Mientras las elites latinoamericanas y el imperio intentan retomar la iniciativa para recuperar el terreno perdido, y los movimientos sociales se mantienen activos en defensa de sus demandas, las izquierdas no aciertan a encontrar una línea de actuación coherente.
Que las elites que dominan el mundo están dispuestas a conservar sus privilegios aún a costa de realizar las acciones más brutales -incluyendo genocidios y ecocidios- parece un lugar común que no necesita siquiera dedicarle una línea de atención.
Que el imperio estadounidense pretende conservar su hegemonía mundial a cualquier precio, incluso destruyendo naciones enteras mediante la intervención militar abierta o a través de acciones solapadas, no representa ninguna novedad.
Que las elites locales latinoamericanas, que a lo largo de cinco siglos se benefician sirviendo los intereses de las grandes potencias, están una vez más dispuestas instalar dictaduras -de facto o constitucionales- para perpetuarse en su lugar de dominio, no llama la atención a ningún activista o militante de la izquierda política o del movimiento social.
Sí vale la pena dedicar análisis y estudios a comprender las nuevas formas que adquiere la dominación y el control por parte de esas elites; los modos como van variando sus formar de defender y ampliar sus poderes y privilegios; la manera como aspiran a cambiar algo para que todo permanezca igual.
Estos días, se van perfilando en América Latina alineamientos de nuevo tipo y acciones que tienden a revertir la cadena de derrotas que han venido sufriendo el imperio y las elites nacionales. Desde la ofensiva de la derecha brasileña hasta la movilización militar en Chiapas; desde las amenazas de un magnicidio contra el presidente Hugo Chávez hasta los intentos por burlar una vez más la voluntad popular en Bolivia, pasando por las amenazas de desembarcar tropas en Paraguay (tan cerca de la convulsionada Bolivia y de la Triple Frontera). Las elites vienen tomando nota de una situación que amenaza escaparse de sus manos y, a caballo de la reciente gira de Condoleezza Rice por la región, parecen estar intentando enderezar la situación.
Por abajo, se perfila la tendencia al “restablecimiento del orden”, como señala Adolfo Gilly [1]. Se trata de doblegar a los movimientos, los verdaderos sujetos de este comienzo de milenio, aquellos que han sido capaces desde comienzos de la década de 1990, de modificar la relación de fuerzas en la región. En Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina y Perú han derribado presidentes y regímenes represivos y corruptos; en todo el continenten han conseguido deslegitimar el modelo neoliberal, y allí donde se han instalado gobiernos progresistas o de izquierda, ha sido por la movilización social.
Por arriba, se trata de disciplinar gobiernos y gobernantes, y donde no sea posible se apuesta directamente al golpe de Estado o al magnidicio. No sólo Venezuela está en la mira; también Bolivia y Ecuador son vigilados de cerca. No apuestan, por ahora, al golpe duro y puro, sino apenas a un “golpe de mercado” [2], que ha sido el arma más utilizada desde que las dictaduras dieron paso a las “dictablandas”, como señala Eduardo Galeano.
Pero el problerma de fondo está en otro lugar. La actual ofensiva de las elites para retomar la iniciativa en la región, desnuda la incapacidad de las izquierdas para ser mínimamente consecuentes. Y eso sí merece atención, porque si bien no podemos “cambiar” a las elites (son y serán siempre iguales a sí mismas), podemos y debemos influir en el campo popular para aprender de los errores, las vacilaciones y los falsos atajos.
Lula bajo fuego
Un buen banco de pruebas de esta estrategia es el gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva. Pero, ¿no se trata acaso de un gobierno que aplica una política económica neoliberal? ¿Qué parte de su política molesta a las elites brasileñas y mundiales?
En primer lugar, molesta la política exterior independiente del Brasil de Lula. Es el principal contrapeso, político y militar, al unilateralismo de Washington en la región [3]. Brasil influyó, además, en la resolución de las crisis políticas recientes en Ecuador y Bolivia. No es que su actitud en ambos casos sea defendible por quienes adoptan el punto de vista de la autodeterminación de las naciones y, ciertamente, su intervención no se realizó en sintonía con los movimientos sociales de ambos países, sino defendiendo intereses nacionales estrechos, y en concreto de sus empresas estatales o privadas. Sin embargo, la presencia de Brasil molesta a la Casa Blanca que preferiría un terreno despejado para operar a su antojo.
Brasil jugó un papel destacado en la actual parálisis del ALCA, es un freno al intervencionismo en Venezuela y en Cuba, y realiza una política global que fortalece los lazos Sur-Sur, tanto comerciales como políticos, diplomáticos y militares. Aunque Brasil siempre tuvo una política internacional no necesariamente alineada con Estados Unidos y la Unión Europea, con el gobierno Lula ha ganado más autonomía y dinamismo.
