Durante 180 años, desde la fundación de esta república, las clases dominantes han oscilado entre dos extremos: modelo de orden, paz y trabajo o bien tendencia al caos. Es obvio que proclaman el primero cuando tienen en sus manos las riendas del poder y, en cambio, se deslizan hacia el desorden cuando buscan crear condiciones para el caos, al sentir que peligra su poderío.
Hoy, por el empuje de los sectores populares movilizados desde el año 2000, los grupos de poder se contorsionan. Una parte, intenta penetrar los ámbitos en que aquellos se mueven, otra se refugia en instituciones que puedan manejar para sus maniobras; son muy pocos los que comprenden que deben asumir la nueva realidad.
Un poco de historia
Bastaría recordar dos episodios de la historia republicana, para entender este proceso. El primero es la transición al modelo liberal, a fines del siglo XIX: los conservadores, que mantuvieron la estructura de poder colonial habían agotado sus reservas políticas, sociales y también económicas; la guerra del Pacífico (1879) que perdieron en pocos meses, les dio la estocada final. Una tendencia renovadora, el liberalismo, pugnaba por cambiar toda la estructura del poder. El conservatismo, aún consciente de su agonía, se resistía al cambio y provocó un clima de inestabilidad con las más truculentas acciones. Su intento final fue el inicio de una guerra civil; a la clase dominante agónica, no le importó que sus más brillantes jóvenes murieran en el intento. El triunfo, como era previsible, fue de los liberales.
El otro caso se produce a mitad del siglo pasado: la revolución nacional de 1952. Otra vez, una guerra (1932-1935), consumió las energías del grupo dominante, aunque es cierto que su agonía fue mucho más larga. En este tránsito arrastró a dos presidentes (Busch y Villarroel), provocó una guerra civil, desconoció una elección y quiso, luego, convalidar su tozudez resistiendo a muerte la insurrección popular. Sólo después de tres días de sangrientos enfrentamientos, la clase dominante se rindió y finalmente expiró.
Estas historias muestran que, en tanto más resistieron el avance de los sectores renovadores, peor suerte corrieron.
Cinco años de destrucción
Cuando, en 1985, comenzó a implementar el modelo neoliberal, la clase dominante celebró este inicio construyendo las alianzas que le aseguraban, según sus analistas, cincuenta años de vigencia. El MNR de Paz Estenssoro, la ADN de Banzer y el MIR de Paz Zamora, junto a otros grupos arribistas, se aprestaron a gobernar por medio siglo, de la única manera que saben hacerlo: distribuyéndose las cuotas de poder.
Quince años después, despertaron a una realidad que se negaron a ver todo ese tiempo: habían sojuzgado a demasiada gente y se sometieron en exceso a los poderes transnacionales. La "guerra del agua" en marzo-abril de 2000, sentenció al modelo; desde entonces se inició una larga agonía, en la que sigue provocando múltiples destrozos.
Los gobernantes perfeccionaron la política del cinismo: encararon todo conflicto social con promesas y hasta documentos oficiales, que a renglón seguido se encargaban de incumplir, provocando nuevas movilizaciones que terminaban en otros acuerdos que tampoco se aplicaban. En cinco años, este proceso acumuló tal irritación popular, que no queda ningún rasgo de credibilidad, confianza ni respeto para con los organismos del Estado. Se ha llegado a un grado tal, que todos los sectores -incluyendo los empresariales- están convencidos de que sólo con movilizaciones públicas pueden obligar a que sus demandas sean atendidas; peor aún: las medidas de presión no se suspenden hasta ver iniciada la aplicación de los compromisos estatales.
Pese a la violencia instalada en el país, como producto de esa política, el pueblo se ha mantenido dentro de ciertos márgenes de institucionalidad que arrincona a la clase dirigente. Sus últimos gobernantes debieron refugiarse en la renuncia (Sánchez de Lozada, Mesa Gisbert), ante la imposibilidad de contener el empuje renovador de la sociedad.
