El doce de agosto pasado se conmemoró el vigésimo quinto aniversario de la suscripción del Tratado de Montevideo 1980, mediante el cual se institucionalizó a la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi) concediendo, así, continuidad a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc), primer gran esfuerzo de integración emprendido por once países latinoamericanos que, en la actualidad, representan alrededor del 90 por ciento de la población y del producto interno bruto de la región.
Corrían los últimos años de la década de los años 70 cuando se encontraba en plena efervescencia la discusión sobre la conformación de un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI) producto de la Conferencia de París. En tanto que América Latina se caracterizaba por una gran heterogeneidad política y económica al convivir regímenes democráticos con férreas dictaduras de distintos signos, así como la aplicación de políticas económicas orientadas hacia disímiles estilos de desarrollo.
Simultáneamente, comenzaba a germinar la peor de las crisis económicas que enfrentaría la región en toda su historia republicana.
Al mismo tiempo, se podía constatar una parálisis progresiva del proceso de integración desenvuelto en el marco de la Alalc, fundamentalmente, como resultado de la inequitativa distribución de los beneficios derivados del proceso a favor de los países que exhibían una mayor diversificación de sus respectivas estructuras productivas que les facilitaba el acceso al mercado regional. Ello puso en evidencia las disparidades de los grados de desarrollo relativo alcanzados entre cada uno de los socios.
Esa parálisis de la Alalc comenzó a hacerse evidente cuando cada vez más se multiplicaban las dificultades para avanzar en las negociaciones de carácter multilateral requeridas para la instrumentación de los mecanismos que perseguían la liberalización del comercio y que, incluso, llegó a reflejarse en la imposibilidad de alcanzar siquiera acuerdos para la designación de las autoridades que debían regir los destinos del órgano técnico de la agrupación.
Desde mediados del decenio de los 60 se habían constatado algunos síntomas de la resistencia que comenzaba a aflorar entre algunos de los países miembros para continuar por la senda de las negociaciones multilaterales. La primera manifestación fue la creación del entonces Pacto Andino que contó inicialmente con la participación de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú, mientras que Venezuela se incorporaba cinco años después de suscrito el Acuerdo de Cartagena que institucionalizó a ese primer esfuerzo de integración subregional. Adicionalmente, entre los países del Cono Sur se produce un movimiento similar, aunque de mucha menor envergadura, pero cuyos resultados conducen, igualmente, a abandonar la multilateralidad cuando Uruguay suscribe en el marco de la Alalc sendos acuerdos bilaterales con Argentina, por un lado, y con Brasil, por el otro.
Luego de un largo proceso de negociación cercano a los tres años de duración, los países deciden suscribir el Tratado de Montevideo 1980 creando la Aladi en sustitución de la Alalc, cuyas características esenciales podrían calificarse como siu géneris para la época, sobre todo, porque no coincidían con los avances polietápicos con que se venía desarrollando la hoy Unión Europea.
La primera característica de la nueva Asociación es que no constituye, en sí misma, un proyecto de integración como tal, sino que se estructura como una suerte de foro de negociación en el cual convivirían acuerdos, de distinta naturaleza y diferentes alcances, suscritos por pares, por grupos o por todos los países miembros. De allí se desprende la segunda característica, cual no es otra que la posibilidad de convivencia entre emprendimientos bilaterales con aquellos de índole plurilateral o multilateral que pudiesen poner en marcha los países en procura de su integración económica, para lo cual se abandona la aplicación de la cláusula de la nación mas favorecida para los compromisos adquiridos entre los países miembros. Esta tercera característica, entre otras, casi obliga a que el reconocimiento internacional del nuevo Tratado deba cursarse a través de la Cláusula de Habilitación y no por el Artículo XXIV del GATT, en el cual se prevén las excepciones tradicionales a la aplicación de la cláusula de más favor.
El Tratado que persigue la progresiva conformación de un mercado común latinoamericano mediante la promoción y regulación del comercio, la complementación económica y el desarrollo de acciones de cooperación para la ampliación de los mercados se sustenta en cinco principios básicos que encuentran su explicación, por una parte, en los tecnicismos que se esconden tras el texto finalmente acordado.
