Los grupos liberales tanto en el extranjero como en Rusia consideran cada vez más que el modo de gobierno de Putin es autoritario e ineficaz. Habida cuenta de que los regímenes que desagradan a los liberales y que son dominados por una personalidad fuerte son considerados comúnmente como frágiles, la consecuencia lógica sería que debería repetirse un escenario del tipo «revolución de colores», como en Georgia, Ucrania o Kirguizistán. Por supuesto, en la Rusia actual, nada es imposible, pero en mi opinión los que creen en una «revolución de la calle» inminente toman sus deseos por realidad.
En cuanto a la eficacia, se carece de un método para evaluarla, precisamente en el caso de un gobierno. Estados Unidos, por ejemplo, que en realidad no se puede considerar un gobierno débil, dio muestras de tal eficacia en Irak, durante los huracanes o en los asuntos de la CIA y de la tortura que en comparación la política en Chechenia es un éxito total.
El gobierno actual es mucho más eficaz que el de Yeltsin durante los años 1990. En aquel entonces, la mayoría del país ya no estaba dirigida, la capacidad de producción nacional había caído en más de la mitad y el Kremlin no pudo lograr que se votara ninguna legislación en la Duma, liderada por los comunistas, pero en aquella época pocos liberales hablaban del derrumbe del país.
Claro está, la Rusia de hoy puede difícilmente calificarse como modelo democrático y algunos hechos son preocupantes, pero es ridículo pretender que evolucionamos de una «democracia» yeltsiniana a una «autocracia» putiniana. Es muy difícil imaginar en nuestros días que los tanques disparen contra un parlamento electo regularmente o que las riquezas nacionales se privaticen en beneficio de la familia o de amigos de negocios del presidente, o incluso que la política del país se delegue completamente a esos amigos.
La situación en Rusia también es muy diferente a la de Ucrania antes de la «revolución naranja». No existe un Viktor Yushchenko que dirija la oposición rusa ni un Kuchma en la presidencia, débil y detestado por la opinión pública. Con un margen de popularidad cercano al 70%, nadie puede reprochar a Vladimir Poutin su ilegitimidad –o, ya que se habla de eso, de que esté dispuesto a ceder sin resistencia frente a la presión de la calle.
Además, en Rusia, los liberales no son los que movilizan la calle, sino los comunistas y los nacionalistas. Su revolución roja y carmelita sería en realidad de colores, pero menos rosada que en los sueños de los liberales, los que deben adaptarse a esta sencilla idea: Rusia ya tuvo su revolución naranja en 1991 y los resultados no fueron concluyentes. Como en Ucrania, además. Las crisis políticas del gobierno de Yushchenko demuestran que los revolucionarios de colores también tienen problemas de eficacia y de democracia.
En realidad, el principal problema del gobierno Putin ante la opinión de sus críticos occidentales reside en el hecho de que los amigos de sus opositores y sus pensadores políticos han perdido el lugar en el tablero político. Eso le puede suceder a todo el mundo en política y no justifica una revolución –cuya puesta en marcha nunca es un acontecimiento anodino. A pesar de ello, no dudo que en 2008, en las próximas elecciones presidenciales, haya un intento de derrocar al gobierno ruso por medio de otra vía que no sea la electoral.

Fuente
Der Standard (Austria)

«Braucht est wirklich eine Orangenrevolution ?», por Viatcheslav Nikonow, Der Standard, 2 de enero de 2006.