Osvaldo Soriano fue (y todavía lo es) uno de los periodistas y escritores más lúcido que ha tenido la Argentina. Su vida –nació el 6 de enero de 1943 y se despidió del mundo el mismo mes, pero de 1997- fue marcada por el fútbol, la literatura, y el compromiso político por un mundo más justo.
Mientras un gato negro le acaricia las piernas, el hombre teclea en la máquina de escribir. Al alcance de la mano están su pipa y el vaso con ginebra. Por la ventana izquierda entra la luz que ilumina el departamento chico y lleno de libros. La voz del zorzal criollo suena, hoy mejor que ayer, desde el equipo de música.
Debería estar apurado, tiene que entregar el prólogo para el libro que le encargaron del diario y no logra decidirse cómo empezar.
Sabe que no faltarán, en ese diario que casi ayudó a fundar, comedidos que lo acusen de vago si, como es de esperar, no entrega el prólogo a tiempo. En todo caso, agradecerá puntualmente acusaciones, obstinado en seguir una línea de conducta que lo acompaña desde siempre.
El hombre, que desde siempre fue apodado, no sin acierto, el Gordo, es un buscador de revoluciones. Su búsqueda consiste en escribirlas, y las ha escrito triunfantes y derrotadas. Latinoamericanas y africanas. Reales e inventadas. Ahora necesita encontrar las palabras para contar la revolución que hacen esas señoras con pañuelos que admiró desde su París del exilio y con quienes se abrazó al regresar.
Resuelve empezar con una cita, por ejemplo: “Donde exista un hombre o una mujer o un niño que se rebele contra la injusticia, el viento le traerá el agitar de nuestros pañuelos para acompañarlo en su lucha”. La voz con el pañuelo le suena al oído y escribe casi mecánicamente, pero lo lee en voz alta y decide dejar ese párrafo para el final del texto. Quita la hoja de la máquina y la deja a un costado, toma un trago de ginebra y sube el volumen para escuchar mejor la música.
Levanta un papel del piso y alisa contra una pierna: “Desde que se reunieron por primera vez, en 1977, estas mujeres ejemplares, herederas de los jacobinos de la Revolución de Mayo, han ido elaborando, por sobre penas y angustias, más allá de la represión y la indiferencia, un hilo conductor entre los sueños de sus hijos y la ilusión renovada de un futuro justiciero.” Apoya el papel al lado de la remington, puede llegar ser un comienzo, piensa.
El hombre piensa en sus comienzos y se pasa una mano por la cabeza casi calva, se acaricia la barba y piensa en los años felices, en su Mar del Plata natal, en su padre empleado de un Estado gobernado por alguien que -su padre, no él- detestaba; en la muerte de su madre cuando era chico, y en sus primeros llantos y alegrías por una casaca azul y roja.
Luego recuerda sus años de center foward –centrofobal, traduce- en los equipos del interior de la provincia de Buenos Aires, recuerda una historia de un largo penal. Piensa luego cuándo fue el que fútbol lo fue dejando, cuándo se le achicó el arco.
Resuena entonces en su cabeza la llegada al centro; los años de periodista; resuenan los sueños de los sesenta y de los setenta; resuenan los amigos que murieron, y los que desaparecieron, resuenan los que traicionaron, y los que siguen vivos y dignos.
Una voz de mujer le dicta al oído. “Ahí está todo: Astíz que entrega a Azucena Villaflor en la iglesia Santa Cruz, los silencios de un país aterrorizado, las miserias de los que sabían y callaban, el corajudo crecimiento de un puñado de mujeres que, al descubrir las atrocidades, se levantaron para pedir que les devolvieran a sus hijos y nunca aceptaron nada a cambio. Desde que dijeron la primera palabra hasta que empezaron su ronda en la Plaza, su gesto de resistencia dio la vuelta al mundo, despertó conciencias, abrió los ojos de los demócratas que todavía dudaban ante el régimen militar y sus propagandistas. Desde entonces, Videla, Massera y los otros empezaron a ser nombres malditos en los lugares civilizados”.
