Con la Revolución Industrial, la producción en serie exigió motivación para el consumo. Los bienes dejaron de tener sólo valor de uso y pasaron a tener, sobre todo, valor de cambio. Poco a poco, la producción dejó de apuntar estrictamente a las necesidades de los consumidores.
El mercado se volvió un fin en sí. Se pasó a producir, no para satisfacer carencias, sino para obtener lucros exorbitantes. Así, se amplió el mercado de productos superfluos, lo cual exige mayor empeño publicitario, de modo de convertir, a los ojos del consumidor, lo superfluo en necesario.
El capitalismo todo lo reduce a la condición de mercancía. Es lo que Marx calificó de reificación. Productos agrícolas e industriales, servicios y actividades culturales, ideas y creencias, todo se transforma en mercancía a ser tratada según las leyes del mercado.
Políticos y políticas pasan a recibir el mismo tratamiento. Salen los cientistas políticos para ceder paso a los mercadotécnicos.
En el transcurso del actual sistema electoral, predomina la victoria de los candidatos que cuentan con más recursos financieros y, por lo tanto, están en condiciones de costear más publicidad. La vieja izquierda, interesada en el "asalto al poder", desdeñaba de la publicidad, aunque se empeñaba en divulgar sus propuestas. Pero lo hacía a partir de presupuestos equivocados como creer que ellas iban al encuentro de los sufrimientos del pueblo y, por lo tanto, funcionarían como fósforo encendido en tanque de gasolina.
Se percibió demasiado tarde que el ideal de los pobres es la ilusión burguesa. Ser como los ricos es más seductor que luchar por la igualdad social. Igualdad que la izquierda proponía a través del discurso hermético de los conceptos ideológicos, inaccesibles a la comprensión popular. Se utilizaba un dialecto sólo que solo era comprendido por los miembros de la tribu ideológica.
Descartado el horizonte revolucionario, la nueva izquierda se rindió al pragmatismo publicitario. Es preciso competir en condiciones de igualdad con los demás candidatos. Así, el servicio de los mercadotécnicos se hizo más importante que los análisis prospectivos de los analistas políticos de una campaña electoral.
Ahora lo que importar es vender al mercado ese producto llamado candidato. Hacerlo digerible al gusto del consumidor-elector, de modo que éste le de a aquél sus votos, como expresión de su esperanza.
La opinión pública no digiere el código conceptual de la izquierda. Condicionado por los sofisticados recursos publicitarios, que se dirigen más a la emoción que a la razón, el mercado consumidor es más sensible a la forma que al contenido, a las apariencias que a la propuesta, al que toca al afecto, y no tanto a lo que apela a la inteligencia.
Así, a la izquierda parece no quedarle alternativa, si quiere ganar las elecciones (mientras no que haya reforma del sistema electoral), debe someterse a los parámetros del marketing. Por eso, las candidaturas, salvo raras excepciones, sufren cada vez más de progresiva desideologización, revestidas de una envoltura que encubre convicciones y propuestas, dejando transparentar apenas trivialidades: el sabor de la familia del candidato, el prestigio de las personas que lo apoyan, su apariencia siempre jovial y decidida, en fin, una envoltura que inspire confianza en los consumidores-electores.
La pasteurización electoral de la izquierda corre el riesgo de prolongarse en el ejercicio del poder. Si la mujer de César debía ser honesta y también parecerlo, el político que se deja maquilar por los efectos electorales peligra con preocuparse más en parecer eficiente que ser eficiente.
Gobierna poniendo el ojo en las estadísticas de opinión. Abdica de sus compromisos de campaña para someterse al síndrome del electoralismo, o sea mantenerse en el poder pasa a ser su obsesión, y no la de administrar para lograr mejores condiciones de vida de la mayoría de la población.
Esa desideologización tiende a reducir la política al arte de acomodar intereses. Se pierden la perspectiva estratégica y el horizonte utópico. Ya no se busca otro mundo posible. Ahora todo se reduce a cultivar una buena imagen frente a la opinión pública. Poco a poco, desfallece la militancia, dando lugar a los que actúan por contrato de trabajo, gente desprovista de aquel entusiasmo que imprime idealismo a una propuesta. La movilización es suplantada por la profesionalización.
La política siempre fue un factor de educación ciudadana. Vaciada de contenido ideológico, como de consistencia de ideas, se transforma en un mero negocio de acceso al poder. Como ocurrió en California con Schwarzenegger, se elige a quién tiene más visibilidad pública. Aunque esté desprovisto de ética, principios y proyectos. Es la victoria del mercado sobre los valores humanitarios. En el lugar de Libertad, Igualdad y Fraternidad entran la visibilidad, el poder de seducción y los amplios recursos de campaña. Es el predominio del marketing sobre los principios.
Y, como todos sabemos, el secreto del marketing no es vender productos: es vender ilusiones, con las cuales se envuelve los productos. Ilusiones que llena la mente de fantasías, aunque no llenen el estómago. Pero también alimentan la inconformidad de los excluidos que, atraídos por la fantasía, toman la realidad, a su manera.
Peor para todos nosotros. A menos que la reforma política venga a depurar y mejorar nuestro proceso democrático.
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