Por la otra, en el explícito reconocimiento a la realidad imperante en ese entonces en la región. Y es por ello que el primer principio se refiere al pluralismo en materia política y económica; el segundo reconoce a la convergencia como la vía que habría de transitarse para estructurar el proyecto multilateral de integración; en tanto que la flexibilidad pone de relieve la capacidad de cada país de concertar acuerdos con miras a su convergencia e incremento de los vínculos integracionistas; los tratamientos diferenciales constituyen la base para atender las asimetrías de desarrollo entre los países; y, por último, el quinto postula la posibilidad de instrumentar múltiples formas de concertación con la finalidad de dinamizar y ampliar los mercados a nivel regional. Cabe destacar que, no obstante las continuas referencias al mercado y a diferencia de lo que acontecía en la Alalc, el Tratado de la Aladi, a texto expreso, habilita a los países a concertar acuerdos sobre materias que superan ampliamente a aquellas de naturaleza comercial.
En otras palabras, el nuevo Tratado introduce conceptos novedosos que permitirían el desarrollo de un proceso de integración a distintas velocidades, originalmente, entre once países que, a partir de 1999, es entre doce, luego del perfeccionamiento de la incorporación de Cuba a la Aladi. Esos conceptos respondieron, entonces, al pleno reconocimiento de una realidad que, ayer como hoy, limita las posibilidades de que todos los países avancen en forma uniforme y conjunta hacia la conformación de un proyecto único de integración.
No obstante la incorporación de novedosos conceptos y la asignación de nuevas funciones a la Secretaría General, incluyendo la capacidad de propuesta, paradójicamente el Tratado consagra una estructura institucional similar a la de la Alalc. Manteniéndose el carácter intergubernamental de la organización, la estructura prevista responde a la concepción de un proyecto multilateral antes que a uno que, como era esperable, transitaría por la vía de acuerdos entre pares o grupos de países que de entrada postergaba –o libraba al azaroso camino de la convergencia—la multilateralidad.
Los primeros años de la aplicación del Tratado coinciden con la crisis de la deuda que enfrentan, con diferente intensidad, los países miembros y durante ese lapso se lleva a cabo la adecuación de los compromisos adquiridos en la antigua Alalc a los mecanismos e instrumentos de la nueva Asociación. Resultado de las negociaciones desarrolladas con esa finalidad se produce un importante y, por demás, muy significativo desmonte de concesiones como consecuencia del abandono de la cláusula de más favor que aunado a la crisis y las políticas económicas instrumentadas para enfrentarla, provocan una relevante caída del intercambio comercial alcanzando, en términos reales, niveles análogos a los registrados en los primeros años de vigencia de la Alalc.
Ese comercio no disminuyó mas debido a la plena aplicación del Convenio de Pagos y Créditos Recíprocos entre los bancos centrales que como ha sido recurrente en toda la historia de integración latinoamericana, se revaloriza en momentos de crisis financiera y, en especial, de escasez de liquidez.
A partir de mediados de los años 80, la Asociación cobra realmente valía cuando se alcanzan los acuerdos entre Argentina y Brasil que a la larga serían la génesis del Mercado Común del Sur (Mercosur) que se concreta en marzo de 1991 cuando esos dos países, conjuntamente con Paraguay y Uruguay, suscriben el Tratado de Asunción. En simultáneo, y como extrapolación de sus respectivas políticas económicas, Chile y México inician una agresiva ofensiva negociadora que los lleva a concretar acuerdos de largo alcance y amplio espectro con sus socios latinoamericanos.
De igual manera, el Grupo Andino que ya había enfrentado no solo recurrentes crisis, una de las cuales desembocó en el desprendimiento de uno sus países fundadores, sino que también una modificación radical desde el punto de vista conceptual en 1987, es completamente reestructurado dos años después emergiendo, entonces, la Comunidad Andina de Naciones (CAN).
Este fervor integracionista es acompañado –o se pretende contrarrestar- con el surgimiento de la entonces llamada "Iniciativa Bush" sobre comercio, inversiones y deuda, génesis, a su vez, de la "Iniciativa para las Américas" ámbito en el cual se pretendió conformar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Si bien este par de iniciativas norteamericanas no se concretaron en su plenitud, debe sí reconocerse que causaron un fuerte impacto sobre la evolución del proceso de integración desarrollado en el ámbito de la Aladi.
El principal impacto, sin lugar a dudas, lo constituyó la negociación y posterior suscripción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan) entre Canadá, Estados Unidos y México que propició en 1994 la suscripción de un Protocolo Interpretativo (modificatorio) del Tratado para atender la nueva situación creada por la nación mexicana frente a sus socios latinoamericanos. Hecho éste que tiempo después es emulado por Chile, y por el mismo México, al concretar acuerdos, no solo con los países del norte del hemisferio, sino con la Unión Europea, la AELC y diversos países asiáticos.
