete y corte de franela. En los años que corren la guerrilla revolucionaria, no liberal, desciende al estado de ejército que utiliza cañones livianos, granadas y pipetas de gas prohibidas por el derecho internacional para destruir viviendas, tiendas de la esquina y hospitales de los trabajadores del campo. ¿Hay alguna diferencia? ¿Cuál horror es más devastador?
El verdadero “problema de fondo” que ha dejado al descubierto el episodio de Toribío es que los movimientos democráticos actúan con el respeto de los principios o prefieren archivarlos para atender a intereses propios, ajenos al interés de las comunidades que dicen representar. Una declaración hecha este 22 de abril por Alternativa Democrática, alianza de la cual hace parte el PC, afirma: “Alternativa Democrática condena vehementemente cualquier tipo de violencia ejercida sobre las poblaciones colombianas, independientemente de su procedencia, condena que se atente contra comunidades que se han caracterizado por resistirse pacífica y heroicamente al conflicto armado que azota a nuestro país”. El PC, sin embargo, no denuncia a las Farc porque cree que con eso nada gana y aumenta su soledad. A la vez, a la guerrilla no le importa perder el apoyo político del partido. La guerrilla desprecia al partido tanto como a los indígenas, porque ni uno ni otro puede darle ganancia militar ni política. Es el reino de la esquizofrenia, en el cual la madre le advierte a su hijita: juega con tus muñecas pero no te dejes influir por sus hábitos criminales.
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