Seremos, qué duda cabe, el país de las maravillas.
Me pido un cupito en ese país de ensueño que anuncia electromagnéticamente el actual gobierno, que ha dejado descansar su discurso en dos columnas fundamentales: Mantenerse siempre en campaña y utilizar ese tiempo verbal de futuro próximo impreciso o condicional simple de las promesas y las esperanzas, que puso de moda Stendhal en la literatura de mediados del siglo diecinueve.
Seremos, dice el Gobierno del futuro, un país recobrado, sin violencia, sin guerrilla, sin narcotráfico, a cambio de muy poco: Votar masivamente por el mismo presidente y el mismo discurso, para poder votar en el futuro, en referendos tardíos, para darle más poderes al mismo presidente, para renunciar a libertades individuales, para pagar más impuestos (que son como el relleno fluido para tapar el hueco fiscal), para contestar encuestas favorablemente, cerrar los ojos (o abrirlos frente al televisor) y soñar... Sencillo, ¿verdad?
No importa que en el país real los violentos se mueran de cáncer en la próstata o sean castigados con indultos, mientras los civiles siguen aportando su cuota de sangre. O que los ladrones de cuello blanco reciban la casa por cárcel o sean exonerados, con el increíble pretexto de que no representan un peligro para la sociedad. No importa que los violadores de derechos humanos sean sobreseídos o heroicizados; que entre indigentes, desplazados y pobres absolutos sumen treinta millones de compatriotas, o que pendan sobre el cuello de los diez millones restantes, como espadas de Damocles, el déficit fiscal, la Dian, los bonos y las reformas pensionales y laborales.
Porque en el otro país, en el virtual, será más propicio quizás entrar a votar, como lo propuso alguien hace poco, por obsoleta e inadecuada, la letra de nuestro himno Nacional. Creía en la fuerza del poder simbólico, ese mismo poder que permitiría, digamos por referendo, ratificar al Cóndor como símbolo del escudo a cambio de reemplazarle la ramita de laurel por una culebra. No la culebra, por supuesto, de que la habla la ex actriz y ex vendedora de rosas, Lady Tabares, la de la venganza como hilo conductor de todas las violencias nuestras, sino de la culebra que da rating y produce comunicados y que endereza mejor que el viagra las encuestas: la del terrorismo.
En ese país, no importa lo que digan los hechos, hay cosas que nunca sucedieron o que apenas fueron la escenografía del país de nunca jamás. Como dijo Borges, el sueño que alguien sueña, que imagina ficciones para contar historias imposibles. Jojoy no existió nunca, ni los atentados, ni los tres mil secuestrados, ni la contrición de Castaño, Arauca es un paraíso, ¿a quién le importan las Ongs?, no hubo ni habrá errores militares en Nariño, Cundinamarca o Tolima, la politiquería fue extraditada, los amigos nombrados en el exterior dan seguridad y es democrática si son muchos esos amigos.
Lo demás, lo que se dice por ahí, de los sindicalistas muertos en Barranquilla y en Arauca, del fracaso de las zonas de rehabilitación, que las zonas especiales de exportación no generaron ni una sola empresa en Ipiales, Tumaco, Buenaventura, Valledupar o Cúcuta, que nadie sabe qué es finalmente el empadronamiento general, ni el tamaño del hueco fiscal, ni la utilidad de los tanques de guerra, ni cómo frenar la caída del dólar, todo eso no es más que ficción en ese mundo en el que la única dimensión que se conoce es la del tiempo escaso y riesgoso de un sólo período de cuatro años.
Dicen las frías cifras que al comenzar el nuevo milenio, veinte millones de colombianos no alcanzan a ganar cinco mil pesos diarios, ubicándose por debajo de la línea de pobreza absoluta y que ocho millones de esos veinte ni siquiera obtienen dos mil pesos cada día, relegados al calificativo frío de indigentes. Pero nadie se ocupa de ellos y ha de ser porque resulta escabroso hablar de ese país que no tiene “representación” (esto es, que no está organizado, que no importa fusiles, que no tiene cabida en el Plan Colombia, que no sabe de mesas de diálogos porque no tiene pan para sentarse a la mesa, que no tiene una zona de despeje porque ellos mismos son los despejados). Es el país que no cuenta ni a la hora de los giros, ni a la hora de los diálogos ni a la hora de las noticias. Y debe ser porque es mejor seguir con los embelecos con los que se mata el tiempo mientras otros se mueren de hambre, embelecos como para Riplay o Bizancio: que si en el Caguán se entregó la soberanía, como si no hubiera estado perdida desde siempre, allí como ahora en Nariño, Putumayo, Antioquia, Sur de Bolívar y en más de quinientos municipios y, lo que es peor, como si nunca hubiera existido en los lugares escabrosos donde sobrevive uno de cada dos colombianos pobres, la mitad del país soberano. O porque es mejor seguir con los embelecos del aval norteamericano a los derechos humanos en Colombia, cuando esos veinte millones de “simpatriotas” no entienden la palabra “derecho” porque no se sienten humanos, o porque es mejor hablar de los embelecos de Uribe en la centro derecha o de Serpa un tris a la izquierda, de la tercera vía o de Noemí ubicua y resbaladiza por todas las tendencias, como si los Serpas y los Uribes y los Sanín hubieran cambiado alguna vez de posición, que en cualquier caso están en la otra orilla, allá donde no se cruzan con esos veinte millones de colombianos que saben de la izquierda y de la derecha por los ganchos y los jobs que reciben cada día de la vida. O porque es mejor hablar de referendos, de la señorita Bogotá, de los Reyes, de la cocina en Miami o de lo que algunos esconden bajo llave. Eso es lo que “vende” y lo saben muy bien los libretistas fabricantes de embelecos en el Congreso, en el Palacio, en el Prime-time y dolorosamente en las Noticias para las que súbitamente han dejado de existir veinte millones de “colombianos”... y siguen restando.
Pero todos estos son temas baladíes de los humanistas aguafiestas de siempre que ante el nuevo país de ensueño están condenados, al decir de Lewis Carroll, a sufrir la suerte del Sombrero Loco y en mejor de los casos, la del lirón durmiente, inconsciente de la locura que lo rodeaba.
Pero basta con cerrar con los ojos. No existe. Es como en el mundo de Barney el dinosaurio de la ficción televisiva. Él mismo no existe pero sí su reto. Sólo es necesario imaginar y todo será posible: una patria digna, un país recobrado, unas finanzas saneadas en medio de la democracia y el respeto de los derechos humanos. Los mismos sueños desde El Quijote, Sancho (y especialmente su asno) y sus molinos de viento, pasando por los hermanos Grimm y de Aldoux Huxley en la Odisea de un mundo feliz. Hasta hoy.
O quizás hasta el próximo mes, cuando entraremos a un nuevo sueño si hemos sido capaces de imaginar lo impensable, gracias a la aprobación de la reelección y a Campanita y a Peter Pan. Si no, estaremos condenados a escuchar mil y una historias durante los próximos siete años de vacas flacas hasta que nos sea dado entrar, si de veras creemos, al mundo mágico de Barney y sus amigos y cantar a coro con Fedegán, la Andi, los gremios y el resto de inspirados iniciados que por fin “Somos una familia feliz en el país de las maravillas” (Bis).
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