A lo largo de la década de los años noventa y comienzos del presente Siglo, sin embargo, siguen avanzando las negociaciones y se estructura una red de acuerdos de libre comercio entre los países miembros que alcanza su punto máximo en diciembre del año pasado, cuando entra en vigencia el acuerdo entre los países miembros de la CAN y los Estados-Parte del Mercosur, punto de partida de la Unión de Naciones de América del Sur (Unasur). Probablemente, también punto de partida para la recuperación del proyecto multilateral de la integración regional mediante la convergencia de los acuerdos vigentes en la actualidad y los que pudiesen negociarse en el futuro.
Como consecuencia de la movilización integracionista antes sintetizada y, lo que pareciera ser mas determinante, las políticas económicas instrumentadas por los países miembros en cumplimiento del denominado Consenso de Washington, la integración regional ha podido exhibir resultados cuantitativos significativos, aunque cualitativamente poco relevantes aún.
El comercio entre los países de la Aladi alcanzó el año pasado a poco más de los 60 mil millones dólares, la cifra más alta de intercambio en 44 años de esfuerzos de integración, de los cuales alrededor del 70 por ciento corresponde a productos manufacturados; sin embargo, su grado de complejidad tecnológica es bastante limitado, con lo cual se explica la poca complementariedad productiva que caracteriza al comercio regional. Asimismo, si bien para algunos países miembros el mercado de sus socios de la Aladi se ha constituido en el principal socio comercial, también es cierto que el intercambio intra-Aladi, en el mejor de los casos, apenas si ha representado el 18 por ciento del total del comercio exterior de sus miembros.
No obstante los esfuerzos desplegados a través de la cooperación horizontal desarrollada entre los países miembros y la financiada con recursos internacionales, así como de la aplicación de los tratamientos diferenciales –aunque no siempre observada en forma adecuada—, la brecha de desarrollo verificada entre los países en 1980, antes que reducirse, se ha ampliado. Esta constatación explica, entre otros aspectos, la inequitativa distribución de los beneficios que sigue caracterizando a la integración de la región, al seguir favoreciendo a los países que disponen de una estructura productiva más desarrollada que les permite mayores y mejores posibilidades de acceso al mercado regional.
A pesar de las posibilidades que brindaba, y brinda, el Tratado, los países concentraron su acción en el desarrollo de acciones de tipo comercial postergando, en consecuencia, aquellas directamente relacionadas con el desarrollo productivo. De esta manera, el impacto de la integración sobre la asignación de recursos productivos se limitó a los efectos que eventualmente podría causar la apertura del mercado prevista en cada uno de los acuerdos suscritos. Con ello, tan solo podía favorecerse a las inversiones que pudieran desarrollar las grandes empresas, en particular, las transnacionales frente a aquéllas que pudiesen acometer las medianas y pequeñas, generalmente estructuradas con capitales de origen nacional, de allí la alta participación del intercambio intrafirma en el total del comercio regional.
De más está señalar, por supuesto, que los acuerdos suscritos en el marco de la Aladi, en casos muy excepcionales y en forma indicativa sin previsión de ejecución, nunca consideraron como objeto de acción integradora materias vinculadas con el desarrollo social. Deben sí rescatarse las acciones desplegadas individualmente tanto por la CAN como por el Mercosur en las áreas de la educación y de la salud, entre otras, aunque resultaren limitadas frente a los requerimientos de sus respectivos países asociados.
Las características de estos acuerdos determinaron un patrón de participación social en el proceso de integración centrado exclusivamente en sector empresarial, lo cual repercutió en forma negativa sobre las posibilidades de permear hacia el resto de los grupos sociales. Era de esperar que bajo ese patrón, no se abriera la posibilidad de que desarrollara un debate sobre el proceso y, aún menos, que la temática a ser considerada no fuese mas allá de aquellos aspectos técnicos relacionados con la liberación del comercio de bienes dejando de lado, incluso, el impacto que ella podría acarrear sobre los consumidores medido en términos del bienestar que ocasiona la rebaja arancelaria sobre el precio final de los bienes.
