Optimismo. Ese es el estado de ánimo que parece comenzar a prevalecer en sectores del movimiento popular latinoamericano. Después de muchos años de derrotas y de unas pocas victorias, los dirigentes sociales del área comienzan a sentir no sólo que el neoliberalismo puede ser derrotado, sino que se encuentra en situación de franco declive.
Esa sensación tiene bases justificadas, al menos parcialmente, en algunos países. Poderosas revueltas de la gleba han tumbado a buen número de presidentes que traicionaron sus compromisos de campaña. Decididas acciones defensivas han frenado la privatización de bienes y servicios públicos. Los pueblos indígenas se han convertido en potente actor político con vocación transformadora. En años recientes, la acción de los movimientos populares ha creado condiciones favorables para que se instalen gobiernos progresistas. El triunfo de Evo Morales en Bolivia ha hecho crecer aún más esta esperanza de que el cambio es posible.
El optimismo es bueno porque hace crecer la confianza en las propias fuerzas y predispone a los movimientos a dar luchas que pueden ganar. Estimula su acción. Sin embargo, tal como se ha producido, también propicia el surgimiento de falsas expectativas. Fomenta ilusiones que están lejos de corresponder a la realidad.
El campo popular se enfrenta en América Latina a hechos que no permiten optimismo. El empleo formal crece en niveles mucho más bajos que el de la población. La precariedad y la flexibilidad laborales han crecido mientras los salarios reales van a la baja. Más de 4 mil empresas estatales han sido privatizadas en la región. Las redes de protección social se han deteriorado significativamente. Gran número de plantas maquiladoras se han trasladado a China. Los sindicatos han perdido presencia y capacidad de negociación.
De la mano del desempleo y falta de futuro han crecido entre la juventud la delincuencia, el pandillerismo y la drogadicción. En países como México, El Salvador, Ecuador o Uruguay la emigración ha alcanzado niveles sorprendentes. Las remesas se han convertido en la válvula de escape de millones de familias y en la tabla de salvación de no pocas economías.
Todos estos elementos estimulan la desintegración de las comunidades y del tejido social que sirve de sustento a los movimientos populares. Erosionan severamente las formas de mediación política y social tradicionales. Salvo casos muy puntuales en los que se resiste con éxito la ofensiva neoliberal, sigue avanzando la restructuración del mundo del trabajo.
La oleada de nuevo optimismo ha precipitado una euforia sobre las posibilidades de la integración latinoamericana. Cada vez se habla más de la "patria grande" y de una región unida enfrentando los retos de su desarrollo. Se han creado grandes expectativas en el papel que pueden desempeñar los gobiernos progresistas de la región en la creación de un bloque. Iniciativas como TeleSUR o Petroamérica alimentan este ánimo.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja de lo que parece. En la región hay una preocupación real con la hegemonía brasileña. Su poderío económico y militar es apabullante. Los choques, a nivel de gobiernos, pero también de pueblos entre Uruguay, Brasil y Argentina no sólo no disminuyen, sino que han crecido. La posibilidad de que Uruguay firme un tratado de libre comercio con Estados Unidos ha generado gran malestar dentro del Mercosur.
Es cierto que, como dice el presidente Hugo Chávez, en Mar de Plata se enterró el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Pero ese muerto puede revivir en cualquier momento. Mientras tanto, avanzan los acuerdos comerciales que Washington está firmando o negociando con naciones y grupos de naciones en la región.
En contrapartida, el ALBA (Alternativa Bolivariana para la América), aunque sea un hecho entre Venezuela y Cuba, para el resto del continente está lejos de ser una realidad. Es cierto que Venezuela cambia energéticos por vaquillas preñadas e incubadoras con Argentina, planea dotar de gasolina a Bolivia a cambio de soya y carne de pollo y suministra petróleo barato a los pequeños países del Caribe. Pero falta aún mucho para ver si el modelo se consolida y, sobre todo, que se extienda.
Kirchner en Argentina logró vencer al Fondo Monetario Internacional en su pulso sobre el pago de su deuda, y ha obligado a varias trasnacionales que operan servicios públicos a actuar bajo control estatal. Pero los gobiernos progresistas de la región han abandonado la demanda de no pagar la deuda externa e incluso han decidido, como Brasil y Argentina, pagarla por adelantado. La reivindicación de que esa deuda es inmoral e injusta es enarbolada aún por los movimientos de base, mas no tiene eco en las administraciones.
Los gobiernos de Brasil y Uruguay han puesto a caminar un reformismo sin reformas, que en el caso del primer país ha producido ya gran desencanto. El brillo de la política internacional de Lula ha comenzado a oscurecerse con su papel en las recientes negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC). El llamado socialismo del siglo XXI, enarbolado por Hugo Chávez, es más un enunciado que una propuesta estructurada. En casi todo el continente existen movimientos de base que han chocado con esos gobiernos progresistas.
¿Ha retomado el movimiento popular la ofensiva? Sí, ciertamente ha desplegado sus fuerzas y ha ganado importantes batallas. No obstante, no puede afirmarse que el neoliberalismo en el continente haya sufrido una contundente derrota o esté arrinconado y a la defensiva.
Las grandes empresas siguen manejando, en lo esencial, la economía de la región y tienen enorme influencia en las políticas públicas. Los organismos financieros multilaterales gozan de cabal salud.
Sería, pues, conveniente aderezar ese optimismo en las posibilidades del cambio con un poco de moderación. Después de todo, no hay que olvidar que un pesimista es un optimista bien informado.
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