Su memoria escapa de esas épocas y llega hasta el París del exilio, de las novelas, del extravagante título de “autor vivo más leído en el país”, de la historia de ese pueblo inventado donde todos se matan y gritan el nombre de un mismo general, aunque unos por convicción y otros por conveniencia. De esa otra historia con un país inventado en el medio del África en el que la revolución triunfa casi de casualidad y a pesar de las intenciones de la mayoría de sus personajes.
El hombre comienza a ojear el libro donde las señoras cuentan su historia y la historia de sus hijos, y en su historia y la de sus hijos, la historia de un país que se comió a una generación que lo quiso justo, libre y soberano.
Escribe: “Faltaba mucho para que se debilitara el régimen que las llamaba ‘locas’, mucho para que los oportunistas repararan en ellas y trataran de congraciarse; faltaban años para que Alfonsín y Menem las repudiaran porque con ellas es imposible hacer acuerdos y trenzas. Punto Final. Obediencia Debida, indultos toda una secuencia de complicidades intentó cubrir a los criminales, en nombre de un supuesto futuro de armonía y democracia”. El gato vuelve a pasar entre sus piernas y empieza a ronronear.
Ahora recuerda la vuelta de la democracia y las discusiones cuando su amigo nacido en Bélgica y adoptado por la Argentina, le decía que el triunfo del candidato de la socialdemocracia era un paso, y él refutaba que nada podía esperarse de un abogado radical de clase media egresado del liceo militar. Luego recuerda la cara del intelectual del gobierno. La cara dice “Nunca Más” y suenan los aplausos de los colaboradores de las dictaduras de ayer y las democracias de hoy.
Piensa cómo se conjugaban en los años ochenta esos verbos que él soñaba con los hijos de las señoras en los sesenta y los setenta. Cómo se conjugan en los sueños que ahora sueña con ellas, a mitad de los noventa. Y ahora piensa en los noventa.
Y escribe: “En tiempos de cansancio e indiferencia, en medio de cambios sociales gigantescos en los que los pobres votan contra sus propios intereses y los desocupados aparecen como una raza prescindible que desordena las estadísticas, las Madres reclaman y predican una sociedad diferente, con igualdad y Justicia. Confían en que otra generación recibirá su mensaje y retomará la lucha de sus hijos. Parece que aspiran a un imposible, a un sueño al que la Argentina privatizada y consumista da la espalda”.
Por un segundo, se siente tentado de tirar todo lo escrito, quemarlo. Tiene el encendedor en la mano cuando calcula el trabajo que le llevará la limpieza, entonces prende la pipa y pita una, dos, muchas veces, acaricia al gato que ahora duerme plácido a sus pies y comienza a ordenar lo escrito.
En el libro, el hombre observa la foto de las Madres que ven la foto del Che. El hombre ve la foto del Che que desde la foto mira a las Madres y mira al hombre que mira la foto de las Madres que miran la foto del Che. El Che se ve, como en todas las fotos, joven, hermoso y desafiante.
En la mirada del Che que lo mira, encuentra el hilo conductor que buscaba, la unión entre los sueños de los hijos de los pañuelos, sus compañeros, él y las mujeres del libro que le susurran: “Como hemos sido distintas en todo también somos distintas en nuestro proyecto de futuro. Pretendemos que se organice nuestro pueblo, que se formen y se solidifiquen las organizaciones de base populares, en cada barrio, en cada lugar, los trabajos colectivos, para que toda esa efervescencia de los años setenta se vuelva a notar en nuestro pueblo que parece cansado, que parece derrotado, que parece deprimido pero que cuando lo tocan salta y sale a la calle”.
Pasa en limpio el artículo y lo lee en voz alta una vez más; el gato se despierta al oír esa voz finita, socarrona. Una voz que parece a punto de empezar a reírse. El hombre termina de leer y espera la aprobación del animal que por todo gesto comienza a lamerse una pata, algo que parece suficiente para el escritor.
Pone los papeles en una carpeta y va hasta el diario a pie. Al volver pasa por la plaza. Es jueves, 15:30 y acompaña a los pañuelos en su vuelta.
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