Como también era previsible, el funcionamiento de las instituciones creadas por el Tratado debieron enfrentar un permanente desgaste. Por un lado, los órganos políticos, uno de los cuales no ha alcanzado a conformarse, debieron enfocar sus acciones y decisiones hacia aspectos administrativos y programáticos antes que hacia la orientación política de la integración. No podía esperarse que un proceso cuyas acciones se desenvolverían, fundamentalmente, entre pares o grupos de sus países asociados, y que en limitadas oportunidades involucrara a la totalidad de ellos, pudiese dar sustentabilidad a órganos de índole multilateral.
El órgano técnico, por su parte, ha debido enfrentar permanentemente los embates de las restricciones impuestas por la naturaleza de las decisiones adoptadas, limitándose su capacidad de acción y, peor aún, restringiéndosele las posibilidades de vincularse con las instancias decisorias de los propios acuerdos negociados y en cuya conformación debió tener una mayor participación para evitar conflictos futuros de interpretación como en efecto ha sucedido, y en forma recurrente.
Dentro de un cuadro con resultados cuantitativos aparentemente positivos y mostrando una gran debilidad institucional, la Aladi arriba a los 25 años de existencia brindando servicios a sus países socios, pero enfrentando el gran desafío que le está imponiendo la nueva concepción integracionista que están desarrollando los gobiernos de los países latinoamericanos y caribeños. Proceso éste que se acelera desde fines del año 2004.
A partir de la creación de Unasur, la integración comienza a readquirir su esencia política que siempre debió haberla caracterizado y sustentada sobre el principio de la solidaridad, revaloriza la cooperación de los estados y direcciona el proceso hacia el desarrollo productivo y la atención conjunta a la problemática social, para lo cual la energía adquiere un papel articulador en torno a la cual se espera estructurar todo el sistema de instrumentos que permita ubicar, efectivamente, al ser humano como sujeto y objeto del proceso de integración. Punto de partida de la permeabilidad social que constituye el eje central de todo proceso integracionista. Esta concepción descarta de plano el polietapismo que caracterizó a la Unión Europea, modelo válido para esa realidad geográfica y las circunstancias que debió enfrentar; pero que, definitivamente, no resultó adecuado para la latinoamericana.
Como se indicara anteriormente, y producto de la suscripción del acuerdo entre la CAN y el Mercosur hace un año atrás, la Aladi comienza a acariciar la idea de retomar el proyecto multilateral a partir de la convergencia de los acuerdos vigentes en su ámbito, para lo cual el máximo órgano de la Asociación, le establece una serie de lineamientos de acción en ese sentido. Este mandato le fue renovado en fecha reciente como resultado de la I Reunión de Presidentes de Unasur.
Sin desconocer la importancia que reviste la materia comercial en todo el esfuerzo integrador en que está empeñada la región, no deja de llamar la atención que la agenda de la Aladi se circunscriba a ese solo aspecto y, más aún, cuando como producto de la propia reunión presidencial de Unasur, el tema del comercio no forma parte de la agenda prioritaria acordada en la misma.
Ello debería conducir a una seria reflexión en torno al futuro de la Asociación, sobre todo teniendo en cuenta dos factores.
El primero está relacionado con las posibilidades reales de establecer y luego acometer un programa de convergencia en el cual participarían países que no disponen de una plataforma completa de libre comercio con el resto de socios; en tanto que el segundo está vinculado con la factibilidad de que se concreten las negociaciones pendientes para culminar la conformación de esa plataforma de acuerdos que persiguen el libre comercio de bienes.
Frente a esa realidad, la reflexión invocada cobra un relieve significativo, por cuanto ya no se estaría tratando de mandatos inocuos o subalternos, sino que, eventualmente, entraría en juego la propia sobrevivencia de la Asociación, al concentrársele su agenda en temas cuya importancia relativa es, a todas luces, decreciente en el contexto de la nueva integración que se está gestando. Esa relevancia adquiere una dimensión mayor al dar comienzo el debate, a nivel de Jefes de Estado, sobre la institucionalidad de Unasur.
En síntesis se trata de renovar y ampliar la agenda de la Aladi adecuándola a las nuevas demandas integracionistas de los países, para lo cual el propio Tratado de Montevideo 1980 brinda un potencial invalorable. Corresponderá a los países determinar ese valor y el alcance que puedan conceder a la Asociación como foro de negociación, en tanto que a los órganos de la misma demostrar su eficiencia y eficacia para atender los nuevos requerimientos a que están siendo sometidos. Es allí donde radica el verdadero desafío que deberá enfrentar la Asociación en su futuro inmediato. Dependerá de la respuesta que dé si es capaz de demostrar en cuál integración continuará su camino.
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