El orden del día de la supercumbre que reunirá en Nueva York a los dirigentes del mundo debería tener un solo punto: los ritos funerarios de la ONU.
Habría que abandonar cualquier retórica de reforma, porque la elección real que está hoy sobre la mesa no se da entre el enredo que es su presente y un cuerpo verdaderamente democrático, sino entre ese enredo y una agencia intervencionista que pueda servir como instrumento militar del nuevo orden mundial, como sirven ya, en el frente económico, el Fondo Monetario Internacional y la Organización del Comercio Mundial. Eso es lo que los EEUU y el Reino Unido esperan. Mejor, pues, en tales circunstancias, darle un entierro decente a la ONU, y dejar que las "intervenciones humanitarias" encuentren alguna otra estructura institucional para lanzar sus guerras.
La podredumbre de la ONU está en la cabeza. La Conferencia se reúne en un momento en que el Secretario General ha sido neutralizado por un escándalo de corrupción. Cualquier esperanza de que el informe de Paul Volckler despeje las dudas sobre el asunto del petróleo-por-alimentos en Iraq ha sido abandonada.
Dos de los investigadores que trabajaban con Volcker han dimitido, acusándolo de encubrimiento, mientras que otros chismorrean que los EEUU usa a Volcker para debilitar a Koi Annan. Incluso después de la publicación del informe el pasado 7 de septiembre, los interrogantes siguen abiertos: ¿cómo le resultó tan fácil al hijo de Annan, Kojo, servirse de la posición de su padre para sacar beneficio de la venta privada de petróleo iraquí a través de la ONU, aprovechándose, así, del sufrimiento de los iraquíes? ¿Y por qué actúo su padre con tanta debilidad? La sugerencia de Annan de que se trata de una venganza –"una caza de brujas... parte de una agenda más amplia del partido republicano"— puede ser tan verdadera como las acusaciones de corrupción.
¿Y qué decir de la organización por él encabezada? Todos coinciden en que las reformas son esenciales, pero no hay acuerdo sobre qué clase de reformas habría que llevar a cabo. El grupo de elite que dirige el Consejo de Seguridad es claramente un caso clínico. ¿Habría que abolirlo o ampliarlo? La expectativa de ampliación ha llevado a una indecorosa carrera competitiva.
Alemania quiere ser un miembro permanente, pero Italia (animada por los EEUU) dice no, llegando incluso a denunciar los sobornos que, a favor de su candidatura, Alemania habría entregado a algunos Estados africanos.
Otros dicen que la Unión Europea debería tener un sólo representante rotativo en el Consejo de Seguridad. Francia y Gran Bretaña dicen no. Los EEUU quieren que Japón sea un miembro permanente, pero China dice que no, que se trataría simplemente de otro voto para los norteamericanos, porque no se le ha permitido a Japón una política exterior independiente desde 1945. La India quiere un sillón permanente, pero Paquistán dice: "Nosotros también somos una potencia nuclear". Brasil y Sudáfrica querrían añadirse a la lista. Lo que hace más patético todo este asunto es el servilismo de alemanes, brasileños, japoneses e hindúes. Están tan desesperados por estar allí, que aceptarían incluso un status subordinado que no les diera derecho de veto. Y así van discurriendo las rebatiñas y las intrigas, obscureciendo algunas de las cuestiones que realmente están en juego.
¿Cuáles son? Es imposible entender el actual proceso de reforma sin echar un vistazo atrás, al momento fundacional de la organización. La Carta y la estructura fueron acordadas cuando estaba terminando la II Guerra Mundial; una excelente descripción de lo que ocurrió puede hallarse en la vivísima narración histórica de Stephen Schlesinger Act of Creation: the founding of the United Nations, muy recomendable como antídoto para aquellos que todavía creen que se trató de un acto de idealismo. Schlesinger, un profesor de la New School University in Nueva York, deja meridianamente claro que la ONU fue una creación norteamericana y que Roosevelt y Truman dejaron su impronta en prácticamente todos los asuntos. Churchill refunfuñó, Stalin negoció, pero Truman ganó.
La Liga de las Naciones, la desdichada predecesora de la ONU, habría tenido que llamarse la Liga de las Naciones Imperiales, dado que el grueso del mundo de entonces estaba ocupado o controlado por potencias imperiales. El objetivo de los fundadores de la Liga era prevenir que las disputas inter-imperiales sobre las colonias degeneraran en guerras dañinas para el comercio imperial. Falló. La Liga fue incapaz de evitar los ataques preventivos de los italianos sobre Albania y Abisinia, o los de los de Hitler sobre Renania, Checoslovaquia y Polonia.