En segundo lugar, se trata de amarrar al gobierno Lula a las políticas neoliberales impidiendo cualquier viraje imprevisto. O bien crear un escenario que haga imposible su reelección en 2006, o condicionarlo de tal manera que se convierta en un fiel defensor del capital financiero. La reciente declaración de más de cien organizaciones del movimiento social y sindical, la “Carta al pueblo brasileño”, hace una lectura lúcida de la situación al afirmar que “las elites iniciaron, a través de los medios de comunicación, una campaña para desmoralizar al gobierno y al Presidente Lula, apuntando a debilitarlo para derrumbarlo u obligarlo a profundizar la actual política económica y las reformas neoliberales, atendiendo los intereses del capital internacional” [4].
En consecuencia, llaman a la población a movilizarse para “enfrentar la crisis política y hacer prevalecer los principios democráticos” y exigen excluir del gobierno a los sectores conservadores y construir “una nueva mayoría política y social en torno a una plataforma anti-neoliberal”.
Consultado sobre los próximos pasos del MST ante la crisis brasileña, Joao Pedro Stédile fue claro: “Es el gobierno quien debe hacer la elección. Nosotros continuaremos siendo autónomos y llevando adelante nuestra línea política. Necesitamos siempre organizar y movilizar a los trabajadores. La única certeza de que pueda haber cambios, en cualquier parte del mundo, en Brasil, en Uruguay, en Argentina, en China, es si los trabajadores se organizan de forma independiente, se movilizan y luchan por cambios. Nunca ningún gobierno dio nada gratis” [5].
Las dudas de la izquierda
Si el movimiento social ha optado por la movilización -sencillamente porque un movimiento que no lo haga pierde sentido- la izquierda política, el PT, ha dado un paso por lo menos curioso. Apenas renunció a su cargo de jefe del gabinete, José Dirceu se comprometió a recorrer el país para movilizar a sus partidarios y al movimiento social para garantizar la gobernabilidad de Lula. La misma posición defendieron los principales dirigentes del PT.
Es cierto que sólo la movilización social puede alterar la relación de fuerzas. No es un principio abstracto sino una lectura mínimamente realista de la historia reciente de nuestro continente. Sin embargo, hasta ahora el gobierno y el PT han hecho todo lo posible por desmovilizar a los movimientos y, por cierto, han sido los promotores de una desmoralización creciente que sólo está siendo parcialmente revertida por la movilización autónoma de esos movimientos. Para que el llamado de Dirceu y el PT a la movilización suene a algo más que un manotazo de ahogado, debería ser precedido por una seria autocrítica. La crisis actual desnuda el fracaso de una política de alianza con la derecha, con dirigentes oportunistas y corruptos, con el único deseo de evitar que esa derecha genere algún tipo de desestabilización.
Una lección de la historia reciente, y de los más de dos años de gobierno del PT, es que la estrategia de aplacar a la derecha y al capital financiero a través de concesiones, no hace más que envalentonarlos. Cada día piden más, hasta que se sienten fuertes y amenazan con patear el tablero. Las elites se sienten cómodas en un escenario de pactos, concesiones, nuevos pactos y nuevas concesiones. Por el contrario, las bases de los movimientos responden a esa estrategia con la apatía y el desinterés creciente en la organización y la política institucional.
El caso de Venezuela y, aunque diferente, el de Bolivia, son las dos mejores enseñanzas que es posible sacar. Hugo Chávez no dejó nunca de apoyarse en la población más pobre, en particular desde el fracasado golpe de Estado de abril de 2002. Fue esa población la que frenó y revirtió el golpe, y fue esa misma población la que hizo fracasar el paro petrolero para derribar a Chávez.
En Bolivia, los movimientos inundaron las calles en octubre de 2003 poniendo en fuga a Gonzalo Sánchez de Lozada, y recientemente desbarataron de igual modo la maniobra de la oligarquía de Santa Cruz para imponer un presidente afín a sus intereses.
No se sale del neoliberalismo sin movilización social, sin romper con las elites y con sectores de las clases medias, aún bajo el riesgo de la desestabilización. Poner la fuerza social organizada al servicio sólo de la gobernabilidad, como hacen las izquierdas institucionales del continente, se ha convertido en sinónimo de sumisión a los grupos dominantes. Las elites sólo escuchan, sólo entran en razones, cuando ven las calles desbordadas de gente.
[1] Adolfo Gilly, “El restablecimiento del orden neoliberal”, La Jornada, 22 de junio de 2005
[2] Emir Sader, “Os golpes cotidianos”, Carta Maior, http://agenciacartamaior.uol.com.br
[3] Raúl Zibechi, “El nuevo militarismo en América del Sur”, en International Relations Center, www.americaspolicy.org
[4] Raúl Zibechi, “El nuevo militarismo en América del Sur”, en International Relations Center, www.americaspolicy.org
[5] “Quieren derribar al gobierno”, entrevista a Joao Pedro Stédile en Brecha, 24 de junio de 2005 http://www.alainet.org/active/show_news.phtml?news_id=8536
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