Se supone, en función de optimista postulación pedagógica, que la escuela alberga un peculiar microclima cultural donde estarían ausentes -entre otros factores negativos- ominosos estereotipos. No es así. Estos “monstruos” tan invisibles como lesivos se infiltran en las aulas. Allí están y con frecuencia se legitiman a través del docente quien no consigue ser distinto a la sociedad que lo genera, sino su reflejo. Esto nos plantea un siempre actual problema: ¿puede o no la educación sistemática revertir el medio que la envuelve? ¿ El docente influye o no en el perfeccionamiento del individuo?
En la praxis es visualizable al docente legitimando el racismo al tipificar el desorden como “indiada”, usando la expresión “se le salió el indio” y califique de “indios” a quienes vulneren normas de urbanidad. Discriminaciones clasistas se encubren tras la etiqueta de “huaso” equivalente a lo huraño y en el calificativo de “roto” aplicado al alumno grosero. El descastador eurocentrismo se consagra cuando, al pasar lista, el educador se tropieza con un apellido gringo. De modo reverente, pregunta “¿cómo se pronuncia?” y “¿de qué país proviene?” . Así -dicho rito- internaliza, de modo temprano, la eurolatría.
¿Habrán aduanas que eviten el ingreso de estas y otras “basuras” y “líquidos percolados” al aula? ¿Será entonces una ingenuidad aquello del “peculiar microclima cultural”? Quizás, sin advertirlo, al promover un docente con el alma liberada de chatarra y de curare caemos en esa beatería dieciochesca que, en “Misión de La Universidad”, fustiga Ortega y Gasset. Sería espejismo la exigencia de optimizar la preparación impartida en las Facultades de Educación. La insistencia es “voluntarismo” y pecaríamos de ilusos. Los “estructuralistas” opinan: se intenta palanquear el monte Aconcagua con un mondadiente.
(*) texto incluido en obra “Libro negro de nuestra educación”, Ediciones Nuestramérica, Santiago de Chile, 2005
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