Eso explica por qué la Carta de la ONU rechazaba los ataques preventivos y por qué, en un mundo que iba camino de ser post-imperial, santificaba la soberanía nacional. El Artículo 51 dejaba claro que el único fundamento para la acción ofensiva era la autodefensa. Durante la Guerra Fría, la ONU quedó dejada de lado cuando los EEUU invadieron Vietnam y la Unión Soviétia aplastó las insurrecciones húngara de 1956 y checoeslovaca de 1968. Tampoco pudo defender los derechos humanos de los ciudadanos de Chile, Brasil, Argentina, Indonesia, Paquistán o Turquía. Cuando los miembros del Consejo de Seguridad desencadenaban guerras de ocupación, La ONU era impotente.
Los EE.UU. y la Gran Bretaña no invocaron el derecho a la autodefensa cuando se lanzaron a la guerra contra Iraq en 2003, pero los falsos dosiers, las mentiras y las represalias contra los periodistas que las denunciaron a medida que se desarrollaba la guerra, tenían el propósito de inducir a la gente a creer que el régimen de Sadam Husein era una amenaza. (¿Se acuerdan del anuncio de los 45 minutos, la particular contribución de John Scarlett y Tony Blair al esfuerzo de Guerra?) Una vez más, cuando comenzaron los combates, la ONU no hizo nada.
Cuando Bagdad fue ocupada, el Consejo de Seguridad aceptó la situación y reconoció al régimen marioneta. Sin embargo, cuando Pol Pot fue derrocado por un clemente vecino (Vietnam), llevó 12 años echar al hombre de Pol Pot en la ONU. El Estado dominante, entonces como ahora, eran los EEUU. Lo que éstos deseaa, suele ocurrir.
En la guerra del "bien contra el mal", según la presenta George W. Bush, ¿qué papel podría jugar la ONU? ¿Cómo podría el poder de los EE.UU. (o, en frase del portavoz de Blair, "la doctrina de la comunidad internacional") hallar legitimación a partir de un nuevo conjunto de normas cosmopolitas? Deberían reformarse el artículo 1° y la Carta misma, y pasar por alto la soberanía nacional en caso de "catástrofes humanitarias" (no aplicables, huelga decirlo, en casos como el de Nueva Orleáns, en donde "humanitaristas" uniformados han impuesto ya una política de disparar a matar)? ¿Quién decidirá dónde tiene que dar la "democracia" su próximo golpe, a fin de hacer ingresar a los Estados recalcitrantes en la zona de prosperidad? Desde luego no la actual Comisión de Derechos Humanos de la ONU, rebosante de disidentes, alguno de los cuales creen que las nuevas medidas tomadas en Gran Bretaña a resultas del pánico provocado por el terrorismo violan el código de la Naciones Unidas sobre la tortura.
Esa Comisión tendrá que ser enterrada y substituida por un Consejo de Derechos Humanos, cuya composición habrá de ser determinada… ¡sí! ¡Por el Consejo de Seguridad! Evidentemente, respaldado por los asesores jurídicos de los EEUU y la Gran Bretaña. ¡Menuda bicoca para la profesión juridical y –¿nos atreveremos a pensarlo?— para nuestro Primer Ministro tras su retiro!
No, las únicas reformas de la ONU que tendrían sentido pasarían por abolir el Consejo de Seguridad, dando todo el poder –especialmente en materia de guerra— a la Asamblea General. Deberíamos también trasladar la sede a Caracas, o a Kuala Lumpur, o a Ciudad del Cabo, puesto que el grueso de la población mundial supuestamente representada por la ONU vive en el Sur. No habrá tal. Si no, viraríamos hacia la versión corregida de una vieja sugerencia: una estructura regional, con un Consejo de las Américas, un Consejo de Europa, un Consejo del Este Asiático, etc. Eso no reduciría en lo inmediato el poder de los EEUU, pero al menos proporcionaría una robusta estructura regional de votaciones, ponderada de acuerdo con la magnitud de la población.
Mas ninguna reforma real de este tipo podría tener lugar, si no es precipitada por alguna verdadera crisis: si no es, pongamos por ejemplo, que muchos Estados importantes del Sur exigieran un cambio fundamental, amenazando en caso contrario con retirarse de la ONU. ¿Podría llegar a darse algo semejante? Recuerden esto: la mayoría de los dirigentes que acuden a la Conferencia, llegan a ella no como iguales, sino como suplicantes o clientes. Hay 191 Estados miembros, y los EEUU tienen presencia militar en 121 de ellos. ¿Queremos realmente unas Naciones Unidas de América? No. Mejor para todos, si damos sepultura a la cosa.
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