La cuenta de pérdidas provocadas por la agonía del sistema es abrumadora: los muertos sobrepasan las dos centenas, heridos hay por cientos y los damnificados suman miles. La economía del país ha llegado al punto de la bancarrota, aunque sus índices muestran avances que sólo pueden explicarse por las ganancias de las transnacionales, que éstas sacan del país. Los núcleos de la sociedad: la familia y la comunidad, han sido seriamente afectados y se precisará un periodo largo para recomponer su estructura.
Los intentos legalistas
En el nivel político, la clase dominante se ha defendido con uñas y dientes. En 2002, cuando las elecciones generales la llevaron al fracaso, aún pudo mover sus desgastadas fichas para componer un gobierno endeble y contradictorio que logró mantenerse apenas 14 meses. La sabiduría popular precauteló la institucionalidad, previendo que su ruptura crearía conflictos innecesarios. El sucesor, dispuesto primero a adecuarse a la nueva situación, tiempo después se reveló como un acérrimo defensor del modelo agonizante. A los 20 meses, tuvo que irse empujado por la protesta callejera.
De hecho, la clase dominante cuya representación pretendió desconocer el sucesor Carlos Mesa, se reagrupó a los pocos meses tras una institución muy conocida: el Comité Cívico pro Santa Cruz, que la oligarquía cruceña reverencia y el pueblo de ese departamento obedece con muy pocas resistencias. Desde allí, primero obligó al presidente a reconocer su autoridad y luego fue alineando sus fichas políticas y legales para atacar al movimiento popular.
Para frenar tanto la recuperación de la propiedad estatal de los hidrocarburos como la realización de la Asamblea Constituyente, los conspiradores enarbolaron la bandera de la autonomía departamental. Esta sentida demanda de las regiones que el centralismo condena a postergar aspiraciones, les sirve ahora para oponerse a las conquistas mayores del pueblo.
Incorporada esta demanda a la agenda nacional, buscaron la elección de autoridades departamentales, con el propósito apenas velado de manejar los recursos generados por la explotación de los hidrocarburos. Como tal elección se incluyó en las generales que deben realizarse en diciembre, encontraron una nueva argucia legal para provocar la inestabilidad y el caos: la distribución de escaños parlamentarios de acuerdo al último censo, pendiente desde 2002.
Con el imponente veredicto del Tribunal Constitucional y un cómplice beneplácito de la Corte Nacional Electoral, al proceder a tal distribución, se modificaría el calendario electoral. Si el atraso provocará malestar en todos los sectores, la posibilidad de una nueva distribución ya ha motivado el encrespamiento de los ánimos en los departamentos afectados. Es que, el número total de diputados es inalterable; por tanto, al modificarse la distribución, unos ganan y otros pierden. De esa forma, se crean condiciones de confrontación entre regiones; la alternativa de una guerra civil se siente en el aire.
Después de la "guerra del gas" (septiembre-octubre de 2003), con su secuela de muertos y heridos, y el férreo bloqueo de mayo junio de este año, las fuerzas populares analizan cómo enfrentar la tendencia al caos a que se inclina la clase dominante. Esta tendencia se utiliza como estrategia: se recurre a todas las posibilidades, se preparan los argumentos y contra-argumentos, se establecen los cronogramas. Pareciera que, la tendencia al caos, les mueve los últimos restos de vitalidad.
Desde sus posiciones, las fuerzas populares se afincan en la defensa de la democracia y la lucha por la unidad del país, como principios básicos. Se trata de iniciar una gran campaña de concientización que unifique al pueblo alrededor de sus mayores intereses. Desde esa posición, habrá que alcanzar una solución concertada al conflicto que ha desatado la interesada acción del Comité pro Santa Cruz. Sin embargo, si la clase dominante no entiende este mensaje, la guerra civil que ellos pretenden desatar, les dará el puntillazo final.
Adital
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